miércoles, 14 de agosto de 2013

Mientras, escribía.

Todos los días iba a tomar un café. A veces, por la noche, una copita.

Mientras, escribía.

De allí salieron sus mejores relatos. Los más escondidos poemas.

Los fines de semana se atrevía a tomarse unas cervezas en la terraza con vistas al 

infinito y a la ermita abandonada.

Ya tarde, más allá del lubricán, se dejaba invitar por los dueños. Siempre sorpresa.

Todo eso envuelta en los murmullos, la música y las risas de los parroquianos.

Frases escapadas de arte taurino, de pintura, de múltiples indicios para nuevos 

relatos. Inspiración solapada y en directo.

En directo se aficionó a los toros, al arte variopinto de ocultos artistas, al deleite leve 

de un licor sutil, a la amistad.

Se había refugiado en aquel lugar buscando un reverbero de soledad y la encontró  

vestida de luces. Por eso se quedó en el pueblo.

Ahora con sus nuevos amigos estaba celebrando la presentación de su libro.

Allí mismo.  En la terraza con el olor del mar, allá, allá... a lo lejos.

Es aquí, por si queréis.

https://www.facebook.com/laquerencia.smv.9?fref=ts










Blog rico, rico...

Mi amigo Andrés y compañía me piden, a raíz de un comentario culinario que hice, la receta. 
Voy a hacer algo mejor. 
Enviarle una dirección para el placer de los sentidos. 

Bon  appétit.

http://lolettascakes.blogspot.com.es/


Imagen tomada de la red.

martes, 13 de agosto de 2013

lunes, 12 de agosto de 2013

Padecimientos nobles.





Elvira bosteza todo el rato.

María padece de ruiditos en los oídos.

Llevan toda la vida viviendo juntas. Están solteras.

La casa, grande, oscura, es heredada de sus padres.

Les gusta mucho ver la televisión.

Elvira hace ganchillo y María se entretiene resolviendo crucigramas.

Se acuestan pronto. Se quieren.

A María le molesta un poco los repetidos bostezos de su hermana.

A Elvira le cansa ya escuchar la retahíla de los diferentes ruidos que sufre María.

A veces, dice, le suena la novena sinfonía de Beethoven, otras, es el clamor del mar en una noche de tormenta.

Hace unos días se enteraron por D. Luis, el médico, del nombre científico de sus dolencias.

—Elvira, usted tiene casmodia —, le aclaró. Y usted María, padece de acúfenos.

Desde entonces las dos hermanas están más contentas, se sienten como si les hubieran otorgado un título nobiliario.





Imagen tomada de la red.


viernes, 9 de agosto de 2013

28 de Septiembre.

Fue un parto laborioso el de mi madre.
La comadrona me dejó a un lado de la cama,
—no respira—sentenció
y se ocupó de la mujer exhausta.

Yo callaba porque, desde pequeña,
me creí poco.
Entró mi abuelo a la alcoba,
(cosa poco usual en aquellos tiempos)
alarmado por mi tardanza,
por mi falta de protagonismo.
Me rozó con los dedos, largos y calientes,
de su mano derecha,
en la izquierda llevaba un libro abierto.

—Ha sido un milagro—, se disculpó la vieja matrona.

Mi abuelo sabía que fue el olor de las letras
lo que me volvió a la vida.
Eso y el susurro de su voz
cuando, mientras me besaba,

me proponía escuchar el final de la historia.


Imagen tomada de la red.

(Para mi abuelo que fue la brújula que me indicó el camino)

La carne del mar. Poema de Pedro Antonio González Moreno

"Si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido..."
(Alfonsina Storni)


Que nadie toque el mar, que nadie toque
la carne de las olas,
que es carne de mi propia carne. Nadie
toque la piel sagrada de la espuma
porque con ella tejo, sin prisa, mi sudario.


Se pone en pie la sal igual que un hombre
que sale a recibirme
con su abrazo de algas: soy la amante
del mar, la que ya nunca
verá ponerse el sol desde la arena.

Que nadie pise el agua, que es flor de mi saliva,

metal del verde sueño de los náufragos.
Que nadie beba de esta transparencia
porque estará bebiendo de mi boca
el oscuro veneno de la sed.


Que nadie toque el pan
salado de mi cuerpo, porque sólo
ha de ser alimento para el agua.

Soy la amante del mar, la que ya nunca

confundirá el amor con la caricia.





