Para V. que me dejó recuerdos, miradas y sensaciones que
perdurarán.
Hoy
comienza la primavera. Me lo ha recordado Merche, la enfermera de las mañanas
cuando ha arrancado la hoja del calendario, un gran taco colgado cerca del
televisor y que me ofrece todos los días, — ¿La quieres Eugenia?
— ¿Qué dice la frase?— le pregunto.
—“Comete tres veces el mismo pecado y acabarás por creer
que es lícito”, — es un proverbio judío.
—Vaya, no está mal. Llévatela tú hoy.
Se la guarda en el bolsillo del uniforme. Nos repartimos
las hojas según nos guste la cita que figura en ellas o el tipo de pasatiempo
que haya en el reverso.
Es una mujer de casi cincuenta años, grande, con el pelo
muy corto teñido de naranja y con todos los dedos llenos de sortijitas.
— ¿Y qué tal estamos hoy Eugenia? ¿Te has terminado el
desayuno? ¿Te duele algo? ¿Nos bañamos?
Así es ella, todas las preguntas seguidas, correlativas,
sin esperar ninguna respuesta.
Ya se ha ido.
Me doy la vuelta y miro la ventana, los cristales, las
ramas del magnolio que conversa conmigo todos los días y las copas de otros
árboles que no sé de qué tipo son.
Y las nubes. Y el cielo azulito y limpio. Insensible.
Inconmensurable.
La doctora me
dijo ayer que una semana. Que, como mucho, una semana.
En la repisa, dos jarrones pequeños con unas rosas
amarillas en uno y un capullito blanco de mentira en el otro. Las rosas me las
trajo mi hijo Julián y el capullo de mentira mi amiga Pilar que vino ayer a las
siete y a las siete y cuarto seguro que ya estaba cogiendo el autobús. Visto y
no visto.
Reconozco que no es agradable visitar a alguien que se
está muriendo y que lo sabe. ¿Qué se dice en estos casos? ¿De qué se habla?
Miro la bandeja encima de la mesita todo uso del
hospital, me he dejado un par de galletas del desayuno y entre la servilleta,
deliberadamente arrugada, he escondido la pastilla de las mañanas. Hoy no me
apetece tomármela. Puedo controlar el dolor.
Y no, hoy no me bañan. No me lo pide el cuerpo.
Con el mando de la cama elevo un poco el cabecero y me
acomodo como puedo la almohada en la espalda. Tomo el libro que espera junto a
la bandeja.
Memorias de Adriano. Tellus Stabilita: “Mi vida había
vuelto al orden, pero no así el imperio. El mundo que acababa de heredar
semejaba a un hombre en la flor de la edad, robusto todavía aunque mostrando a
los ojos de un médico imperceptibles signos de desgaste y que acabara de sufrir
las convulsiones de una grave enfermedad”.
Ya viene otra vez Merche.
—Eugenia, la inyección.
Y yo, como ayer, levanto la palma de la mano en ademán
de guardar las distancias.
—No Merche, nada de inyecciones, por favor.
Y mi enfermera del pelo naranja fuerza una sonrisa
cómplice y retira la bandeja.
Antes de entornar la puerta le pido que me de las
hojitas del calendario los próximos días.
—Después— añado con mi mejor sonrisa—, todas serán para
ti.
Observo que duda un instante, le bambolea un poco la
bandeja, se muerde el labio inferior y cierra la puerta con mucho cuidado.
Vuelvo al libro que se abre por las últimas páginas:
“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo,
descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de
renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las
riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de
entrar en la muerte con los ojos abiertos…”
Hoy
comienza la primavera y el magnolio intenta decirme algo con sus roces
insistentes en los cristales.
Y
yo miro el magnolio y el cielo y las copas de los otros árboles que no conozco
y las nubes y creo que veo, allá, a lo lejos, muy lejos, la línea curva y
salina del mar.