miércoles, 29 de abril de 2020

Paréntesis de ceniza y niebla


Ya no estás más a mi lado, corazón,
en el alma sólo tengo soledad…

Estoy bailando con mi perro.
Esta mañana me he levantado
de esa manera.

Se resiste, retorciéndose,
elude mi abrazo obsesivo
y quiere lanzarse al vacío
de la libertad.
Como el amante que huye
cuando el lazo se estrecha demasiado.


Ahora es el gato el que acompaña mi nostalgia,


Siempre fuiste la razón de mi existir,
adorarte para mí fue religión…


Y acabo el bolero sola,
y con los rasguños del rechazo
en los brazos extendidos.


(De Paréntesis de ceniza y niebla)

martes, 28 de abril de 2020

Paréntesis de ceniza y niebla


Cuarenta y nueve días sin sombrero,
sin ponerme tacones ni los pendientes rojos,
sin perfilarme los ojos de audacia
y derrochar tras la nuca mi perfume caro.
El espejo me pregunta qué pasa con mi pelo,

desordenado de lunes y palabras,
y me devuelve la imagen de una mujer madura,
que hace muecas y se estira las sienes con los dedos.
Ahora ensaya una sonrisa, ahora un guiño,
se palpa los pechos y se acaricia el vientre.

Cuarenta y nueve días y un sombrero nuevo,
escribo ahora en el cuaderno más hermoso
y muevo los tacones a ritmo de un bolero
mientras pienso en tu boca
olisqueando mi nuca,
desahogando los botones de mi blusa ofrecida
y apartando las dudas
con tus dedos de magia.

Y acabo este poema con el rímel corrido,
y el gozo saciado de nuestras noches largas.

domingo, 26 de abril de 2020

Destellos






Contemplo desde mi atalaya,
la pesadumbre del cedro.
Dos enormes nidos le hacen inclinarse,
sumiso, hacia su derrota.
Rama a rama, las cotorras argentinas
han construido allí su hogar.
Mi vecino del quinto las mira,
bamboleando su enorme cabeza
de bruto declarado.
Su señora, como él dice,
ha huido con su mejor amigo.
Y mi vecino, en un ataque de lucidez,
le asocia a esos demonios verdes
que, con su penetrante reclamo,
se ha llevado a su gorrión.

sábado, 25 de abril de 2020

Destellos





Ayer volví a enamorarme.
Fue al caer la tarde,
cuando saqué a pasear a mi perro.
Voy por veredas desiertas,
porque no me gusta encontrarme con nadie.
Es que es mi momento de pensar.
Venía en dirección contraria.
Con un perro de la misma raza que el mío:
un pomerania.
Moreno, alto, guapote,
me refiero al hombre.
Al cruzarnos, estallaron,
en la agonía de la tarde,
simulacros de otras vidas.
Podríamos haber sido felices.
Juraría que él se alejó
pensando lo mismo.



Destellos



Ese instante
en que te quedas pensando
en nada.
Totalmente ausente,
con la sartén en el aire,
antes de dar la vuelta
a la tortilla.

La vuelta a la tortilla.

Desde mi ventana




Se colocan en fila india,
pero como si estuvieran enfadados,
se apartan con disimulo
cuando pasa el vecino
con la compra hecha.
Vigilan la ausencia de mascarillas y guantes
y giran la cabeza
para evitar el saludo.
Deberíamos estar celebrando la primavera,
clavándonos en el pelo alborotado
amapolas febriles,
olfatear la carcajada de la hierba,
estrenar un nuevo escalofrío,
pero estamos escondidos,
paralizados y sumisos,
por un tal Covid-19
al que apenas conocemos.

Momentos




La veo todos los días,
en la misma mesa

del bar donde desayuno,

siempre leyendo.
Unos ochenta años,
collarcito de perlas.
De vez en cuando levanta
la mirada y se queda ausente.
Esta mañana, me he sentado delante,
para que, cuando lanzara su nostalgia,
se encontrara con la mía.

viernes, 24 de abril de 2020

Veinte años



Tienes veinte años,
los cumpliste ayer,
con un soplo a la tarta
y veinte deseos,
con los ojos cerrados.
Con los ojos cerrados,
ése fue el error.




domingo, 19 de abril de 2020

Querida poeta, capítulo dos.



...son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece.