(De Anaqueles sin dueño)

jueves, 8 de agosto de 2013

Sospecha.




Lo primero que miro cuando llego son sus ojos.

Diga lo que diga D. Ramón, yo creo que se alegra cuando me ve.

—Lucía, soy Lucía, tu mujer— le recalco varias veces.

Y él sigue andando, siempre un paso por delante, con la cabeza gacha y formando extrañas figuras con las manos, haciéndolas bailar.

—Los chicos te mandan un beso—le informo—, vendrán a verte el fin de semana.

Y Antonio se enzarza ahora en buscar algo entre los botones de la chaqueta.

Después de un breve paseo por los jardines de la residencia  volvemos al comedor.

Es la hora de la cena.

Le acomodo en su sitio, le sujeto el babero y es, al despedirme, cuando fija en mis ojos su ausencia de alzheimer.

—Hueles a otro puta— babea, mientras clava con furia el tenedor en el hule floreado de la mesa.



lunes, 5 de agosto de 2013

Matilde tiene un secreto.


     Matilde sale de su casa los martes y los jueves con una bolsa de flores verdes. Es la bolsa que contiene sus útiles de clase, un libro, dos cuadernos, unos lapiceros, goma de borrar y sacapuntas.
     Hoy es jueves y Matilde sonríe.
     Tiene prisa por llegar al local en el que recibe, junto con otras quince mujeres, las clases de alfabetización que imparte el ayuntamiento y a las que asiste desde hace ya casi dos años.
     Ya sabe leer y escribir. Y firma con bastante facilidad y rapidez.
     Como si lo hubiera hecho toda la vida.
     Matilde  empezó a vivir de verdad hace aproximadamente un par de meses.
     Matilde tiene un secreto.
     Hoy invitará, cuando acabe la clase, a unas compañeras y a Lucía, la monitora voluntaria que les enseña tanto y tan pacientemente. Ha ahorrado unos euros y quiere llevarlas a tomar el aperitivo a esa cafetería tan elegante que hay en la esquina de su casa. Quiere llevarlas allí, aunque se exponga a que la vea Rufino.
     Ya tiene algún dinero propio, sabe leer, tiene amigas, se ha atrevido por fin, en la fiesta de fin de curso, a subirse al escenario a recitar un poema, incluso, animada por Lucía, lleva un pequeño diario en donde escribe su vida, sus penas, sus descubrimientos, sus deseos.
     Lo tiene bien guardado en el fondo del cajón de su ropa interior, a salvo de miradas indiscretas.
     Matilde es una mujer diferente desde hace un par de meses.
     Y camina segura por la calle dando alegres bamboleos a su bolsa de flores verdes.
     Matilde tiene 82 años, eso sí, recién cumplidos.
     Tiene tres hijos, tres nueras muy buenas y un marido que le ha salido rana.

     Su vida había sido normal, como la de su abuela o su madre, o sea buena.
     Tres hijos guapos y cariñosos lo demostraban.
     Habían estudiado sin problemas, tenían trabajo y ya vivían con sus novias; no se habían casado y eso le había supuesto unos cuantos disgustos en casa.
     A ella le daba igual, pero su marido no había encajado muy bien esos modernismos y alguna vez le levantó la mano acusándola de haber sido demasiado blanda con los chicos y de ahí la falta de respeto hacia él al no haberse casado ninguno como Dios manda. 
     Por lo demás, Rufino nunca se había metido en nada, le daba dinero cuando se lo pedía para ir al mercado o para comprarse alguna blusa, aunque, la verdad es que ella necesitaba poco, tenía buenas manos y se lo cosía todo, las cortinas, la ropa de los muchachos cuando eran pequeños, sus camisones; su madre la había educado para ahorrar una peseta en casa y ella había hecho bien su trabajo.
     Aunque su marido a veces no lo quería reconocer.
     Era de natural serio y de pocas palabras y aunque ligero de manos, ella sabía que los quería mucho a todos.
     No es que su marido supiera mucho de letras, pero fue a la escuela un poco tiempo y luego su primer jefe en aquella fábrica en la que entró de jovencillo se preocupó de enseñarle algo más, con lo que se defendía bastante bien y le permitía echarle en cara, día si, día también lo poco que sabía ella.
     Pero ella estaba muy orgullosa de tener la casa bien limpia y haber conseguido llevar a sus tres hijos por el buen camino.

