lunes, 30 de septiembre de 2013

En paliativos.


Para V. que me dejó recuerdos, miradas y sensaciones que perdurarán.

  

Hoy comienza la primavera. Me lo ha recordado Merche, la enfermera de las mañanas cuando ha arrancado la hoja del calendario, un gran taco colgado cerca del televisor y que me ofrece todos los días, — ¿La quieres Eugenia?
— ¿Qué dice la frase?— le pregunto.
—“Comete tres veces el mismo pecado y acabarás por creer que es lícito”, — es un proverbio judío.
—Vaya, no está mal. Llévatela tú hoy.
Se la guarda en el bolsillo del uniforme. Nos repartimos las hojas según nos guste la cita que figura en ellas o el tipo de pasatiempo que haya en el reverso.
Es una mujer de casi cincuenta años, grande, con el pelo muy corto teñido de naranja y con todos los dedos llenos de sortijitas.
— ¿Y qué tal estamos hoy Eugenia? ¿Te has terminado el desayuno? ¿Te duele algo? ¿Nos bañamos?
Así es ella, todas las preguntas seguidas, correlativas, sin esperar ninguna respuesta.
Ya se ha ido.
Me doy la vuelta y miro la ventana, los cristales, las ramas del magnolio que conversa conmigo todos los días y las copas de otros árboles que no sé de qué tipo son.
Y las nubes. Y el cielo azulito y limpio. Insensible. Inconmensurable.
 La doctora me dijo ayer que una semana. Que, como mucho, una semana.
En la repisa, dos jarrones pequeños con unas rosas amarillas en uno y un capullito blanco de mentira en el otro. Las rosas me las trajo mi hijo Julián y el capullo de mentira mi amiga Pilar que vino ayer a las siete y a las siete y cuarto seguro que ya estaba cogiendo el autobús. Visto y no visto.
Reconozco que no es agradable visitar a alguien que se está muriendo y que lo sabe. ¿Qué se dice en estos casos? ¿De qué se habla?
Miro la bandeja encima de la mesita todo uso del hospital, me he dejado un par de galletas del desayuno y entre la servilleta, deliberadamente arrugada, he escondido la pastilla de las mañanas. Hoy no me apetece tomármela. Puedo controlar el dolor.
Y no, hoy no me bañan. No me lo pide el cuerpo.

Con el mando de la cama elevo un poco el cabecero y me acomodo como puedo la almohada en la espalda. Tomo el libro que espera junto a la bandeja.
Memorias de Adriano. Tellus Stabilita: “Mi vida había vuelto al orden, pero no así el imperio. El mundo que acababa de heredar semejaba a un hombre en la flor de la edad, robusto todavía aunque mostrando a los ojos de un médico imperceptibles signos de desgaste y que acabara de sufrir las convulsiones de una grave enfermedad”.
Ya viene otra vez Merche.
—Eugenia, la inyección.
Y yo, como ayer, levanto la palma de la mano en ademán de guardar las distancias.
—No Merche, nada de inyecciones, por favor.
Y mi enfermera del pelo naranja fuerza una sonrisa cómplice y retira la bandeja.
Antes de entornar la puerta le pido que me de las hojitas del calendario los próximos días.
—Después— añado con mi mejor sonrisa—, todas serán para ti.
Observo que duda un instante, le bambolea un poco la bandeja, se muerde el labio inferior y cierra la puerta con mucho cuidado.

Vuelvo al libro que se abre por las últimas páginas: “Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…”

Hoy comienza la primavera y el magnolio intenta decirme algo con sus roces insistentes en los cristales.
Y yo miro el magnolio y el cielo y las copas de los otros árboles que no conozco y las nubes y creo que veo, allá, a lo lejos, muy lejos, la línea curva y salina del mar.

Jueves 18 de Abril de 2013.

Imagen tomada de la red.

jueves, 26 de septiembre de 2013





He cruzado el desierto
muchas veces.

He muerto de sed
y de esperanza.

He llorado poco,
para no perderme el sol
de medianoche.