Querida amiga:
     “Nadie es más solitario que aquel que no ha recibido nunca una carta”, eso es lo que dijo Elías Canetti, y a mí, que aquí estoy sin haber recibido ninguna, se me quedó la frase vagando por los rincones del pensamiento.
    A veces esa carencia epistolar se perdía por algún recodo de la memoria, pero volvía de nuevo a instalarse entre mis ojos, cuando alguien mencionaba la propiedad de la sempiterna caja llena de misivas antiguas de algún amor o de un amigo lejano, envueltas todas ellas en el obligado también lazo de colores imposibles.
    Te lo comenté un día a poco de conocernos y nos miramos un instante, pensando las dos cómo se podría remediar esa orfandad, solucionar ese vacío tan simple pero que tan obstinado y terco rondaba por mi cabeza.
   Comenzamos, de ese modo, un intercambio epistolar, sin ninguna meta prefijada, sólo para remediar esa carencia que me tenía algo obsesionada.
    Tus cartas llenarían esa caja que guardaba, vacía y expectante, en el último estante del armario de madera oscura que trajo mi tía Ana Luisa de Venezuela, como regalo de boda con mi tío Sebastián y que yo conservo.
    ¿Recuerdas?, andábamos las dos buscándonos a través de las redes sociales, siguiendo el duro trabajo de colocar las palabras en el hueco preciso que ambas amamos tanto hasta que, con motivo de la presentación de tu novela en el centro donde tengo mis talleres de escritura, nos pudimos abrazar.
    Nos intercambiamos nuestros libros publicados como las parejas intercambian los anillos de   compromiso.
     Y eso fue lo que adquirimos esa tarde de lluvia y otoño, una alianza para siempre. Dos mujeres manchegas, contadoras de historias, con un largo recorrido vital posado en los hombros, con flores de muchas mañanas tatuadas en el dorso de las manos, con los dedos manchados de tinta y el olor del fuego en las esquinas de la boca.
    Y aquí estamos, intercambiando vida desde estas cartas que nos enviamos con la regularidad que podemos, llenas de historias y de miedos, de proyectos e ilusiones, de deseos y de trampas para engañar al tiempo, para estirarlo y disfrutar más de los cuentos, de la lluvia y de la poesía.
     Cuando bajamos Chewie y yo a pasear la mañana, miro con disimulo la ventanita del buzón para encontrarte; mi perro también se ha hecho eco de mi espera y ladra al cartero cuando lo ve pasar de largo ante la puerta.
¿Me contarás en tu carta cómo va la nueva novela?
¿Nos encontraremos en la próxima presentación?
Dime cómo estás.
Un abrazo amiga.
Ya es primavera.

10 de abril



Todo esto escribí en aquella primera carta. Tergiversando un poquito la realidad, como corresponde al oficio.
   A partir del día siguiente, ya abría el buzón con los nervios de una quinceañera. A partir del día siguiente, lo habéis leído bien, ya esperaba encontrar la respuesta. O sea, que mi carta ni siquiera debía haber llegado a su destino. Mis nervios, digo.
   Abrí el buzón por la tarde. Por si acaso, pensé.
   Me hice la dura y no lo volví a abrir hasta el mediodía del día siguiente. Creo que era sábado y seguía lloviendo.
   Bajaba al perro cuatro o cinco veces nada más que para abrir el buzón y meter medio cuerpo dentro por si el sobre se hubiera enganchado en algún sitio.

   Y pasaron quince días.
   Quince días de pena y ansiedad. No sabéis lo que es eso. No se lo deseo a nadie.

   Y por fin...

viernes, 17 de abril de 2020

Regalo de una amiga.


Esta mujer de rosa, con la que coincidí hace un año en un encuentro literario, me ha regalado, en este viernes abrileño y sumiso, su sonrisa, su amabilidad y su cariño. 
   Y yo la espero en otro cruce de caminos para abrazarla sin miedo.   Gracias, suerte y vamos a continuar caminando.




Querida poeta


“A veces llegan cartas con sabor amargo,
con sabor a lágrimas,
a veces llegan cartas con olor a espinas,
que no son románticas,
son cartas que te dicen que al estar tan lejos,
todo es diferente,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el amor se muere.
A veces llegan cartas que te hieren dentro,
dentro de tu alma.
A veces llegan cartas con sabor a gloria,
llenas de esperanzas,
a veces llegan cartas con olor a rosas, que sí
son fantásticas.
Son cartas que te dicen que regreses pronto,
que desean verte,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece”.




