jueves, 31 de octubre de 2013

Intento fallido.



Imagen tomada de la red.


S
i se te ofrece algo, silba— le sugiero a mi marido para dejarle a él la iniciativa.
Yo voy al salón a ver si acabo de planchar—añado.

No plancho. No tengo ganas. Sólo me siento en el sillón amarillo, el más cercano a la puerta del pasillo, a esperar su silbido.
Le oigo rebullirse en la cama— de un momento a otro chifla— me digo a mí misma, emocionada e impaciente.

Pasados unos minutos el rumor de un ligero ronquido torpedea con áspera desilusión mis oídos.

Me pongo a planchar.




martes, 29 de octubre de 2013

"El perro sabe, pero no sabe que sabe" Teilhard de Chardin.






Es lo primero que veo cuando despierto por las mañanas.
Abro los ojos y veo los suyos fijos en mí, cariñosos y expectantes.
—¿Qué, dispuesta al paseo?—parece querer decir… y sonrío.
Lo primero que hago al despertar y verle  es sonreír.
Y eso me gusta, eso está bien.
Si dudo, si vuelvo a cerrar los ojos o cojo el libro, me calzo las gafas y me dispongo a leer un rato, él se acomoda, pegadito a mi costado, da un profundo suspiro y se duerme de nuevo.
"Todavía no es la hora", supongo que pensará.
Yo pospongo ese momento, por puro placer.
El vientecillo de primera hora de la mañana pasa sin obstáculos, en línea recta,  y me refresca los pies, leo un par de hojas del libro sin dejar de sentir el contacto de mi chico, su respiración tranquila, regular, con suspiros más largos y victimistas, como recordándome que no me demore demasiado en pamplinas porque necesita levantar la patita y pasear al final de la correa, seguro del control de su amiga, a la que esperará en algún recodo del camino cuando escape a su campo visual, convencido de que ella no le quita ojo durante el paseo, orgullosa y sonriente, hipnotizada ante la dulzura y el poderío de su cuerpo de algodón, plateril, del andar cadencioso y chulesco de sus patitas de perro con pedigrí añejo, del movimiento enloquecedor del rabillo cuando se cruza con alguien que le produce gozo.
—Haro— le llamo de vez en cuando, porque necesito pronunciar su nombre, por ver si se reconoce mío. Y él vuelve la cabecilla como si fuera un resorte programado y yo le regalo un te quiero que asume con total dignidad e indiferencia y prosigue su camino con la cabeza un poco mas erguida, más chispero si cabe, seguro de su poder ante la mujer que sujeta la correa, la que se supone que manda, pero que sólo es la más rendida sierva, agradecida y sumisa ante el que cada mañana, al despertar, le provoca un sonrisa que le ilumina el mundo.









domingo, 27 de octubre de 2013

Último encuentro.






      —Una copa de vino— pido.
     —Dos — indica Julián al camarero haciendo el signo de la victoria.
     Esperamos en silencio.
    La noche se asoma con cautela por una esquina del ventanal, observando.
    Simulo buscar algo en mi bolso para ocultar el temblor de mis manos.
    Le miro.
   Llega el vino y los dos nos aprestamos a beber, esperando quizá sorber la dosis de valentía que necesitamos.
    —No puedo dejarla Alicia—, comienza.
    Bebo de nuevo y dejo con cuidado la copa en el mostrador.
   —Quiero que entiendas…— continúa.

   No le miro, rebusco en mi monedero, pago mi copa y me voy. 

   Y la noche me acoge y me abraza. Ella ya sabía. 

sábado, 26 de octubre de 2013

Me dedican una tarde de versos.






