miércoles, 23 de julio de 2014

Del diario de a bordo "Haro y yo"



Haro



Toca vacunas Haro, lo siento.
Te has dado cuenta que buscaba en tu mochileja la cartilla de vacunación y ya me has echado el reproche sobre los hombros. Ingrato, es por tu bien.
Tenemos cita con D. Javier tu pediatra, el mal rato es anual, tampoco es para tanto y luego saldrás de la consulta con una nueva chapita en el collar, de otro color, nueva.
¡Qué listo eres!, mucho antes de torcer la esquina, ya diriges tus pasitos hacia el lado contrario de la clínica, los ojos se te proyectan hacia el recuerdo del miedo y tus gemidos me parten el alma.
Te portas tan mal que les fuerzas a ponerte un bozal, que algún día me obligarás a soltar lo que pienso: —Que se lo pongan ellos en sus malditos morros, que tú eres totalmente inofensivo—, pero ellos no te conocen tanto como yo, es esa seguridad lo que hace que me contenga y guarde las formas. Además es evidente que te portas fatal, hay que reconocerlo. 
Nunca ha conseguido el pediatra-veterinario colocarte el termómetro en semejante parte. Ni auscultarte los huevines, ni mirarte los dientes, ni comprobar tu peso. 
Te retuerces, ladras, das saltitos y te encoges sobre ti mismo.
Al final, te dejan por imposible, te ponen la banderilla correspondiente y punto y,  para hacerse los simpáticos, más por  mí que por ti, que lo sepas, que ven en mi jeta la poca gracia que me hacen, te ofrecen una golosina, que rechazas, por supuesto, con un giro orgulloso de tu cabeza. 
A ti no se te gana con chuches, campeón.

—Vámonos Haro, despídete de D. Javier hasta el año que viene, sé amable y educado, que se note que eres el dueño de una escritora, su musa, venga hombre, que no cuesta tanto, que no se diga.
Pero tú sólo diriges tu mirada hacia la puerta, tensando la correa al máximo, arañando el parqué con tus uñejas.
—Hasta el año que viene, D. Javier, muchas gracias por todo- digo, por decir algo.
—Adiós Haro, guapo—dice el galeno con una sonrisa postiza.

¿Has visto cabezón, terco, maleducado, cómo hay que comportarse?
Anda vamos, damos una vuelta rápida y a casa, que estás castigado y convaleciente.


viernes, 11 de julio de 2014

Háblame.



Imagen tomada de la red.


Llevo años rogándote lo mismo, que quiero que me escuches cuanto te hablo. Que me contestes.
Te miro a los ojos, me fijo con ansia en tus facciones por ver si noto algún cambio, alguna reacción a mis palabras. No me importa si me das la razón o me contradices, de verdad, te juro que me daría igual.
Llevo años pidiéndote, algunas veces con lágrimas en los ojos, que me des una opinión sobre lo que te pregunto o que te quejes del tiempo o del precio de la vivienda, o si estás contento con la forma en que he decorado la casa… que compartas conmigo si estás triste o te inunda la alegría.

Hoy viene Marta a comer, tiene un par de horas libres porque se han anulado dos clases y en lugar de quedarse vagabundeando por la Universidad va a venir a vernos. Está muy preocupada por el rumbo que está tomando el asunto de sus padres y me temo que va a influir malamente en su vida.
Adoro a esa niña. Cuando nació pensé que aunque sólo fuera mi nieta y el peso de la educación no fuera, obviamente, de mi competencia, haría lo que fuera para intentar llevarla obligatoriamente por el camino de la felicidad.  Me dije que ésa sería mi tarea, mi objetivo, mi obra.
Pero es muy difícil, sobrevaloré mis poderes y mis buenas intenciones.
La vida es tan compleja, tan jodida, tan sibilinamente juguetona con las personas, que me temo fracasaré estrepitosamente.
Con mi hija no me planteé el asunto hasta que fue demasiado tarde. Cuando se enamoró de Alberto, y de qué manera Dios mío, yo estaba ilusionada como ella, hasta que empezó a venir a casa, hasta que columbré espantada que la historia se iba a repetir.
Intenté llamar su atención, le abrí mi corazón de mujer por primera vez por ver si despertaba, grité de impotencia, sin caer en la cuenta de los efectos secundarios del amor. Fui bastante torpe, pero era mi hija y yo quería que fuera feliz, simplemente eso. No creo que fuera mucho pedir.