Amable lector, te explico:
   Una noche, en el silencio de mi estudio, cuando me detengo en esa hora loca en la que busco, en la que, casi siempre con una cerveza, me resisto a dejarme caer en el sueño, en la que me entran las prisas por tener prisa, el azogue por recuperar el tiempo perdido, por vencer, me puse a escribir sin orden ni concierto. Sólo para darle gusto a los dedos que hormigueaban sin parar. Tiranos que me obligan, un día sí y otro también, a sentarme y dejarme llevar por sus deseos. Apuré la cerveza y me puse a escribir sin mirar siquiera al teclado. La verdad es que estaba un poco achispada y salió lo que salió.
   Nadie me había escrito nunca una carta en mi juventud. Ningún enamorado, ningún amigo o amiga, un anónimo, nada.
      Esto fue lo que me vino a la memoria aquella noche. 
      En mala hora.
  Cuando surgían conversaciones en los tiempos posteriores, últimamente, o sea ahora, todas, todas, te lo digo amigo, todas las mujeres que conocía, las que compartían los talleres de escritura, o de las clases de todo que dirigía, las vecinas, las amigas íntimas, las conocidas, todas, te vuelvo a repetir, tenían en su casa, al fondo de un armario, una cajita atada con una cinta, casi siempre de color rojo, en la que guardaban, como oro en paño, las cartas que le habían escrito el enamorado de turno, el novio oficial, el marido. O incluso las de alguna amiga de la infancia que emigró a otro lugar, o una maestra con la que mantuvo una relación especial. En fin.
    Yo no tenía una caja así.
   Y no me sentía especialmente desgraciada ni solitaria, tal y como decía Elías Canetti en su famosa frase: “Nadie es más solitario que aquél que nunca ha recibido una carta”. Ni mucho menos.
   Bueno yo era, soy, más bien solitaria, pero de buen rollo, es decir, me gusta mucho la soledad, estar sola, tener mi momento, pero también soy extrovertida y relativamente sociable, alegre, marchosa, pero que no me quiten mis instantes de estar conmigo misma. Mis instantes de introspección.
   Y, bueno, fueron tantas las ocasiones en que tuve que escuchar el tema de la caja con las misivas durmiendo el sueño eterno dentro de su vientre, que me entraron unas ganas urgentes de no ser menos.
   Ni Dios puede cambiar el pasado, dicen. Pues yo lo iba a transformar. En casa tenía una caja, bueno tengo muchas cajas. Elegiría la más hermosa y la preñaría de cartas.  No le iba a poner ningún lazo. Demasiado cursi y fuera de tiempo.
   Mi caja es grandecita, de cartón fuerte, decorada con esos angelitos tan famosos que contemplan a Santa Bárbara en el cuadro de Rafael, la Madonna Sixtina. Esos angelitos pensantes que están hasta en la sopa.
   Y vacía.
   Por poco tiempo, me dije a mí misma.
   Todo esto lo pensé en aquella noche de insomnio. Histérica. Llovía con ganas. Me acosté.
    Casi no pude dormir, como un niño impaciente en la noche de Reyes. Y, al día siguiente, ya estaba pidiendo, en las redes sociales y de palabra, escribidores a diestro y siniestro.
   Y sin ponerme colorada.
   Incluso se me ocurrió un proyecto. Por si tenía pocos.
   Se lo expuse a varios amigos escritores. Todos hombres. Lo veía más normal. No serían, en este caso, cartas de enamorado, pero sí de alta literatura.
   Todos se rajaron. No lo veían. Vamos que se rindieron antes de empezar.
   Me pasé a las mujeres.
   Sólo una respondió, muy ilusionada con la idea que le proponía.
   A saber: un intercambio de cartas. Como escritoras. Una carta a la semana. Decidí que ése era un lapso de tiempo correcto, prudente, sería un buen entrenamiento para el oficio, nos conoceríamos más, luego, si con el tiempo conseguíamos un material importante, podríamos incluso plantearnos la publicación de un epistolario guapo y, sobre todo, mi primer interés, mi meta: que yo llenaría mi caja de los angelitos. A tope.
   En medio de esa voracidad en la que estaba metida, aquella misma noche escribí la primera. Y se la envié a mi amiga al día siguiente.
   Ipso facto. Y creo que me quedó chula. Mirad:

(Del proyecto Querida Poeta) Continuará...