Como todos los últimos viernes de mes en la sede cultural y regional de Castilla-la Mancha nos regalamos una tarde poética. Participan todos los componentes de esta sede regional y todos los poetas u oyentes que lo deseen. Está abierto al mundo.
A la poesía.
En esta ocasión, en este viernes 25 de Octubre, la directiva y todas mis chicas y chicos de las clases de cultura que imparto los miércoles y jueves, han decidido que sea un homenaje a mi labor. Lo he aceptado con todo el cariño que sé me tienen.
Pero aprovecho para decir aquí y, en honor a la verdad, que el homenaje es para todos sin excepción. Estas veladas de verso no serían posible sin la atención, el interés y la entrega que me demuestran mis chicas de clase, socios en general, amigos del exterior, poetas locales y la directiva en pleno.
Esta tarde me han acompañado en el evento el poeta Santiago Gómez Valverde, el actor y poeta Rafael de Dios, mi amigo personal Manuel Herrera, mi amiga de camino de vida  Mary Carmen Estévez y toda la casa manchega en pleno. 
La Casa de Extremadura se ha visto representada por Loly y Andrés y como colofón D. Vicente Aníbal Marcos, asesor de educación del Ayuntamiento de Leganés y su mujer Rocío han cerrado el acto junto a Sacramento el presidente de la Casa.

Gracias a todos, todos, por el cariño que me regaláis, por el homenaje desmedido, por vuestra fidelidad a lo largo de estos nueve años de andadura en común y por vuestras miradas. 
Intentaré estar siempre a la altura. 






viernes, 25 de octubre de 2013

(A ti, pequeña, que perdiste la vida bajo las ruedas de un autobús, en una tarde de mi infancia. Yo estaba allí, no te he olvidado nunca y busco, desde entonces, maneras y sueños para despertarte. Otoño del 1959)




Imagen tomada de la red.


Aún te recuerdo niña,
un poco despeinada y con los ojos cerrados,
un brazo subrayando un futuro 
débil y cobarde,
que huyó por alguna esquina de aquel día lento.
El otro brazo se escondía debajo de tu cuerpo inservible,
avergonzado quizá de haber escapado de la seguridad
del último verano.
El autobús frenó a cierta distancia,
lleno de rostros desencajados y temblones.

Aún te recuerdo niña,
desconozco el color de tu mirada y no sabré nunca
cómo sonreías.

Aún te recuerdo,
               siempre niña.
A veces, he vivido por ti,
he amado en tu memoria,
he acogido en mi cuerpo al hombre,
para que tú sintieras la tibieza.
Mis hijos, algunas tardes,
también han sido un poco tuyos,
para que paladearas el sabor
                                   de la dicha.
He devorado primaveras,
he pisoteado otoños, he reído un poco más,
he llorado un poco menos,
he deseado mucho,
en un intento de ofrecerte una porción de biografía,
de vivir por ti…

Aún la recuerdo,
              niña sin nombre,
desvalida y rota,
un poco despeinada, exenta.

Se arrimó la noche,
distraída e impasible,

y allí quedó su zapato
                      cavilando el asombro.






miércoles, 23 de octubre de 2013

La carta.




Imagen tomada de la red.