Cuando ves que mis ojos no reflejan ninguna luz, cuando me oyes suspirar tan hondamente, como queriendo aplastar entre los pliegues de la barriga el tedio, cuando alargo el cuello esperando una respuesta a mis cada vez más débiles intentos de buscar vida en nuestra vida, ¿qué piensas?, ¿piensas?, ¿no te produce una pizquita de pena?

Cuando venga la nena, mi Marta, le hablaré, mientras tomamos un café, recogida ya la mesa y cuando te vayas a dormitar al salón, de la vida.
Tienes la obligación de vivirla toda, entera, sin concesiones— le diré— no dejes de amarte ni un segundo, tanto, que sólo aceptes a tu lado a alguien que multiplique ese amor, que te recuerde en cada mirada y en cada roce tangencial de la piel la voluptuosidad de las mañanas o de las noches de invierno. Que te mantenga conectada a la risa.
No te preocupes por tus padres,—la tranquilizaré—, no va a ocurrir nada, es un pequeño movimiento sísmico en su relación de pareja, pero tan pequeño, de tan poca intensidad que no va a demoler paredes ni a remover cimientos,
Todo seguirá igual, hasta el próximo seísmo que quizá ni se produzca, porque tu madre comprenderá, mi preciosa Marta, que ningún intento de rebelión por su parte será tenido en cuenta, que ante la nada no se puede hacer nada.

Hoy estoy un poco triste, me apetecería pasear, sentir el frío de esta mañana de Marzo cuartearme los labios, bailar la espalda contra la corteza de cualquier árbol y oír la sinfonía que se expande en el aire al pisar las hojas caídas que alfombrean el paseo. Tengo miedo a la muerte cariño, dime que soy tonta, que todavía nos queda mucho por vivir, que me apresure a hacer las maletas para irnos, así, de pronto, sin pensarlo, a algún pueblo frío y pequeño de cualquier ciudad, la que sea, para que ese recuerdo fije, como un clavito, un retazo de vida compartida, ¿te apetece?... ¿que soy una loca? ¿Qué me ponga a hacer la cena? ¿que buena gana de pasar frío pudiendo estar en cada calentitos? Pues sí, puede que tengas razón, voy a hacer la cena.

Me ha llamado Paula. Que qué tal, que si hemos ido al médico, que si Marta viene a comer y qué le voy a poner, que si Albertito ha suspendido mates. Rodeos. Es incapaz esta hija mía de decir, mamá no me río, no me levanto con ganas de gritar, miro el reloj con rabia cuando sé que está a punto de llegar, mamá no puedo odiarle porque es bueno, me aburro, no me río, mamá, no me río…
Paula es orgullosa, sufre, está vacía y yo no voy a decirle que se lo dije, se lo advertí, que lo veía en casa, que me veía a mí, con los ojos perdidos en algún sitio lejano, pero parapetados detrás de los cristales de la ventana, de esa abertura-celdilla, símbolo de las mujeres infelices.
Me oías suspirar, hija, me veías impotente, incluso, al principio de los tiempos, quejarme.
Luego ya no, para qué; me zambullía en períodos de incuria o me procuraba mis zambras íntimas, solitarias, locas, para distraer los celajes de mi alma.
Y sí, tienes razón, las mujeres nos acobardamos de la misma manera si nuestro compañero es violento como si es bueno, ante las dos etologías nos quedamos desvalidas, las dos son tremendamente castrantes. Ante las dos nos acobardamos y ante las dos, culpables, nos dejamos querer. Y morimos.

Me molesta que me mandes callar, podemos hablar sobre ello, creo que en este caso llevo razón, pero si tú crees que no es así, pues desgráname tus razones, conversa, dame otra visión del asunto, la tuya, me gustaría tanto conocerla; mientras me intentas convencer pasaremos un buen rato hablando, intercambiando palabras, mirándonos a los ojos. Pero no me mandes callar con ese gesto ambiguo de la mano, como si espantaras una mosca que te da asco.

Hoy viene Martita a comer. Le voy a hablar de la vida. Me escuchará. Tiene que hacerlo, no puedo fallar con ella, no permitiré que mi niña cometa ese error, no dejaré que arruine su vida.
La quiero tanto.




martes, 8 de julio de 2014

Últimas voluntades.




Imagen tomada de la red.