He caminado por noches blancas,
arribado al nuevo día
derrotada y sonriendo.

¿Ya estás levantada?
¿Adónde vas?

Vengo del desierto,
llevo horas caminando.

Me perdí
y tengo sed.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Vuelta a la monogamia.





Estaba haciendo un trío.

El hombre duplicado de José Saramago, un libro de poemas de Sagrario Torres y Grandes pechos, amplias caderas de Mo Yan.
Tonteaba entremedias con unos cuentos de Chéjov.

Pero me di cuenta que no podía seguir así.
No me concentraba con el Estremecido verso de la poeta manchega, me bailaban, iguales, los personajes de la dinastía china en la novela de Mo y repetía, distraída, los cuentos.
El hombre duplicado me exigía fidelidad absoluta.
Toda mi atención.

La estructura de la novela, las frases largas, el narrador omnisciente que mueve unos hilos invisibles de los que no se consigue escapar, la falta de los signos conocidos del diálogo que reclama más aplicación de la normal, el dilema humano del ser único, la crisis de identidad ante la evidencia de un sosias que desequilibra la rutina, los miedos del existir.

Pasé por diversas fases. Tomaba, tozuda, uno u otro por ver si podía continuar con el exceso, con la diáspora.
Pero Saramago ganó. No lo dejé. 
Continué con él.  Sólo.
Hasta el final sorprendente.

Fue difícil a ratos, aunque acabó bien. Tanto, que, al cerrar el libro, recomencé a leer las primeras páginas, para comprenderlo mejor, para saborear el idilio.

He dejado pasar unas horas antes de emprender una nueva aventura. No quiero aquellas viejas amistades por ahora.

Me voy un par de días con Plenilunio. Antonio Muñoz Molina tiene la culpa.
Ya os contaré.


sábado, 21 de septiembre de 2013

Esperando el verano.


 Foto tomada de la red

Tienes la edad que te suponía. Diecisiete años. Lo supe ayer, cuando pasaba delante de tu grupo de amigos, sentados todos en el banco del parque que separa nuestras casas; se cruzaron tu saludo y el cumpleaños feliz de tu gente. Sonreíste, quizá un poco avergonzado, y alcancé a oír antes de dar la vuelta a la esquina, joder Alberto que ya vas para viejo, diecisiete años, ya te vale.

Hace un par de años que me fijé en ti.  Al salir de casa te veía en el banco del jardín con tus amigos, tú siempre de pie, tanteando un balón, apoyado en tu bici o fumando un canuto, dirigiendo, la mayoría de las veces, vuestra próxima maniobra, a dónde ir de marcha. Se veía que eras el líder, el descarado, el ligón, el chulo. Te he conocido al menos tres o cuatro chicas agazapadas bajo tu brazo o detrás de ti, un poco sumisas y contentas de que el machito del grupo les haga el honor.
Eres un chico callejero, debes ser mal estudiante, buen hijo, tierno, lo he visto con tus mascotas, decidido y un poco malote.
No hace mucho que, con motivo de una pequeña pelea de nuestros perros, comenzamos a hablar, desde entonces me saludas; cada vez que nos cruzamos separas un poco la mirada de tus amigos y me sonríes levemente, un buenas o un qué hay te bastan. Yo te digo siempre hola con mi mejor sonrisa. La que tú me inspiras.

Diecisiete años.

A mi perro le gusta jugar con el tuyo, se han hecho amigos después de la primera impresión, mueve el rabillo cuando le ve y a mi me gusta oír tu saludo y tu pose de impaciencia mientras dura el breve encuentro de los chuchillos.
No hablas mucho. Es normal. ¿Qué le podrías decir a una señora de… cuántos años me echarás? ¿Lo has pensado al menos?