     Todavía no se había ido de casa el más pequeño, Manuel, cuando se enteró de lo de su marido.
     Le costó darle crédito.
     Cómo iba a creerse ella que su marido se entendía con aquella vecina del bloque de al lado. Se llamaba Elvira, era viuda, entradita en carnes y algo espesa.
     Cayó entonces en la cuenta de un amago de sonrisilla de la viuda cuando la saludaba en el mercado, del desvío de ojos de sus amigas cuando la otra pasaba por su lado, de las salidas de casa de su marido, después de provocar, ahora recordaba, alguna escena sin venir a cuento.
     Y le dijeron que ya llevaba zureando con ella unos tres años más o menos.
     Primero le pidió explicaciones a él una tarde cuando le llevó un café al cuarto de estar y le vio tranquilo.
     Se levantó como si un terremoto zarandeara el edificio y pegó un puñetazo a la mesa. Salió de casa dado un portazo y ella se quedó recogiendo el café tirado y poniendo a lavar la falda de la mesa camilla que no había por donde cogerla.
     Unos días más tarde, todavía pasmada por la noticia, se lo dijo a su hijo pequeño y le contestó que ésas eran tonterías de vecinas desocupadas y que no hiciera el menor caso.
     Los hijos a veces no quieren problemas, pensó Matilde.
     No se lo comentó a los dos mayores.
     Y continuó su vida.
     Y su vida era pura angustia.
     Ella se preguntaba en qué había fallado. No era una mujer gastosa, tenía la casa bien atendida, a su marido no le faltaba nunca una camisa limpia, no replicaba cuando se le iba la mano, callaba y nunca, nunca, se lo dijo ni a su familia ni a sus amigas.
     Su madre también pasó por lo  mismo y luego, con el tiempo, a su padre se le fue la fuerza y se quedó en nada. Ella estaba esperando que a Rufino le llegara también el tiempo de la tranquilidad y del sosiego.
     Pero ahora le venía con esto.
     Y con la Elvira, una mujer callejera y guarra donde las haya.
     
     Y Matilde empezó, en silencio y poco a poco, a odiar a su marido.


     Unas vecinas del bajo y del primero le dijeron una mañana que iban a aprender las letras a un local cercano y que la maestra era muy simpática y que no se pasaba vergüenza. Y le enseñaron orgullosas sus cuadernos.
     Y aquella misma noche se lo dijo a Rufino después de retirar de la mesa el plato de la sopa por si acaso.
     Pero no se enfadó, se puso a reír diciéndole que a buenas horas mangas verdes, que si había sido tonta toda la vida qué creía que iba aprender ahora, que se quedase metida en casa que era lo mejor que podía hacer.
     Pero ella fue a enterarse, lo hizo un poco por venganza, por curiosidad y porque sus hijos le dijeron que sí cuando lo comentó un domingo que fueron todos a comer.

     Y Matilde lleva ya casi dos años, y ha aprendido muy deprisa le dice Lucía y a ella le gusta mucho, mucho, tanto, que espera con un ansía de niña los martes y jueves y, los demás días no se cansa de escribir cosas en su cuaderno, a pesar de las burlas continuas de Rufino que le dice “ a ver si ahora vas a ganar premios con las poesías y nos salimos de pobres” y lo dice sujetándose la barriga con las dos manos para reírse más a gusto.
     Y ya no disimula que anda con la viuda.
     Y ella casi tampoco puede ya disimular su odio y reza por las noches y le pide a la Madre Maravillas que se muera él antes para no darle la satisfacción de arrejuntarse con la Elvira.
     Lo sabe ya todo el barrio, menos los chicos, que no lo saben porque los hijos no quieren problemas, piensa Matilde.

     En clase aprendió un día lo pequeñica que es España y lo grande, lo inmensa que es África, no se lo podía creer y hasta le dio un poco de coraje.  En un mapa vio todos los mares del mundo y los ríos.
     En clase leían todas un poquito y hacían cuentas, los euros ya no eran tan antipáticos y escribían poesías que les hacían llorar de lo bonitas que les salían.

