domingo, 21 de julio de 2019

Domingo, 21 de julio, día mundial del perro.


Haro


Llevaba tiempo pensando en legalizar un deseo, en hacer justicia.
    Y hoy, que se celebra el día mundial del perro, creo que es el momento.
    Hace casi tres años que Haro se fue. Haro era, lo sabéis, mi perro.
   Coincidió, antes de irse, un par de meses con Chewie, que llegó a casa sin esperarle, desorientado y equivocado quizá por alguna lluvia que no procedía, sin avisar y yo, que estaba pendiente de la salud de mi perro, no le hice excesivo caso. Ningún caso. Pero se quedó.
    Se mantuvo en todo momento apartado y silencioso, dejando espacio para que toda la atención fuera para Haro. 
    Haro se fue y Chewie seguía discreto nuestros llantos y mi mirada vacía. Buscando siempre a mi chico en todos los rincones. 
   La misma noche que se fue, mientras amanecía, tiré, rabiosa, su colchón, su traílla y sus juguetes. Guardé los trajes como recuerdo.
    Tuve que comprarle a Chewie armamento nuevo.
   Hace de todo casi tres años. Estoy ultimando mi libro "Haro y yo", con todas las conversaciones y aventuras que compartimos. A últimos de año lo tendréis en las librerías.
   



Haro. Mirándome.

   Y ahora ha llegado el momento de presentar a Chewie como mi perro.     El que  me acompaña en mis salidas a caminar por la avenida, con mis zapatillas de huir; el que espera, paciente y asombrado, a que abrace a todos los árboles tristes de camino; el que se sienta a mi lado en el rincón de pensar; el que me pide con ojos esperanzados que le quiera tanto como a mi primer amor.
   Chewie, a lo largo de estos años, ha memorizado todos los poemas que he escrito y recitado en voz alta. Todos. Y cuando ve a las vecinas y amigos los recita a su vez. Pero mis vecinas y amigos no le entienden y retroceden un paso ante sus ladridos poéticos. Es una lástima. No le comprenden.
    Y se pone triste. Y tengo que llevarlo deprisa a Verdecora para que contemple los cactus y se mee en cualquier sitio cuando nadie le ve y tengo que decirle que le quiero mucho y que ya no  podría estar sin él.


Os presento a Chewie


Chewie, escuchando mis poemas. Memorizándolos.

    Y, en este día de su santo, dejo constancia de todo ello, le presento en sociedad, oficialmente y le ofrezco los trajes de Haro que guardé, aunque, coqueto y sabedor de la belleza de su pelaje, se ha dado la vuelta y me ha traído la correa para dar una vuelta. 
   Y ahora estamos en Verdecora, mirando hacia un lado y otro para dejar un recuerdo de nuestro paso. Le relaja.
    Yo me he comprado un ramo de anastasias y a él un juguete de goma  verde con un pito que le tiene mosqueado.
    Felicidades Chewie. Vamos.

Emoción perfumada sobre la Piel.

Mi amiga, la poeta, escritora y fotógrafa Teresa Sánchez Laguna, de Valdepeñas, me envía este texto después de leer mi último poemario, Piel.  Y yo lo cuelgo en el perchero de madera antigua, en la entrada de mi casa, de este blog que es el vuestro, para compartirlo, para presumir de su amistad.