Queda poco para el verano. En ese restaurante francés que pusieron hace poco en el bulevar, cerca de nuestras casas, cuando llenen la acera de mesas y sillas para que el calor y la vida nos cubra por entero, me sentaré a tomar una cerveza y a leer algún libro de poemas.
Cuando pases, cuando pases algún día con el canuto en una mano y un futuro inmenso escondido en la otra, cuando dejes caer sobre la tarde tu saludo, te invitaré, te ofreceré una cerveza, te pediré que me acompañes un rato, cerraré el libro para no asustarte y avanzaré la silla para evitar la excusa.

Queda poco para el verano, mientras tanto deja que nuestros perros se conozcan un poco más, llevaré en los bolsillos una golosina para ellos, te preguntaré el nombre del tuyo la próxima vez y te diré que el mío se llama Haro “con h”, y reirás y te felicitaré con retraso por tu cumpleaños.

Queda poco para el verano. Después, todo dependerá de ti.










martes, 17 de septiembre de 2013

Los cinco en Horcajuelo de la Sierra



Quedamos para el sábado. Queríamos aprovechar la bondad de los últimos días de verano.
Los cinco: Andrés, Cathy, Juani, Diego y yo.
Sin destino previsto enfilamos para el norte.
Y llegamos a Horcajuelo de la Sierra en plena Reserva de la Biosfera. Piedra y sol.
Pizarra y agua.
La posada del Horcajuelo, un pequeño hotel y restaurante de madera y piedra, con espléndidas vistas desde la sosegada terraza, nos pareció un buen  lugar para detenernos, para descubrir platos y sabores nuevos, para saciar la gula de lo que se nos ofrecía sin palabras.



Nos atendió María, una mujer guapa y entendida, tenía un bagaje que desgranó durante la comida y que se adivinaba.
En una mesa bien preparada, al fondo de una sala  decorada con calor y gusto,  nos dispusimos a elegir entre una carta repleta de definiciones que incitaban al pecado.
Para compartir pedimos una ensalada roquefort con nueces, anchoas y vinagreta de soja, unos lomos de sardinas sobre pan de pueblo con mantequilla y cebollinos, espárragos verdes con panceta ibérica y unas croquetas de boletus, bacalao y jamón.
Luego bailamos entre unos judiones de Montejo, cochinillo, secreto de cerdo ibérico con patatas panaderas y pimientos y un bacalao rebozado sobre puré de patatas y salsa de pimientos.
Por pereza dejamos elegir el vino a María y vive Dios que acertó.
Llegando a los postres una tarta de galletas y caramelo, un coulant de chocolate con almíbar de naranja y crêpes de yogur con dados de mango pusieron el epílogo a semejante obra de arte.



Cafés y unos licorcitos, éstos por deferencia de la Casa, remataron la función.
Todos quedamos bien.
Todos tardamos en dar por finalizada la comida.

María nos aconsejó pasarnos por Prádena del Rincón, para visitar la laguna del Salmoral y allí nos dirigimos.
De la sierra del Rincón al Valle del Lozoya, siempre con la compañía de robles, enebros, fresnos o brillantes acebos. Siempre con el rumor del agua.
Granito y sargantanas.




Rodeamos la laguna, recogimos algunas moras para un aguardiente que tenía Andrés y al que pensaba maridar con los frutos pequeños de diminutas y perfectas drupas, mermelada de moras haría Cathy, su mujer, con las que untar las tostadas del desayuno en las mañanas de un otoño que ya se perfila tras los montes.  
Ya era tarde vencida cuando volvimos a Leganés.
Nos despedimos con unas cervezas.

Nos despedimos a la espera de otro encuentro de los cinco.  

Porque sí, porque tenemos un país para comérselo.  





Sábado 14 de Septiembre de 2013.                                                                

jueves, 12 de septiembre de 2013

Haro y yo en Villanueva de los Infantes.