     Y una tarde, hace unos dos meses, cuando todas se fueron y ella se había quedado aposta la última, Lucía le preguntó por qué tenía los ojos tristes, y ella, harta de su vida y harta de callarse la hartura, se lo soltó todo.
     Que su marido tenía la conversación en la mano, que no era cariñoso, que tenía una amiga, que era un poco roñoso con el dinero, que no valoró nunca lo que ella hacía y que llegaba tarde a clase todos los martes y jueves porque, a mala leche, Rufino se hacía el dormido esos días para que ella, tardara más en hacer la cama y llegara  la última a clase.
     Y que estaba pensando dejar de estudiar para evitar las continuas chuflas que le hacía su marido.

     Pero Matilde no ha dejado de ir a la escuela.

     Desde aquella tarde y por sugerencia de su profesora va guardando unos euros cada día cuando va al mercado. Eso no es robar, le dijo Lucía, no te preocupes, es para algún imprevisto, tu marido te coacciona con el dinero, coacciona, eso le dijo, y tú tienes que tener algo que te respalde y no te veas desvalida algún día, te lo has ganado.
     Y Matilde, con una astucia recién estrenada, le retrae algo a las monedas que le da su marido cuando va a la compra y ya tiene un bote casi lleno en el fondo del armario, detrás de su abrigo de paño marrón.
     Pero sigue llegando tarde los martes y los jueves, a pesar de que cada vez hace la cama más deprisa y casi no le da tiempo a alisar bien las sábanas ni a ventilar la almohada como es debido.
     Hasta que el martes pasado, en un aparte, Lucía le propuso que los días de clase, no hiciera la cama hasta que volviera de nuevo a casa, o que la hiciera su marido cuando se levantara.
     Matilde no podía dar crédito a lo que oía, su marido no haría la cama ni aunque le fuera la vida en ello y, por otra parte, cómo pretendía la buena de Lucía que ella saliera de su casa con la cama sin hacer. Por Dios, y si pasaba algo, y si subía en ese rato alguna vecina, y si…
     Lucía, dejó que se santiguara del espanto de imaginarse la proposición indecente  que acababa de sugerirle, dejó que enumerara situaciones espantosas con el hecho de salir de casa con las sábanas revueltas, y cuando calló Matilde, le acarició el brazo con todo el cariño y la autoridad que pudo imprimir en el acto, sonrió con todo el respeto y naturalidad que supo y le susurró bajito pero segura: —Matilde el jueves me vas a hacer el favor de venir a tu hora y con la cama sin hacer, verás como no pasa nada. Hazme caso, cariño, ya verás como no pasa nada.

     Lucía aquella noche cuando cerró el libro que estaba leyendo y apagó la luz, pensó en lo inútil de su consejo a la pobre Matilde, toda la vida con ciertas convicciones arraigadas profundamente en su mente no podrían cambiar de la noche a la mañana, y con ese pensamiento se quedó dormida.

     Y Matilde llega al local que tiene el ayuntamiento para las clases de alfabetización de personas mayores, bamboleando la bolsa de flores verdes en donde guarda su cuaderno de contar historias, sus lapiceros, su goma de borrar y el sacapuntas. Toca con disimulo el bolsillo de la chaqueta donde lleva un pequeño monedero con los euros suficientes para invitar a sus amigas y empuja la puerta metálica de entrada saludando al conserje y sonriendo.

     Lucia está preparando la pizarra y los rotuladores, el mapa ya está abierto enseñando al que quiera verlo la grandeza de nuestro mundo, los hilillos azules serpenteando entre montañas de tonos marrones, las grandes manchas verdes y los océanos inmensos. 

     Matilde se acerca lentamente a su maestra, le da un beso y tiene tiempo para decirle bajito, antes de que empiecen a llegar sus compañeras: —Lucía ¿has visto?, hoy vengo a mi hora, Lucía hoy… hoy no he hecho la cama.
















domingo, 4 de agosto de 2013

Con paciencia.




—Solomillo al Oporto con setas— le grito a mi marido desde la cocina, cuando me pregunta qué le voy a hacer de comer.
Enciendo la pequeña radio que tengo en una esquina de la encimera, me abro una Coronita y me pongo a rehogar la cebolla y las rodajas de zanahoria.
Cuando ha tomado color hago una camita en la fuente de horno y coloco encima el solomillo previamente untado con un chorrito de aceite, con unos toques de romero y bañado generosamente con un  vasito de Oporto.
Lo meto en el horno mientras preparo las setas para añadirlas después al asado.