jueves, 16 de abril de 2020

El ruido del silencio






Son más de las doce de la mañana y llevo ya un par de horas mirando la pantalla del ordenador. Totalmente bloqueada.
    Anoche acabé de corregir el poemario. Una vez más. Se llamará Piel y contiene un recorrido por toda mi vida, por las diferentes fases en las que la tangente de las vueltas de la esquina clava su punto y aparte. Un poema para cada cruce de caminos. Me gusta bastante el resultado y lo quiero publicar para la primavera próxima. Pero el trabajo de corrección es tremendamente tedioso y cambiante. Una mañana, al leerlo, no veo ni una coma fuera de su sitio, otras, esa misma coma no encuentra su lugar, el final de algún poema me parece inadecuado y la obra, en su casi totalidad, no creo que amerite su publicación.
   He añadido, al final del poemario, un capítulo que no estaba previsto. Lo he titulado Noches de lunas menguantes y son cinco poemas dedicados a mi madre, cinco recorridos por el proceso de su enfermedad y muerte. Un anexo que no me hubiera gustado incluir, pero que lo he creído necesario, porque mi orfandad daba un rumbo diferente al trayecto de ese poemario, un giro inesperado que me dejaba, como digo en uno de esos poemas, al frente, en primera línea de combate.
Mi madre ha muerto. / Ha dejado su silla vacía/ y suelto el timón de la nave. / Yo he tenido que dar un paso al frente/ para ocupar su lugar. / Ahora soy ella, / la mano que cierra las puertas con sigilo/ y mantiene la cama limpia/ para el cansado. / La que vigila el lazo, tan frágil, / que anuda las miradas/ y las manos extendidas. / La que oculta un desaire/ y realza el valor de su tropa. / La que finge fortaleza/ y espera algún beso rezagado, / un abrazo caliente y espontáneo. / Tomo el timón con temor de novata, / recordando las instrucciones de ruta, / dónde están los escollos y las aguas bravas, / para que la nave surque los mares en calma, / capeando, achicando, / guardando, sin que se note, / en la sentina, / las mañanas frías y las noches de tormenta, / la barquita heredada. / Mi madre ha muerto. / He dado un paso al frente. / Ahora soy la primera en la línea. / Detrás, todos los que somos, / los que vendrán, / los que fueron, / todos. / El viento se cuela entre las velas/ de todos los jueves, / y, aunque la vida sigue, ajena a los bandazos, / el timón está firme. / La cama limpia. / La puerta abierta. / Otra travesía comienza. / Todos a sus puestos. / Sin perder de vista el faro/ ni el horizonte.
   Dejo el borrador sobre la mesa, aliviando el pellizco de dolor que no se acaba de alejar del pecho con caricias de mis manos abiertas, consolándome a mí misma. Enciendo una de las velas que siempre me esperan sobre la mesa y me dedico a la novela que tengo en mente, esperando que cuando lo retome tenga las ideas más claras. Que confíe más en mí.
     Mi librero, Fernando, insiste desde hace tiempo en que tengo que meterme de lleno en la escritura de una novela. Le digo que soy más de poesía y de relato corto. Cada uno es cada uno. Y le recuerdo el éxito de Galería de trampantojos, mi libro de relatos.
      Una novela, una novela ahora, vamos ponte con ello, me dice.
      Y en ello estoy. Bloqueada. Metida hasta la cintura en un terreno de arenas movedizas, de las que no tengo ni idea de cómo salir.
     Ya tenía, antes de que él me dijera nada, un pequeño borrador, unas cuartillas, muchas, escritas a mano; un par de cuadernos llenos, sin orden ni concierto, de esbozos, sentimientos e historias que fui anotando durante las prolongadas estancias en el hospital, durante los largos y repetidos ingresos de mi madre, las notas que escribí al poco tiempo de morir y las que estaba escribiendo cuando visitaba su casa, para desalojarla y ponerla en venta.
     Le había puesto incluso un título a todo ese batiburrillo de ideas y confusiones, a ese germen de novela inexistente. Siempre, en todos mis libros, el título es lo primero que me viene a la cabeza, como si, sin este requisito, no pudiera comenzar a desarrollarla.
      El ruido del silencio, será el título y, como todos los títulos de mis libros, se configuró, de repente, en lo alto de la pantalla, allí en medio de la hoja en blanco, presuntuoso y ofrecido, y ya no soy capaz de encontrar otro mejor. Ni hago nada por cambiarlo.
     La llevo muy adelantada, mentí a mi amigo librero. Y ahora, tenía que ver cómo salía del atolladero.
     Llevaba ya más de dos horas y un par de cafés, leyendo, una y otra vez, el comienzo que había escrito meses atrás:
     “El 6 de diciembre murió mi madre. Al día siguiente, después del entierro, en la puerta del cementerio, mi nuera tuvo los primeros dolores de parto.
     El día 8 nació mi primer nieto, Eneko.
     El 27 del mismo mes, vino al mundo mi nieta, Martina.
     Unas semanas después, mi tío Sebastián, revolviendo en un viejo baúl del desván de su casa, descubrió unos diarios. Tres cuadernos de tapas verdosas llenos de una letra picuda y apretada. Con la firma de mi bisabuela Eloísa.
     Todos creíamos que era analfabeta.
     Después de leerlos ha creído que debía tenerlos yo.
     Hoy, ya febrero, ha venido a traerlos. Me ha recomendado, con un cariñoso abrazo, que los lea con calma. Regresa a Caracas en unos días.
     Tengo delante una taza de café demasiado caliente. A mi lado, Chewie, mi pomerania, duerme apoyado en mi pierna. Estoy leyendo los diarios de mi bisabuela.
     Descubriendo.
     El café ha dejado de humear, mi perro hace rato que se ha ido a deambular por los pasillos. 
   Y yo ando perdida por unos senderos que desconocía que hubieran existido”.
  