Haro es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: - ¿Haro?, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…
Así, haciendo mías las palabras de Juan Ramón Jiménez en la espléndida obra Platero y yo, presento a mi perro.
Posiblemente nos habréis visto pulular por la plaza, deambular por las calles de Infantes este verano.
Nos hemos comprado mi marido y yo, (él y sus padres son de aquí, la familia Boliche, a quienes dedico estas líneas), un pequeño refugio para venir cuando las prisas de Madrid escuezan, para respirar a Quevedo y caminar a Sancho, para sentir la piedra y esconderme entre columnas bajo blasones y portadas platerescas.
Y este verano ha sido el primero después del acondicionamiento de la casa, el primero digo, en que todo ha sido gozar.
Una noche fue un paseo con amigos del pueblo o foráneos, oyendo el eco de los cascos de algún caballo famélico; otra, la presentación de nuevos libros empapados de poesía; algunas, dejarse engañar por la luna, sentada en la plaza ante una jarra de cerveza con sabor a verano y una, especial, cuando asistí a la entrega de premios del Certamen Poético de la Orden Literaria Francisco de Quevedo.
Acomodada en el claustro iluminado me dejé transportar a otros tiempos. Los componentes de dicha Orden, engalanados perfectamente, hicieron con sus discursos de presentación, con la puesta en escena de la imposición de trajes a los premiados, con la lectura de los textos y con la proyección del corto “El aprovechamiento industrial de los cadáveres”, de corte berlanguiano, una coherente y amena performance que mantuvo a los presentes completamente entregados.
No dejaban entrar perros y por eso mi marido y Haro me esperaban fuera. Juntos seguimos a la comitiva hasta depositar una corona de laurel ante el busto de Quevedo.
Creo que había luna llena y una brisa quieta.
Una mañana fuimos a visitar la Casa Museo de Francisco de Quevedo en Torre de Juan Abad y charlamos largamente con D. José María Lozano, responsable del Museo y experto en la obra del escritor. 
Dice D. Pedro A. González Moreno, poeta y novelista nacido en Calzada de Calatrava, en su espléndido libro “Más allá de la llanura”: ”Villanueva de los Infantes irradia una luz blasonada y serena que parece venirle de los atardeceres manchegos. En Infantes el aire adquiere de pronto una consistencia casi mineral…” “ es un pueblo que tiene algo de sagrado y por eso sobrecoge y sorprende con un silencio que es al mismo tiempo de claustro, de sacristía y de túmulo. Todo en él se diría un bello relicario barroco y plateresco…” “aquí la rejería de las ventanas forma una densa telaraña de forja donde quedó atrapado el aire de la historia…”
No se puede decir mejor.

Haro es tierno y mimoso igual que un niño, pero fuerte y seco por dentro, como de piedra.
Cuando paseo con él, los domingos, por las últimas callejas de Infantes, los vecinos y conocidos se quedan mirándolo:
—Tien’ asero…

A mi perro y a mí nos gusta Villanueva de los Infantes, ya nos iremos conociendo amigos.
Volveremos pronto.


Nota: La autora vive en Leganés (Madrid) pero nació en Tomelloso. Da clases a mayores en la Universidad Popular de Leganés, como monitora voluntaria, escribe, lee y pasea a su perro. Ha elegido Villanueva de los Infantes para regalarse un oasis de paz cuando le hiciere falta y, como Quevedo, “retirada en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos, vivir en conversación con los difuntos y escuchar con sus ojos a los muertos”   


Villanueva de los Infantes, 30 de Agosto de 2013. 
(Relato incluido en el mes de Septiembre del periódico local de Villanueva de los Infantes, "Balcón de Infantes". Desde aquí mi agradecimiento a sus responsables).              



Haro y yo haciendo el Camino de Santiago.

La cuerda verde.


(De mis apuntes "Haro y yo" hace algunos años)


Escucha Haro las notas que he escrito sobre la excursión de ayer:

“Amanece soleado este sábado 16 de Octubre, fecha elegida para realizar una excursión a la sierra de Guadarrama, al parque natural de Peñalara.
El grupo lo formamos once peregrinos del camino de Santiago realizado el pasado mes de Mayo y cuatro amigos más. Quince senderistas decididos a pasar un día agradable.
En la estación de nuestro barrio leganense nos reunimos todos a las 9 de la mañana y, desde allí, partimos en coche hacia el puerto de Cotos.
Llegamos y, después de tomar un cafelíto serrano y reconfortante en Venta  Marcelino, iniciamos la marcha.
En un punto del camino el grupo se divide ante una bifurcación que nos hace elegir una ruta hacia la laguna de Peñalara, más corta y con menos dificultad, y otra, que nos señala la laguna de los Pájaros, al noreste del pico de Peñalara y de la que nos separa más distancia y algo más de esfuerzo.
Unos  optaron por el primer itinerario, otros, nos decidimos a comprobar  nuestra resistencia escalando, brincando, sorteando, con más o menos habilidad, el camino largo y elevado que nos separaba de la laguna elegida.
Unos a otros nos animamos, nos jaleamos con talante confortador, nos empujamos con la sonrisa, regalados los oídos con la música balsámica de los arroyos que juegan por doquier, formando cascadas traviesas, pequeñas, como hadas campestres; en el cielo, las alas desplegadas y orgullosas de los buitres negros y las águilas imperiales.
En el suelo, aquí y allá, helechos, brezos melosos y florecillas de colores imposibles.
Y llegamos por fin a la laguna, con las piernas temblonas, los pulmones rebosantes de aires  renovados, algo aturdidos por la altitud, pero con la alegría, la complicidad y la sensación de la meta conseguida, casi, casi, como cuando desembocamos todos en la plaza del Obradorio en Mayo, en nuestro particular y hermoso año santo compostelano. Como otro jubileo.
Veni, vidi, vinci.
Nos sentamos a la orilla de la laguna y sacamos las viandas de las mochilas, hay que fortalecer el cuerpo y el alma para poder resistir el camino de vuelta, para el reencuentro con los amigos que estarán tomando el refrigerio en la laguna hermana de Peñalara.
—Mirad allá arriba, allí,  por donde pasa aquella pareja, ¿no veis una cuerda verde?— nos dice Benito, intentando con el dedo brujulear nuestra mirada.
Eso nos sirve, -cualquier cosa sirve a un grupo de amigos para apretar un poco más el nudo de la concordia-, para emplear media hora de risas y bromas  con la cuerda…verde.
Finalmente, cuando adecuamos los ojos  en la dirección señalada, distinguimos con total claridad, la cuerda verde, el poste a la que estaba sujeta y hasta los pinos enanos que siluetean la pradera alpina del horizonte.
La vuelta se despachó como un dejá vu olímpico, y la perspectiva de reunirnos de nuevo con el resto del equipo nos animaba.  
Los encontramos tomando un refresco en la terraza de la venta y nos unimos a ellos contándonos, unos a otros, como descubridores de nuevos mundos, nuestros periplos.
Hubo algún esguince, pecata minuta dado el asfaltado arbitrario y caótico del paisaje vetusto y glacial del valle.
Nuevas cervezas, cafés, frutos secos o magdalenas se expusieron en la mesa para rematar la jornada y en el enorme aparcamiento nos despedimos todos, satisfechos, con el cansancio que se nos enredaba en las piernas, con las vivencias de ese día distinto y con la sugerencia a los responsables  de orquestar otras salidas y otros recorridos por las innumerables sendas, geográficas o personales, que todavía nos quedan por descubrir.
Volvemos a Leganés  apurando el día, cansados, contentos, satisfechos de nuestra hazaña, agradecidos a Andrés, nuestro monitor predilecto y promotor constante de ideas nuevas y amenas y con el semblante bronceado y sonriente por el placer que implica el reencuentro con amigos con los que hemos compartido tantos momentos inolvidables.
Esto es pasión, esto es amistad y deleite, esto es gozo y correr, fascinados,  tras la vida,  agarrados a una larguísima y sólida cuerda verde…, esto es tejer, segundo a segundo,  la colcha que nos arropa contra el frío, esto es amor…  quien lo probó, lo sabe”.

Parte de la comitiva

La próxima vez te llevaré Haro, no debes enfadarte tanto corderito, no puedes pretender estar en todas la ferias, ya irás, ya iremos…