Hola Eusebio.
Felicidades.
Hoy hubieras cumplido 78 años. Yo los cumplo, ya lo sabes, la semana que viene.
Somos de la misma quinta, como solías decir a menudo.
Hacía mucho tiempo que no venía al cementerio, pero es que he estado muy ocupada y, además,  quería traerte, cuando viniera, esta carta como regalo de cumpleaños y como despedida.
No pienso venir mas, ya me traerán cuando llegue mi hora, aunque eso sí, no me esperes, no dormiremos juntos el sueño eterno, ya me he procurado otro apartamento para descansar. No me dejaste tener una buena vida, y mucho me temo que tampoco me dejaras tranquila en la muerte.
¿Te has fijado en la carta? La he escrito yo.
Hace tres años me apunté a un curso de alfabetización de viejos, y ya ves, ya sé escribir.
Ya no soy una burra ni una analfabeta, como me llamabas; aunque quiero que tengas una cosa clara, nunca he sido burra ni analfabeta aunque no pude ir a la escuela.
He sido, tú lo sabías Eusebio, una mujer valiente, decidida y guapa; sí, basta ya de modestia, he sido guapa, buena madre y, créeme, mejor esposa.
Podíamos haber sido muy felices. Teníamos tres hijos maravillosos y nunca nos faltó el dinero, lo justo, pero debido a mi buena administración, suficiente.
¿Qué me ves muy soberbia? ¿Y qué, me vas a pegar?
Ya no puedes, me has maltratado durante muchos años, demasiados, prácticamente desde el primer día de nuestro matrimonio, y lo que más siento es que yo lo veía casi normal.
Y callaba.
En aquellos tiempos, ¿a quién se lo iba a decir?
Hoy las mujeres lo cuentan, hasta en la televisión, Eusebio, y yo lo veo bien, que se sepa, que aunque cueste arrancar esa mala hierba de los malos tratos, por lo menos se le dé aire, que no se lleve en silencio, con vergüenza, como una penitencia inútil e injusta, como yo la he llevado durante casi cuarenta años.
No te puedo perdonar que me negaras una existencia apacible, tranquila. ¡Con lo corta que es la vida y cómo me la has amargado!
Qué tonto fuiste, Eusebio, qué simple, aunque supieras leer y escribir y te creyeras por eso superior a mí. Has sido siempre un pobre hombre, corto de luces, por más que yo te engrandeciera delante de tus hijos, ocultando siempre las palizas, los insultos y el desprecio que te inundaba los ojos cuando me mirabas. Podías haber sido más hombre y haberte ido, quizás hubieras sido feliz en algún sitio, y nosotros también.
A pesar de todo, siempre te respeté y te cuidé lo mejor que supe. Pero no me lo agradezcas, el agradecimiento es una cualidad que tú no sabes cómo emplear. Ahora vivo muy feliz rodeada de nuestros hijos y nietos.
La Paqui ha tenido gemelos, dos niños preciosos,  y Juan y Damián siguen con la parejita, que se han convertido en unos adolescentes guapísimos. Me apena que nunca hablen de ti, pero por mucho que yo lo quise ocultar, los chicos se daban cuenta y quieren olvidarlo.
Todos queremos olvidarlo.
Qué felices podríamos haber sido, Eusebio... con lo corta que es la vida.
A pesar de todo, te envío, donde estés, un beso, por si hubo algún buen momento, aunque no lo recuerde.

Tu mujer.         
                                   Herminia.


viernes, 18 de octubre de 2013

A veces miento.




No os digo la verdad.
Os saludo con una sonrisa todos los dias
y los domingos os cuento una historia
con final feliz.

Me visto de colores estridentes

para ocultar el neopreno de tristeza
que oprime mi cintura.

Si me veis,

seguidme la corriente.

Pero ya lo sabéis,

a veces miento.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El secreto de mi madre.



Imagen tomada de la red.

Volví a casa por Navidad.
Tras dos años trabajando en Ámsterdam ya me apetecía oler el aroma del jardín de la casa de mi madre, sentir la suavidad de sus sábanas y el gusto de sus guisos.
Mi hermano me había avisado que no se encontraba bien, que había empeorado bastante desde la última vez que la vi, aunque por teléfono, en nuestras largas conversaciones, disfrazara sus cuitas con el engaño de la sonrisa.
Empujé la puertecita verde de madera antigua y me sorprendió el caos del jardín. El moral, siempre el moral.
—Mamá—me anuncié. Y la vi esperándome tras la mosquitera de la puerta de entrada.
Mi hermano tenía razón.
        —Mamá cuando vas a querer deshacerte del árbol, es tan sucio y te da tanto trabajo.
        —Calla y entra hija. Y me besó.
Después de instalarme y cuando estábamos recogiendo la cocina, insistí.
        —El árbol no se toca—, dijo con la firmeza de otras veces. Lo plantó tu bisabuelo, me gustan las moras, da una buena sombra y no da tanto trabajo como crees.
          —Pero mamá, el suelo está siempre lleno de manchas y de hojas, y tu espalda…
        —Hija, cuéntame, ¿vienes para mucho tiempo?— Venga, vamos a ver a tu hermano, Laura está a punto de dar a luz y estamos todos muy nerviosos.
Y ahí acababa la discusión.

