domingo, 31 de julio de 2016

Un boda en Navalcarnero.





“La mujer dejó la taza de té sobre  la pequeña mesa de hierro blanco del jardín y se cruzó la bata de seda sobre el pecho, le había dado un pequeño escalofrío de placer al recordar los tres días pasados, tres días de fasto y alegría  en los que la pequeña  y limpia ciudad de Navalcarnero había brillado con una boda que dejaría una huella perdurable y bella. 
Y todo comenzó hace algo más de un año, pensó la mujer. Casualidades de la vida, el destino, vaya usted a saber qué fuerzas se confabulan para que ocurran estos hechos tan perfectamente rematados en un final feliz.
Su niña casada con el heredero de una de las mejores bodegas de la península; ella misma, sin ir más lejos, emparentada con una rama de bodegueros tan ancestral y remota que se pierde en la noche de los tiempos.
La mujer abrió de nuevo la carpeta de terciopelo color verde parra donde había guardado las fotos y  la invitación de boda de los jóvenes.
Los nombres de las dos familias, el dibujo de agua que se adivinaba al fondo, las esquinas doradas y, en el centro, resaltadas en elegante relieve, los nombres de los contrayentes: Marcos y Patricia.
Nombres regios, pensó, adecuados. 
El viaje de novios elegido fue, muy acertadamente, un recorrido por Francia y Estados Unidos:  Burdeos, Normandía, California, lugares donde observar viñas de diferentes estilos y formas; de ampliar miras.
Perfecto.
La mujer cerró los ojos, dejándose acariciar por una brisilla traviesa que se enredaba en su cuello, y pensó en aquella excursión con unos amigos a la bodega de Navalcarnero para pasar el día y comprar unas botellas, con denominación de origen, con vistas a los regalos de Navidad.
Se quedó hechizada con la explicación que, sobre los vinos que probaron, les dio Marcos, el enólogo, bodeguero, vinicultor y sommelier.
Que si la uva era de la variedad ora cabernet-sauvignon, ora garnacha, que la malbec o la merlot eran cepas que tenían preparadas para un proyecto futuro, que si los taninos, que nos fijáramos en las lágrimas de la copa, que si estructurado, armónico, brillante, untuoso o equilibrado.
Moría a cada segundo, paladeaba el caldo color teja, con aspecto aterciopelado, cálido, con cuerpo; en nariz, floral, maderizado, balsámico y de tintes animales… afrutado.
Estaba en mi salsa, -piensa ahora,- flotando, quizá un poco achispada.
Y de repente, una idea: había encontrado, así como una iluminación, mi destino.
Yo pertenecía a ese mundo, lo sentía, y la visión comenzó a surgir con la nitidez de una imagen en el balde del revelado de una fotografía.
Pregunté, como de pasada, al simpático muchacho y, voilà, soltero, edad idónea, dispuesto. Le planteé, como si bromeara, una hipotética unión con mi princesita, virginal y casadera, y heme aquí, año y pico después, descansando de una  fulgurante y espléndida boda que ha dejado a todos satisfechos.
Dice mi marido, negativo como siempre, que no estoy muy equilibrada, yo le digo que equilibrado tiene que estar el vino, rico en taninos, vigoroso y cítrico y que espabile y comience sin prisa pero sin pausa a utilizar un lenguaje que armonice con nuestra nueva andadura.
Él no bebe, lo que resulta totalmente intolerable para moverse en este mundo de las cepas, de la cata, del syrah y el tempranillo, se lo he advertido por activa y por pasiva y, si sigue tomando esos barreños de agua con que adorna sus comidas, tendré que tomar medidas; mi consuegro, el bodeguero titular, viudo el pobre, creo que, por sus miradas durante la boda, estaría encantado de tenerme a su lado para próximas vendimias.

Comienza a caer la tarde, la mujer se levanta y con el álbum de la boda entre las manos entra en la bodega para tomarse, cerca de la chimenea, una copa de ese vino áspero y fuerte que tanto le ayuda en sus momentos de soledad y tribulaciones. 

        Me acaba de llamar mi niña, me dice que está muy feliz, que acaban de aterrizar en California y que está pensando su maridito comprar, a buen precio, unas bodegas que han visto a su paso por Burdeos y que si llama su suegro se lo comente. 
Pero el teléfono es muy frío, iré personalmente a hablar del tema con Carlos, mi consuegro, el bodeguero titular, el viudo.
He tenido otra visión, otra elegante y distinguida boda, no tardando mucho, entre los viñedos franceses.
          In vino veritas. 
         ¡Ay el amor!”





martes, 26 de julio de 2016

El olor de la nostalgia.

    

     No había vuelto a acordarme de él, o quizás no le haya olvidado un solo minuto, pero esta mañana, sin saber por qué, al levantarme, el olor de su piel se me introdujo ladinamente en las fosas nasales y un escalofrío, como los de entonces, me recorrió la espalda.


     Y deseé tenerle cerca, con un ansia y una precipitación tal que tuve que moverme deprisa por toda la casa para no ahogarme.

     Busqué en la cómoda, dentro de una cajita llena de cachivaches, su foto.
     La dejé allí para olvidarla y también para buscarla el día en que recordar las facciones de su cara me hiciera tanta falta como respirar.

      Le hice la foto un mes antes de que se fuera.