Me ayuda a poner la mesa.
Desde que se ha jubilado, pone la mesa y me saca al perro.
Dice que no me puedo quejar. Que me tiene como una reina. Creo que se le ha debilitado la memoria con la edad.
Yo ya no le recuerdo nada.
Llevo el solomillo a la mesa. Ha quedado perfecto con la guarnición de setas alrededor. También he hecho una buena ensalada.



Pero no he olvidado espolvorear en su ración, como todos los días, unas cuantas semillitas de manzana. 
Ya queda menos.




Imagen tomada de la red.

sábado, 3 de agosto de 2013

Fragmento.

"Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas, sin parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas y hasta con sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos divergentes.
Decía: El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a construirlo todas las mañanas antes del desayuno".

Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera.

jueves, 1 de agosto de 2013

AL CAER EL SOL: SANTIAGO GÓMEZ VALVERDE.


Amigo Santiago, recuerda tu cita en mi sede para comienzo del curso. Se llenará el salón de tu poesía, vestirás los versos de etiqueta. Musicalízanos. Tenemos la palabra y el tiempo. 




El caso de los buscadores de pinzas.


En la casa se respiraba ese aire lánguido y sesteante de las tardes de verano. Las persianas bajadas creaban un ambiente monacal en el salón y el silencio hacía que las horas andaran  más lentas de lo habitual.
La película había terminado y la niña suspiró satisfecha.
Siempre que veía esa serie le quedaba el regusto del caso resuelto, de la investigación, del correcto desenlace que, con tanta elegancia, los protagonistas llevaban a cabo. Se hacían llamar Los Vengadores y eran en verdad bastantes estilosos: él tan inglés, tan frío y correcto y ella tan guapa, tan bien vestida, tan eficiente.
A la niña le entraban, como cada tarde, las premuras detectivescas y fue a buscar a su ayudante sin pérdida de tiempo.
Su hermano, seis años menor que ella, estaba jugando con indios y americanos de plástico que iba sacando de una bolsa del mismo material y no le hizo demasiada gracia la interrupción de su hermana, momentos antes de dar la victoria, como siempre, a los indios, que le caían más simpáticos.
-Angelito, vamos a buscar pinzas.
Dejó el niño la batalla en periodo de tregua y siguió a su hermana-detective escaleras abajo.
La asfixiante canícula habría hecho desistir a cualquiera, pero el espíritu aventurero de la niña era más fuerte que los rigores del verano en cuestión y, con su hermanito desempeñando el papel de ayudante y guardaespaldas, comenzaron el rastreo por el primer bloque de viviendas.
La imaginación de la niña no conocía límites, mientras, andando muy despacio por debajo de los balcones, buscaban en el suelo, entre la hierba o en las vulcanizadas aceras, las pinzas de tender la ropa que se les caían a las amas de casa.
Angel, aprendiz de detective, pronto se contagiaba del éxito que, algunas tardes, remataba sus salidas.
Después de dar la vuelta a la manzana, en un recorrido que duraba una hora más o menos, sudorosos, recabando información sobre el suelo, con el sosiego de la calle desierta que jugaba a su favor, para la mejor concentración y eficacia del caso, llegaban a casa  con las manos y los bolsillos llenos de pinzas de madera y alguna que otra de plástico verde que añadir a la bolsa donde su madre guardaba las suyas.
Angel, tras la misión cumplida y siempre impasible como un auténtico y flemático espía inglés, se arrodillaba de nuevo en el suelo del pasillo, para continuar la batalla indio-americana interrumpida de forma tan poco castrense.
Mientras, su hermana, se había tumbado encima de la cama de su habitación, con la vista fija en el techo, en donde  veía perfectamente un futuro de compañera-socia de un atractivo señor con bombín, resolviendo complejos casos que nadie había podía esclarecer.
Llevaría un traje de color...
La niña cayó en un profundo sopor, con una sonrisa en los labios, mientras afuera, en el pasillo, su hermano-ayudante daba por terminada la batalla con la muerte del último americano.


Nota: En la foto los hermanos detectives años después, con el sueño de antaño cumplido, con algunos casos resueltos, inmersos siempre en nuevos retos, caminando.

Poesía Abierta: 'Noches' un poema de Eloisa Pardo Castro

Poesía Abierta: 'Noches' un poema de Eloisa Pardo Castro

Mi amigo, poeta y matemático Jesús Malia quiso incluir este poema mío en su territorio. Agradecida.