Teresa admiraba su ropa tendida con la cabeza un poco ladeada, los ojos entornados y los dientes sujetando el labio inferior en clara postura reflexiva. Talmente como si estuviera admirando un Caravaggio.
Ese día había colocado las pinzas
intercalando los colores: primero dos verdes, luego dos amarillas, dos azules,
dos rojas, dos blancas y vuelta a empezar en la segunda cuerda. El
conjunto, fotografiado, obtendría fijo
el primer premio en cualquier concurso.
Se sentía orgullosa del trabajo bien
hecho.
Tenía un buen tendedero, su marido estaba
“sembrao” el día que se lo instaló a poco de casarse: en un perfecto rectángulo
de hierro pintado de gris azulado, se alojaban cinco cuerdas dobles de color
azul grisáceo, que permitían que, con la ayuda inestimable de sus pinzas, la
ropa de los seis componentes de la familia ondeara segura al viento. Además tenía la suerte de vivir en el piso doceavo, el último, con lo que no tenía el
problema tan temido de que las vecinas de arriba le engorrinasen la ropa con
porquerías.
Contempló
de nuevo el conjunto y, con un suspiro de satisfacción, cerró la mampara de
aluminio blanco impoluto. Recogió la cesta de las pinzas y la guardó en el
armario bajo de esquina de su amplia y límpida cocina.
Por
la tarde iría a la tienda de todo a cien a comprar más pinzas. En esta ocasión
las elegiría de madera, eran mucho menos decorativas que las de plástico, pero a todas luces más
duraderas; se traería cuatro o cinco paquetes, porque además del uso habitual,
tenía que reconocer que las sufridas y nunca bien valoradas pinzas eran de lo
más útiles, a saber: cerrar paquetes empezados de macarrones, de harina, pipas,
pan rallado, magdalenas y así hasta el infinito.
Ni
sus cuatro hijos varones ni su marido comprendían su interés, según ellos
desmedido e irracional por tales artefactos; claro que tampoco ellos destacaban
por su excesiva sensibilidad.
Miró
el reloj de la cocina: las once y media. Tenía tiempo de sobra.
Se
puso el abrigo y se guardó en el bolsillo una bolsa de plástico de las que le
daban en el autoservicio. Hoy recorrería, como cada semana y con disimulo,
todos los bloques de alrededor, por la parte de los tendederos y, si tenía
suerte, se traería unas cuantas pinzas de las que se les caían a las
descuidadas y torpes amas de casa y que, Teresa nunca llegaría a comprender, no
bajaban a recoger.
Cuando
a ella se le escurría alguna de entre sus generalmente hábiles dedos, bajaba presurosa al patio interior a por ella. Hace
años que le pidió al presidente de la comunidad una copia de la llave de la
puerta de acceso a dicho patio y, de ese modo, al tiempo que recuperaba su
pinza se adueñaba de las pérdidas que hubieran sufrido sus vecinas de los pisos
inferiores, que, dicho sea de paso, eran bastantes frecuentes.
Aquella
mañana, ya en la calle, el corazón le brincaba en el pecho cada vez que divisaba
alguna en el suelo, la tomaba con mimo y cuidado, la introducía en la bolsa de
plástico y proseguía su recorrido como un concienzudo y paciente paleontólogo.
Escudriñó
con ojos de experto oteador el contorno y, cuando ya daba por concluida su
prolífica búsqueda, divisó, al pie de un árbol, un espécimen nunca visto: era
una pinza de plástico, grande y de un color que no conseguía catalogar. Era de color
rosa amanecer, pero con una tonalidad que le recordaba el rosa chicle bazoka que tanto le gustaba de
chica.
La
recogió y, separándola un poco, la estudió achinando los ojos, tal como haría un
marchante al descubrir un Picasso entre los trastos de un chamarilero.
Con
semejante hallazgo dio por terminado el rastreo y abrazando la bolsa contra su
pecho, se dirigió a su casa con paso decidido y diligente: todavía tenía que
hacer la comida.
A
la mañana siguiente, muy temprano, Teresa adelantó manualmente el mando de la
lavadora a su última función, el centrifugado. No podía esperar más para tender
la ropa; esta vez realizaría una
combinación de colores que había ido madurando durante la larga noche de
insomnio producido por la excitación.
Primero
pondría toda una fila de pinzas de madera clara, en la otra cuerda utilizaría
pinzas de color amarillo ilusión, en la siguiente, de color rojo sangre de
toro bravo y una cuarta de color verde pistacho gordo de Israel. Le quedaba la
cuerda exterior, y en ella, tal como había pensado o soñado esa noche, tendería
toda su ropa interior con una pinza de cada color, como un arco iris doméstico
y sujetando el tanga que le había
regalado Luis, su marido, por las bodas de plata, escogería la estrella de la
colección: la pinza rosa multitonos que había encontrado la mañana anterior al
pie del árbol.
Teresa
temblaba de emoción, como una quinceañera en su primera cita con el guaperas
del insti, mientras sujetaba con la
mano izquierda la braguita sobre la cuerda y con la derecha hacía palanca en la
pinza para amordazar la minúscula
prenda.
Todo
lo que aconteció después fue cuestión de segundos: la pinza se le escurrió a
Teresa de entre los dedos, ella se adelantó un poco para recuperarla, la rozó
apenas; la pinza siguió indiferente su caída, la mujer no podía permitirlo y, desesperada, estiró el brazo todo lo humanamente posible, sus ojos sólo veían
el rosado cuerpo del deseo. La siguió con los ojos y la siguió también con el
cuerpo.
Bajó
dando tumbos de tendedero en tendedero, como un pelele en bata floreada, y con
la mano tercamente extendida en
dirección a su pinza color rosa adversidad. Varias
más descendieron junto a ella, arrancadas en su caída, acompañándola como un
fiel y póstumo cortejo hasta que Teresa se estrelló finalmente en el áspero
suelo del patio comunal.
El
sol, altivo, señero, apareció por la esquina del inmueble iluminando despacio y
sin piedad la cara tranquila y sonriente
de Teresa.
Por
más que lo intentaron no pudieron quitarle una pinza de color rosa eternidad
que Teresa mantenía, ya para siempre, alojada entre sus dedos.