Pasaron las fiestas, nació Alberto, me convertí en tía y mi madre en abuela y a mi hermano y a mí nos enternecía verla con el bebé en brazos contándole historias pasadas.
Le hablaba de nuestra infancia, del pueblo, de nuestro padre, de lo bueno y trabajador que era y de la pena que supuso su inesperada desaparición, le hablaba del mar…
Mi hermano y yo nos mirábamos y se nos dibujaba en la cara una sonrisa condescendiente y escéptica. ¿Es posible que no recordara las palizas, las borracheras, las ausencias de meses, las patadas?
Nunca habíamos hablado de ello desde que se fue aquel día lluvioso de últimos de Noviembre, nunca, pero nosotros habíamos visto a nuestra madre desfallecer, flojear con el trabajo, con las secuelas de los malos tratos, con la pena tragada y asumida.

Mi madre murió a mediados de Marzo, perdió las fuerzas y la razón y nos parecía, de repente, una niña frágil y desorientada.
La tarde de su muerte se aferró al brazo de mi hermano y con los ojos fijos en la lejanía y secándose una lágrima inútil con la huesuda mano, musitó con cierta obstinación: —No, el moral no se corta, el moral no, es mío.

Hace ya una eternidad, me parece, que mi hermano, a la vuelta del cementerio y ciego de dolor, sin respetar el deseo de madre, comenzó a levantar las raíces del árbol, escarbaba con cólera y rabia. Yo me fui a esconder mis lágrimas en la pequeña cocina hasta que apareció en la puerta instantes después: —Ven, tienes que ver esto.

Reconocimos los restos de una vieja colcha floreada, reconocimos una chaqueta de pana de color desvaído, un zapato, una piedra. Recordamos, de repente, escenas de miedo, de lluvia, de silencio prolongado.

No vendimos la casa, venimos de vez en cuando. A la vuelta de mis viajes celebramos, bajo el moral, alguna comida con mi hermano y su familia. Ya tienen tres niños.

El moral nos regala una buena sombra, dulces moras y se levanta, contundente y silencioso, guardando el frescor del pequeño patio y el secreto eterno y lejano de nuestra madre.



Poema en reserva para el hijo que duele.


Imagen tomada de la red.

Qué duro es verte así,
zarandeado por tu ayer enemigo,
por tu presente perturbado,
qué duro duele
qué dolor siento
al ver
que niegas la vida
por quién ya ha doblado
la esquina de la tuya.
Todo el dolor que dueles,
todo el amor que llamas
y que impotencia absurda
al verte así,
zarandeado,
por una mezcla cruel de recuerdos
y por una realidad de muerte,
disfrazada de lágrimas.




jueves, 10 de octubre de 2013

Escribo porque...






Me preguntas Haro y te contesto:

Escribo porque nadie en mi familia lo hace, porque tengo recuerdos que he olvidado, por clavarlos en el cuaderno para que no escapen; escribo para recuperarlos y encontrar otros que, a lo mejor, no son míos; escribo porque vivo lejos del mar, porque me acompañas en las tardes largas, escribo porque los cuadernos sin usar me horrorizan, porque tengo miedo a la oscuridad y al silencio.
Escribo porque quiero rescatar lo que he perdido. Escribo porque me río mucho cuando creo que lo he hecho bien y me gustan las historias que me cuento. También le gustan a mi madre y le gustaban a mi tía. Escribo porque es lo primero que deseo al despertarme y porque el deseo me dura todo el día. Escribo para dejar claro que los domingos por la tarde me  producen frío y la hora de la siesta me seduce. Escribo porque quiero que mis hijos me conozcan de otro modo y para esconder entre un poema el secreto de aquel día. Escribo para sacarme la espinita del deseo que no tuve y vadear como pueda la nostalgia. Escribo para creer que todo está arreglado o que falta poco para ello; escribo para no sentir el tedio ni perder las ganas de soñar. Escribo para continuar callada todo el tiempo que pueda y para que tú leas luego mis silencios.
Escribo porque he vivido mucho y porque creo que no he vivido lo suficiente. Escribo para preguntar. Escribo para encontrar palabras nuevas y estrenarlas. Escribo para salvarme, para que me quieras. Escribo para que me leas.
Escribo porque temo a la muerte, al vacío, porque no me encuentro bien. Escribo para saber el final de la historia, para creerme Dios.
Escribo para tener más tiempo.
Escribo para encontrar algún día, entre las palabras, la felicidad.





martes, 8 de octubre de 2013

Hormigas.