    Me aparté bastante, para que saliera entero, todo, para poder recordar un día como hoy, con total nitidez, el color albo de su pelo, sus ojos, que veían todo de mí cuando miraban, esa boca que me susurró tantos placeres y sus manos, que tanto amé, y que, ahora me he dado cuenta, no han dejado nunca de rodearme la cintura.






*IMÁGENES TOMADAS DE LA RED.

sábado, 23 de julio de 2016

Cruzando el túnel.

  



   Me tuve que quedar dormida, no sé, no hubo sueños, sólo un encadenamiento de una masa alquitranada y lava sucia y lenta. Candente. 
     Giré la cabeza hacia la ventana, deseando que algún tipo de viento aliviara el tedio y la angustia de ese verano. Y allí estaba, el cuervo, negro y rígido, agarrado con saña y veneno a los bordes de la madera.


     No entendí si continuaba en el sueño o estaba despierta. No entendí cómo pudo llegar allí aquel pájaro, enorme y lúgubre. No entendí que mi dolor se expandiera hasta el límite de la locura. Como en aquel poema de Poe, oscuridad y nada más.



    La noche caía a plomo sobre todas las cosas. Aplastaba mi alma y reducía la extensión de todo tipo de esperanza.

     El cuervo miraba hacia la cama.

     Me miraba. 
     Antes que la oscuridad total dejara la habitación cegada, lo escuché.
Claramente. Con la voz humana que se les atribuye: Nunca más, nunca más.
     Y creo que se fue. 
     No sé.

     La masa alquitranada y maloliente avanzaba sin pausa. 
     En la oscuridad.
     Yo seguía en la más absoluta oscuridad.
     Intenté respirar como si estuviera viva.
     Cada vez con más fuerza.
     Nunca más
     Nunca más.




*Imagen tomada de la red.

sábado, 2 de julio de 2016

In memoriam.


No pudo ser. 
Hace ya unos días que se fue mi amigo J.
No resistió el envite de la curva pronunciada y oscura del camino.
No pudo bajar de la locomotora.
Me quedo con lo que me dejó. Que es mucho.
Y le recordaremos como lo que fue. Que fue mucho.
Le escribí en Julio del año pasado. Y teníamos esperanzas.
Pero no pudo ser. Ahora releo el escrito que le escribí y que leyó.
Descansa en paz J. S. 
Amigo.


(Entrada al blog Julio 2015)


     Esta mañana he dejado que otro miembro de la familia le diera el paseo a Haro. Se iba triste mi chico.
    Pero es que yo, con mi primer café del día en la mano, tenía prisa por tejer la entrada a mi blog, vuestra casa. Una entrada, un comentario muy especial.          De agradecimiento y buenos deseos para mi amigo S.
     Va, mi amigo, en este momento de su vida, en una locomotora antigua y veloz, con los frenos rotos y una chimenea reventona de humos y polvo tóxico y cegador.
     Y dirigida por un maquinista algo loco.
     Y mi amigo está un poco asustado. Y ha decidido tomar medidas.
  Entre otras, ha comenzado a soltar lastre. Para poder defenderse mejor. Y ha empezado a desprenderse de la mayoria de los objetos y enseres queridos que todos acumulamos a lo largo de la vida.
    Me llamó una tarde de principios de otoño para proponerme que me hiciera cargo de su biblioteca. Por si la locomotora no conseguía parar a tiempo, por si ocurría algo, por si los raíles no aguantaban la embestida.
    Le dije que sí, primero porque él me lo pedía; segundo, porque sabéis de mi pasión desenfrenada por los libros y tercero, porque me apetecía guardarle algo tan apreciado para él, mientras  dure la travesía.
    
    Mi amigo S. está inmerso en eso que nombran con el eufemismo de "una larga enfermedad". Mi amigo tiene cáncer.
    Se está recuperando, se va a curar, por supuesto. Ahora va a continuar la lucha, paciente, fuerte, hasta que la caldera de la locomotora se quede sin combustible y el maquinista, resignado, detenga el viaje absurdo en una estación luminosa y coqueta. Allí, mi amigo se bajará, cansado pero feliz; asustado, pero jubiloso.
   Y el viaje tenebroso habrá acabado.




    Entonces yo le invitaré una tarde a mi casa, para que recupere sus libros, los que quiera, unos pocos, todos los que dejó a mi cuidado, o algunos más de los míos, si lo desea. Le dejaré elegir. 
    Con una cervecilla en la mano, nos reiremos del molesto viaje por esas estepas frías y oscuras del terror, por ese tobogán de angustia que ha recorrido durante demasiado tiempo. Yo le entiendo muy bien, conozco esos rincones sombríos, esos pasillos largos en los que la salida está oculta y lejana. También estuve viajando en la locomotora.
    También tuve mi cáncer.

     Amigo S., que sepas que guardo con cariño tus libros. 
   Que voy leyendo algunos. Que los huelo. Que los acaricio. Que les hablo.
   Yo te pido que te agarres bien al asiento mullido de la vida, que te dobles con sosiego en las vueltas, que vayas mirando con interés y alegría el paisaje y que, cuando el viaje llegue a su fin, que siempre llega, lo celebraremos con toda la gente que te quiere y te espera.
    Ánimo S.
    Ya sabes dónde estamos.