lunes, 6 de julio de 2015

De ansias y sosiegos. En Villa Favorita. Dos.

187. A veces llegan cartas.





   Estoy escribiendo en mi cuarto de pensar, aquí en mi refugio de Villanueva de los Infantes.
    De vez en cuando me levanto a contemplar la torre de la Iglesia. Me relaja, me da paz. Me gusta.
    La casa está en silencio. Todos duermen.
    Mi perro, a mi lado, escucha paciente mi murmurante soliloquio. 
  De repente, mientras busco la palabra exacta, se me cuela una canción.
    A veces llegan cartas.

   Hay canciones que marcan un segmento de la vida.
  El mío transcurrió durante el breve periodo de tiempo que va desde últimos de Junio a principios de Septiembre. De un año lejano.
   Juan Carlos fue el último en incorporarse al grupo de amigos de todos los veranos. Llegó con su familia desde el Sur. De Málaga.
   Era delgado y moreno. Simpático y solitario.
   Me gustó desde el primer momento.
  No nos caímos bien. Mis amigas me advirtieron que yo le gustaba y meterse conmigo era su forma de demostrarlo. Yo no me había dado cuenta del matiz.
  Perdimos mucho tiempo en estos desencuentros y, sólo al final del verano, nos tropezamos en el vértice de nuestra mutua atracción. 
   Pasamos unas cuantas tardes, solos, en una casita al final de la playa, propiedad de unos tíos ausentes.
  -Te escribiré todos los días-, me prometió, al despedirnos, estrujando entre sus largos dedos la hoja de papel con mi dirección en Madrid.
  Los días que me quedaban se me hicieron vacuos y desnortados. Sólo quería regresar a la capital a esperar sus cartas.
   No llegaron nunca. Y tampoco volvió a Galicia el verano siguiente. Ni al otro. Nada. Nunca. 
  Veinte años después, en Navidad, en unos grandes almacenes, buscando adornos para mi casa, le vi.
    No había cambiado nada.
   Me reconoció él también y enarcó las cejas en un gesto muy suyo y que yo recordaba.
   Se colocó a mi lado, delante de un mostrador lleno de muñecos de fieltro y campanillas de colores.
   -¿Cómo estás?-, me preguntó.
   -Cuánto tiempo,- continuó, sin esperar mi respuesta.

   Fue casualidad.
  En el hilo musical del centro comercial llevaban toda la mañana ofreciendo música de otros tiempos.
   Fue casualidad.
  Sonó la canción.
  Le miré. No dije nada. 
  Escogí un par de renos, una estrella y una caja de bolas brillantes y me alejé despacio, muy despacio, sin volver la cabeza.
   Ya hacía mucho tiempo que había doblado la esquina de aquella historia.

  Ahora, aquí, en mi cuarto de pensar, en mi refugio infanteño, noto la piel erizada y un galope olvidado en el pecho.
   Quizá debí quedarme. Un rato más. Quizá...
   Lo he pensado muchas veces.





    Y es que, en la distancia, el amor se muere...


2 comentarios:

  1. No siempre en la distancia el amor se muere, a veces se fortalece.Un beso.

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    1. Ya me explicarás eso, un día de éstos, y haremos una historia. Besotes. En la distancia.

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