"A veces la infancia me envía una tarjeta postal"  Michael Krüger

Iban despacio.
Yo las amurallaba
con mis piernas,
dejando las rodillas
sucias
un poco levantadas,
para proyectar
una sombra de atalaya
sobre su éxodo,
para descubrirles un punto cardinal,
                                                          una meta.
A veces, intentaba ayudarlas,
aunque ellas,
tercas,
eludían mi gesto samaritano.

Iban despacio,
pero la tarde se estiraba paciente
y yo dejaba las rodillas un poco levantadas
                                  para inventar la noche.                                                     



Imagen tomada de la red.

lunes, 7 de octubre de 2013

Efímera, de Rafa Dedi.



Imagen tomada de la red.


Pasaba y, por tenerla, no hice caso.
Dejé, sin darme cuenta, que pasase.
Después, apresurado, llegué tarde,
hallándola en el borde de su ocaso.

Hermosa de vivir ¿por qué te has ido
si no te aproveché ni me avisaste?
Calló, siguió pasando y, al marcharse,
me vi, flor del ayer, envejecido.


Rafa Dedi, poeta y actor 

jueves, 3 de octubre de 2013

Acoso.



Foto tomada de la red.


Viajo bastante. Por trabajo y por placer.
Me gusta moverme, pisar, patear el suelo.
Recorridos cortos o largos. Todo me vale. Acumulo paisajes y sensaciones.
Tomo el coche y enfilo el primer callejón que encuentro y me dejo conducir donde me lleve el camino.
Descubrimientos. Árboles de otros colores y formas. Nuevas aguas.

Hace unos meses me regalaron un GPS. Yo no soy partidaria de nuevas tecnologías, impaciente y nerviosa, no me pliego a las exigencias de esas excitantes, para muchos, novedades.

Fue en un viaje a Córdoba.
La voz metálica y cansina de la mujer me indicaba cuándo “tomar la tercera salida a la derecha en la próxima rotonda” o “seguir la ruta durante 60 Km”.
Muy atenta, me advertía de un “posible radar móvil”.
En el viaje de vuelta ignoré sus indicaciones y tomé otra ruta que creía mejor, la de siempre, soy mujer de costumbres a pesar de todo.
Me pareció que, con voz irritada, me corregía y en una curva noté en mi antebrazo derecho el impacto de una pequeña lluvia de salivilla. Como si me hubieran escupido.
Hasta llegar a mi destino me escupió tres veces más.

Seguí fielmente sus órdenes en el próximo viaje que tuve que hacer a Santander por motivos laborales. La encontré atenta, paciente y hasta cariñosa. Cuando dijo “ha llegado a su destino” intuí incluso una sonrisa amistosa y cordial.

Y no volvió a escupirme más.

Este verano fui a Lisboa a la boda de unos amigos. Me confundí varias veces a pesar de sus indicaciones y, poco antes de llegar, ya de noche, me reprendió. Juro que cuando dijo “ha llegado a su destino” el tono de su voz,  más pausada de lo habitual, era de recriminación, de desaliento, como una madre ante la evidencia de la inutilidad de su hijo.

Me acosa.

Cuando quiere humillarme, hacer patente su superioridad, baja mucho el tono de voz, condescendiente, como disculpando mi torpeza, me susurra la ruta con retranca y hasta creo escuchar al fondo de no sé dónde una risita solapada.

Hay veces que pierdo los estribos y grito y es entonces cuando ella calla, no habla, no habla durante días, me deja hacer, me ignora, pero yo oigo, de vez en cuando, un suspiro de resignación.

Y es entonces cuando siento estos remordimientos que no me dejan vivir.