    Tal y como me pasa siempre cuando releo lo escrito, paso por momentos de euforia y de desasosiego e impotencia. Ayer me gustaba este comienzo. Un comienzo como otro cualquiera. Ahora me parecía flojo y sin sustancia.
   Siempre la misma angustia, la cara escurridiza de la escritura. La inseguridad constante.

     Para airearme un poco, bajé con Chewie a pasear y a comprar el pan. El cielo estaba tan oscuro como mi lucidez y, cada poco, se descolgaba una gota de lluvia, primero, tímidamente, pero cuando dimos la segunda vuelta a la manzana, la lluvia se había desprendido de su vergüenza y caía con fluidez y descaro. Me refugié en la panadería.
    Encontré a Silvia limpiando los cristales del mostrador.
    — ¿Cuál probamos hoy? —, fue su saludo.
   —–No tengo ganas de pensar—, dame una chapata.
     Hace unos meses hizo una pequeña reforma en el establecimiento: pintura de colores cálidos, con una cenefa a media altura y unas lámparas de techo de hierro negro que dan al local la sensación y la alegría de una sala de baile.  Me quedé maravillada ante el expositor de madera que puso para colocar el pan, con aquella enorme variedad, y me propuse probarlos todos. Llevo incluso un cuaderno con los apuntes y características de cada uno de ellos: pan gallego, rústico, de centeno, las hogazas de espelta, sarraceno o bregado. Una locura.
     El local tiene ahora un aire parisino que me tiene enamorada; siempre me han gustado las boulangeries-patisseries de París, suelo comprar las baguettes, cuando voy allí, en Le Grenier à Pain, en Montmartre, y, cuando Silvia abrió de nuevo la panadería después de la reforma y entré, me recordó aquel olor y aquella belleza. Silvia también es una enamorada de París, ha viajado allí en múltiples ocasiones, y ahora está planificando un viaje en familia a la India, su otro amor.
    Es una mujer menuda, decidida, muy morena, con una coleta alta y bailona, casada y con dos hijos que la ayudan en el negocio cuando tienen tiempo libre o en vacaciones. Ahora está estudiando chino. Tiene debajo del mostrador los apuntes para repasarlos entre cliente y cliente y cada vez que voy, si no hay nadie, me descubre las diferentes maneras de saludar en ese idioma, juntando las manos y con una ligera inclinación de cabeza. Su marido trabaja en un ministerio, no me preguntéis cual.
     Hablamos un poco de mi novela y de la película que pusieron anoche en la televisión, Cisne negro, estuvimos de acuerdo las dos en la maravillosa interpretación de Natalie_Portman, su entrenamiento previo sobre ballet, la preciosa banda sonora y los laberintos que se pueden ocultar en la mente humana.
   Le pregunto por su madre y me contesta que su hermano la traerá por la tarde. Me gusta, cuando voy a por el pan, ver a doña Pura sentada al fondo de la tienda, en su sillón de mimbre y rodeada de media docena de aspidistras.
     Dejo a mi panadera sacando al mostrador unas bandejas de pastas de té y pequeños croissants y donuts de diferentes sabores, saluda con la mano a mi perro que asoma la cabeza por la puerta esperando algún regalo y me desea suerte con la novela.
    Me ofrece un paraguas, pero mi casa está cerca y no me importa mojarme. A Chewie no le gusta tanto, pero luego disfruta revolcándose en la toalla que extiendo en el pasillo para que se seque.

  ¿He notado a Silvia algo ausente, o es fruto del caos que revolotea por mi cabeza?