Eloísa Pardo Castro (Elo para los amigos), es escritora y esposa y madre y abuela y amiga…, una mujer que ha luchado en cientos de batallas y lo demuestran las cicatrices que adornan sus días y pueblan sus noches, pero sobre todo, es una mujer polifacética, capaz de escribir un membrillero de oro, o un trampantojo pletórico de color y sueños, entregándote la esencia de la vida, con un beso impregnado de nitroglicerina en el corazón, sumergiéndote en los pliegues más recónditos de las cicatrices de la piel, ofreciéndose a corazón abierto sin darse tregua ni para respirar. 
Ella es así: impetuosa y reflexiva y le gusta andar descalza sobre brasas heladas y cuando nadie la ve-dice-le gusta pasar los dedos asombrados por todos los cuadros del museo, para sentir el latido de la piel del artista sobre sus manos temblorosas por la emoción y los ojos ávidos, buscando  el alma de quien lo pintó. 
Ella, Eloísa, es así: dinámica y meticulosa, exigente para con ella misma: Necesito respirar con fuerza/ hondamente/ enviar al fondo de mi cuerpo/ todo el aire que se enreda/ en las esquinas de esta casa vacía. Respirar sin tregua. Volar. 
Eloísa, no es solo piel encendida o campana tañendo en los recovecos del alma, ella es carne viva, escudriñando sobre los páramos enardecidos de su ser: pasión y dolor, canción y tristeza, licuado todo ello, en el pentagrama armonioso de sus versos. 
Lleva la palabra impregnada de tinta azul, tatuándole  la piel y las venas. Es una mujer inquieta y creativa, siempre a la “caza” del tiempo que se le escurre como el agua, entre los dedos. Es viento y junco, voz y silencio, es mirada abrazando firmamentos. Capaz de hacer bodoques lingüísticos sin sinalefas, así como un bordado a vainica doble con la piel de los romances. 
Piel, es un poemario que te eriza, que te adentra hasta la médula del sentimiento, que no te deja impasible. Yo me lo he leído a pequeños sorbos para saborear los versos con la intensidad, la pasión y la fuerza que poseen. 
Un lujo tenerlo como libro de cabecera. 
Mi más sincera enhorabuena, amiga. 



Teresa Sánchez Laguna-Valdepeñas 21-7-19 

lunes, 15 de julio de 2019

Y se llevan Piel a ver el mar.






Pasea una amiga mía por la playa. Ha ido allí para encontrar un trozo de paz que se le había extraviado. Me pidió las llaves de El Capricho y se fue para remojar su tristeza en las aguas del Mediterráneo. Para que dejara de escocer. 
   En uno de esos paseos, se encuentra con una mujer leyendo mi poemario, se detiene detrás de ella para asegurarse y, sentándose a su lado, le cuenta que conoce a la poeta, que soy su amiga y que si puede hacerle una foto para enviármela. 

   Desde aquel día, procuran encontrarse en el mismo sitio, han comido juntas un par de veces, se han contado su recorrido, han comprobado que acudieron las dos al mar para encontrar respuestas en el horizonte difuminado de la mirada y han leído juntas los poemas de Piel.
   Y, me dice hoy, que Julia, así se llama la mujer, y ella, han vuelto a Madrid con los restos de arena tatuados en la sonrisa, con otra luz entre los dedos y que, cuando quedemos para devolverme las llaves de mi casa, me entregará con ellas el secreto del resto de sus días.
   Y que me presentará a Julia para que le firme el libro.

jueves, 11 de julio de 2019

Esto es todo, amigos.


Llevo, este mes de julio, luchando con la inercia, con la pereza, con la apatía, la desidia, la desgana, la abulia, la dejadez, displicencia y más sinónimos que no recuerdo ahora. Me tumbo, a lo largo del día, en la cama deshecha, leo, eso sí, estoy leyendo mazo, paseo con Chewie, le hablo de mis proyectos y me tomo una cervecita poco antes de acostarme, ya noche adelantada.
    Y hoy ya es once. Medio mes perdido.
  Me levanto temprano y, con un café, salgo disparada al estudio, enciendo el ordenador, coloco el cursor en la página donde quedó la historia interrumpida el día anterior y, cuando pasan un par de horas, me doy una ducha rápida y me bajo con Chewie a buscar la continuación  perdida por los parques que rodean mi casa. A pedirle respuestas a la mañana.
   Y así desde hace días.
   Y todo por culpa de Ella.
   Así comienza la historia.