Cuando le refrendaron  varias veces su ímpetu en beberse las tardes declinantes, su vicio por dibujar con palabras altas y orondas los deleites de los encuentros con las personas amadas, cuando le señalaron el camino de la contención y la monotonía de los tonos grises.
Cuando las miradas la invitaron a detenerse en las primeras esquinas, a no continuar abrazando con avaricia el momento, a ser otra, tan distinta,  optó por el suicidio.
Desde entonces, cada amanecer, al levantarse, aplasta con fuerza los labios contra el espejo del baño, los ojos cerrados, repitiendo varias veces, como en una rendida letanía, el cambio.
Nada fue ya igual. Al principio notó extrañeza en los prudentes, pero se acostumbraron pronto.
Nadie la echó de menos. A la muerta. 

jueves, 3 de julio de 2014

La encina.







Tengo que advertir antes de nada que soy una encina.
No quiero malentendidos.
Presido la entrada de esta granja blanca y tranquila desde que los padres de los actuales dueños eran unos niños, ¡que ya son años! Les he visto crecer, reír, llorar, enamorarse, casarse, tener hijos... Me sé el nombre de todos, aunque esto no tiene mucho mérito, ya que todos, sin excepción, han heredado la costumbre de grabarlo con una navajita en mi sufrido y tolerante cuerpo. Tengo una verdadera colección: nombres dentro de un corazón, encerrados en un círculo, subrayados, y hasta unidos con signos aritméticos, un ejemplo: Laura + Andrés =  María.
Cualquier excusa vale para que, sin asomo de piedad, me cubran de cicatrices. Bueno, en honor a la verdad, también recibo besos y abrazos, esto por parte de la señora actual de la casa, que tiene la mañanera costumbre de abrazarme antes de recoger las dulces bellotas que les regalo desinteresadamente a los cerdos de la granja que, en la pocilga, se regodean ociosos en su propio hedor.
Les he acompañado, como digo, a lo largo de los años.
He sobrevivido a un terremoto, a un año de bravas y tozudas tormentas y a los destrozos que me causó un rayo que se encaprichó de mí y casi me mata.
Ahora me encuentro en lo mejor de mi vida, cargada de recuerdos, de tatuajes y de bellotas.
Espera, que oigo la puerta.
—¡Luisito, ven ahora mismo, y recoge tus juguetes!
Esa que grita es Aurora, la que me abraza por las mañanas, y Luisito es su hijo y el último componente de la familia y que, en estos momentos, está escondido detrás de mí para que su madre no le vea. Es un travieso y gracioso niño de cinco años, de piernas delgadas y manos sucias, de ojos grandes y curiosos y con el pelo color zanahoria.
Ha empezado a llover.
—¡Luisito, voy a contar hasta tres,.. uno, dos...!
El niño sale rápidamente de su escondite y echa a correr hacia la casa. A través de la lluvia alcanzo a ver el azote simbólico que Aurora le da al pequeño.
Es mi obligación recordaros que soy una encina.
De todos los que han vivido en esta casa y han grabado sus vidas en mi tronco, Aurora y Luisito son mis preferidos. Ella, ya sabéis por qué: los abrazos y todo eso  y el más pequeño, porque es, a pesar de su corta edad, o quizás por ello, el que más me ha querido.
Desde que pudo andar y me descubrió, a mi lado es donde juega, bajo mi sombra duerme la siesta, en mi cuerpo apoya el suyo cuando mira las estrellas y a mi vera acude a llorar cuando su inocente corazón se siente triste. Hoy, por ejemplo, ha hecho un pequeño agujero a mis pies y ha escondido en él sus mejores canicas, las más brillantes. Su tesoro. Confía en mí y sabe que aquí está a salvo.
Sigue lloviendo.
Veo apagarse, una a una, las luces de la casa. La noche ha llegado.
Mi familia se ha ido a dormir.
—Buenas noches, cariño!
—¡Buenas noches, mamá!
—¡Que descanses, Aurora!
El silencio es absoluto.
La última luz del día acaba de desaparecer. La fachada apaisada de la granja ha dejado aparcada su blancura hasta que el lubricán la ilumine de nuevo.
—¡Buenas noches, encina!
—¿Habéis oído?... Es Luisito. Todas las noches me regala una despedida. Nunca se le olvida. Su vocecita es lo último que oigo cada anochecer.
El viento se marcha a otros cerros, a otros encuentros, la lluvia está amainando, y a mí se me queda un “hasta mañana, pequeño”, atorado entre las hojas.
No puedo gritarle mi cariño a Luisito, porque, como espero no hayáis olvidado, sólo soy una encina.
Una encina amada y feliz.

Ha dejado de llover.