jueves, 28 de mayo de 2015

De ansias y sosiegos. No sabía que, tras ella, bailaba el viento.

148. Se llamaba Clara.




Aquella mujer no sabía que tras ella bailaba el viento y reían las nubes.
Aquella mujer dejó una huella que aún perdura. Aquella mujer era dulce y serena y os voy a contar su historia.
Nadie sabía su nombre, en el pueblo la nombraban con un gesto de cabeza, con un adelanto de las bocas malignas, con las manos ocultando mentiras, tabicando injusticias.
Contaban que el marido la dejó una tarde, que nunca pudo doblegar su temperamento libre,  como de corcel salvaje y traidor, contaban que no quiso tener hijos porque por sus venas no circulaba sangre de mujer buena, contaban que tenía mil amantes.
Yo, cuando la veía cruzar las calles del pueblo, despacio, silenciosa, casi etérea, con los ojos un poco entornados, como si quisiera dosificar las mañanas, me detenía para poder mirarla mejor, para respirar, por un instante, el mismo aire.
Ella me saludaba con un ligero titubeo, como una reverencia disimulada, como si firmara un acuerdo entre las dos, como si me hiciera cómplice de su felicidad, de esa algazara que desprendían sus labios entreabiertos y su melena inquieta y oscura.
Yo sonreía también, admirando el giro que hacía su falda al dibujar la esquina.
Aquella mujer no sabía que tras ella bailaba el viento y reían las nubes.
Cuando aquel soldado guapo y mentiroso huyó con mi honor enredado en sus ojos, cuando el pueblo entero dirigía su dedo acusador hacia mi cuerpo abultado por la vergüenza, cuando nació mi hija, mi pequeña Lucía, aquella mujer se acercó a mi casa con un modesto obsequio escondido entre sus enaguas y permaneció conmigo durante las largas y cruentas noches de invierno.
Juntas vimos crecer a mi hija y la educamos en la libertad y en el gozo, juntas recogíamos flores silvestres para adornar la mesa y dábamos largos paseos por las afueras del pueblo para evitar las miradas de la gente muerta. Juntas asistimos a la boda de Lucía y recibimos con manos temblonas a nuestro primer nieto.
Aquella mujer murió un otoño precoz y amarillo. Sólo mi hija y yo la acompañamos.
Por las barbillas de cada morada se oían suspiros de satisfacción, de muecas envenenadas. Nunca, esas pobres gentes, pudieron ver la certeza de aquella mujer, su sabiduría, su belleza, no supieron disfrutarla. Nunca se dieron cuenta que, tras ella, bailaba el viento y reían las nubes.
Esa mujer dejó una huella, que aún perdura.
Se llamaba Clara.

    

2 comentarios:

  1. Me rindo. Dejar huella ha sido el final de algunos de mis escritos, pero.. ¿Cómo se consigue?. Si sigo leyéndote, dejaré de escribir. Un beso.

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    1. Pues claro que has dejado huella, es que no lo has visto en el taller?
      Besotes mil. Hasta pronto.

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