En las clases de todo

"Ella es discreta, callada, diligente.
     Algunas veces pregunta cómo se escribe una palabra, tiene una letra tranquila, hace unos pulcros redondeles encima de las íes, es puntual  y las haches la mantienen en un continuo titubeo.
     Participa en todas las actividades que se proponen en clase y siempre, siempre, contamos con su sonrisa.
     A lo largo de los años en las clases de todo de los miércoles no ha faltado ni un solo día. Se sienta en medio de una mesa alargada, enfrente de un rayo de sol que entra, oblicuamente, desde la esquina del aula, que nos reconforta a todos mientras escribimos, mientras señalamos en el mapa los afluentes de un río, las capitales de África o abrimos en canal el libro elegido para tocar las entrañas con las manos.
   Al principio, en aquellas clases que comenzaron una tarde de un octubre ya remoto, acudía a la cita con los estragos de la depresión en todos los movimientos, con su mutismo y su lentitud, pero, poco a poco, se fue integrando en el grupo y todas observamos con alegría que los malos tiempos ya son agua pasada.
     Y hace poco, durante la tertulia que tenemos cuando, a media tarde, nos tomamos un café y la charla deriva hacia nuestras respectivas biografías, a problemas familiares, a los tiempos vividos, a las fatigas que se pasaban en aquellos años difíciles, a los amores que no llegaron a completar el recorrido deseado, a la desilusión de aquel deseo, Ella dejó caer, tímidamente, como disculpándose, la dureza de su vida, la tristeza que la acompañó durante demasiado tiempo, el pequeño diario que llevaba para no olvidar nada de lo que le aconteció, o quizá para enterrarlo al trasladarlo al papel.
     Alguna vez me pidió que la ayudase a pasarlo a un soporte más sólido. Que quería ofrecer su historia a sus hijos para que la comprendieran. Que quería esconderla, para siempre, hacerla historia.
   Yo no tomaba muy en serio su propuesta, porque, ¿qué vida no esconde una novela, una epopeya, un largo camino a Ítaca? Creemos que la nuestra es especial, pero es una idea errónea y soberbia. Tanto escondite puede haber en cualquier ser humano, en todas las vidas.
    Y me hacía la sorda y le daba largas.
    Pero, aquella tarde, recogí el guante.
   Me trajo, a la semana siguiente, una carpeta con una treintena de folios cuadriculados, escritos por las dos caras con bolígrafo negro y letra apretada.  Contenían parte de los recuerdos que le mordían el alma, apuntes que había ido registrando por si el olvido se instalaba en su mente. Me ofreció la carpeta con los folios manuscritos y me permitió bucear en ellos para extraer la historia de su vida.
    Y aquella misma noche, dejando a un lado el poemario que estaba acabando de corregir, me dispuse a leer las notas de Ella".

    Y ahí comenzó mi zozobra.
    Voy a pasear con Chewie.
    Otro día huero.



















sábado, 6 de julio de 2019

Esto es todo, amigos.


   



Anda últimamente algo perdida, han sido muchas emociones en poco tiempo y, aunque ella tiene su vida llenita de contratiempos y épocas oscuras, o sea que está curtida a base de bien,  no entiende la extrema sensibilidad que la envuelve ahora.
  Tiene demasiados años, tres hijos, cuatro nietos, un marido, un perro, tiempo para hacer lo que siempre ha querido y buena salud. Es alegre y lleva sombrero.

   Asiole lleva publicados tres poemarios y un libro de relatos que están gustando mucho, está relativamente satisfecha, ha sido abuela, tal y como cuenta un poco más arriba y vive en una ciudad verde y soleada, que la conoce y la quiere.
    Lleva unos talleres de escritura creativa, clases de alfabetización a mayores, organiza miles de encuentros poéticos y lee todo lo que pilla. A todas horas.
    Camina a diario con sus zapatillas de huir y abraza todos los árboles que se lo piden.
   Asiole duerme mal.
   En las largas noches de insomnio pergeña poemas, escucha la radio, dibuja, pasea por el salón como alma en pena y le cuenta a su perro el comienzo de su novela y versos largos.
   Podríamos decir que Asiole es feliz.

   Pero nuestra amiga ha contraído hace ya casi un año una doble enfermedad: el miedo y la tristeza.
   Vamos a ver tontorrona, se dice nuestra escritora, mirándose al espejo del cuarto de baño, ¿pero, qué te pasa, a estas alturas de la película?
   Y le pasa, lo sé, porque la conozco bien, que tiene miedo al paso del tiempo, que cree que se le ha quedado algo, mucho, en el camino, que no le va a dar la vida que le queda para todo lo que desea, que teme que la novela no avance, que le faltan muchos vinos por probar, libros que leer, países que recorrer y miradas con las que cruzarse.
   Le pasa que ahora, con la madre muerta, es ella la que ha dado un paso al frente y la que tiene en sus manos el timón del futuro, que ya no tiene a nadie detrás para apoyarse. Que les quedaron a las dos conversaciones pendientes.
   Y Asiole, escribe. Escribe esa novela de la que conocemos el comienzo y que espera acabar antes del próximo cumpleaños.
   Escribe historias en las que conversa con su madre, en las que su marido es diplomático y viajan constantemente, de un paisaje a otro; que se baña en varias aguas, siempre diferentes, tal y como vaticinó Heráclito; que su marido la hace reír; que le sobreviene una aventura; que contempla, desde algún porche de alguna cabaña, de algún bosque, la otra cara de la luna, escribe…
   Mira a su marido dormir plácidamente, todos los días, en el sillón amarillo de la sala, le contempla dormir despreocupado por las noches durante ocho interminables horas, le ve dormitar antes de la comida y después del café, a media mañana.
   Ella no puede.

   Un día, cuando despertó, de una de esas duermevelas, entre cabezada y cabezada, nuestra amiga Asiole, le miró y le dijo muy lentamente: Cuando uno de los dos muera, yo me voy a ir a Italia.
   Recordó esta frase de un cuento breve de la Mastretta y le vino al pelo.

   Y entonces Asiole se recostó en el sillón de flores diminutas, se acomodó en la espalda un par de cojines granates, cerró los ojos y notó, no me lo supo explicar bien, cómo, de repente, se le escapó el miedo por alguna esquina del salón y le sobrevino la alegría.





viernes, 5 de julio de 2019

Esto es todo, amigos.




Hoy me han dado la última sesión en la consulta del fisio. En la rodilla. No se ponen de acuerdo si es artrosis o tendinitis ansarina. A mí, particularmente, me gusta más el último diagnóstico. Es más poético.
   Antes de despedirme, me han dado una goma, roja y muy resistente para que la anude en mi silla, (le he dicho que soy escritora y que me paso unas ocho horas sentada), y vaya haciendo ejercicios, balanceando la pierna, delante y atrás, para fortalecerla. He puesto cara de obedecer, pero no lo voy a hacer. Intentar acabar la novela y, al mismo tiempo, forcejear con la pierna perjudicada, está fuera de mi alcance.
  Al pasar por mi cafetería amiga, me he sentado en la terraza y he pedido un café. Me he dedicado a mirar. La calle, llena de verano; una chica joven, con pantalones cortos, mínimos y una coleta escandalosa, que bautizaba la acera como un hisopo alegre, paseando un perro, también mínimo y con manchas de dálmata; Paula, la mujer de los frutos secos, sacando las plantas al frescor de un amago de sombra; mi vecino del quinto que me recuerda que a las ocho de la tarde cortarán el agua un par de horas; el repartidor de helados...
    Allí, en aquella mesa, hace un par de años tomábamos una cerveza mi madre y yo. Lo hacíamos a menudo. 
   Desde entonces han ocurrido cosas que quiero contarle, cotilleos de familia y la llegada a casa de dos nietos. De repente, me entran unas ganas enormes, feroces e irracionales de contárselo.
   Una impotencia. Un ahogo.
   Floren, el dueño del bar, se acerca a la mesa, secándose las manos en un paño de color desvaído. -Señora, me estoy acordando ahora mismo de su madre, de cuando tomaban el aperitivo.
   Ahora estoy en casa. Sentada a la mesa de mi estudio y con la goma roja, anudada a la pata de la silla y ovillada en el suelo, inservible, tímida, derrotada.
   Me he servido un culín de vermut con unos pistachos. Escribo cualquier cosa, escucho a Cohen y pienso ir, cuando se rinda un poco el sol, al cementerio a contarle a mi madre las novedades, lo guapos que le han salido los bisnietos, que he publicado un nuevo libro, que me pongo su camisón, lo que la echo de menos.