martes, 10 de marzo de 2015

De ansias y sosiegos. Hoy te cuento una historia.

69. In memoriam.

Hace tres años que murió mi marido.
Ni un solo día he dejado de ir al cementerio.
Ni un solo día, que se dice pronto.
Hace tres años que ostento el calificativo de viuda, pero no me siento viuda, como tampoco me sentí nunca casada, porque tengo que reconocer algo: nunca quise a mi marido.
Quizá por eso no merecí ser feliz, quizá por eso él, adivinándolo, tampoco me quiso. Seguramente mis ojos al mirarle, o mis manos, flojas y como a la defensiva en las pocas veces que hicimos el amor, me delataran e hiciera que, poco a poco, me buscara menos o me odiara más.
Pero os aseguro que yo no soy la culpable.
Ni él tampoco.
Fue mi madre la que me impuso el novio y la boda.
Y fue su madre la que cerró el trato.
Ninguno de los dos somos culpables.
Como dote mi madre me dejó todo el rencor que almacenaba en su alma, tallado en la mía.
Yo, una niña tímida, callada, invisible, sólo con mi padre me convertía en luz; junto a él las palabras y la risa me brotaban en cascada, tumultuosas.
Era carpintero, con toda la noche en su pelo, con la madrugada reflejándose en sus ojos y la armonía del mundo en su sonrisa.  Además era sabio.
Mi madre, celosa, acechaba como una hiena mis instantes felices en el taller que mi padre tenía en la parte de atrás de la casa, en donde, como un joven Gepetto, me configuraba muñecos con vida y disfrutaba configurando, a la par, la mía: su muñeca preferida.
Y yo me dejaba querer, y era feliz, hasta que ella llegaba y cerraba sus dedos impíos en torno a mi brazo, obligándome a salir del paraíso.
Cuando mi padre murió aquella mañana de esquinas, algo me escoció cruelmente en el pecho, como si me hubieran echado un puñado de sal en el corazón.
La pena, silenciosa y ocre se me posó para siempre sobre los hombros, como un sudario perpetuo. Sólo tenía quince años.



Tres años hace que ostento el calificativo de viuda.
Y ni un solo día he dejado de ir al cementerio.
Que se dice pronto.
Voy siempre por las mañanas, y algunas veces por la tarde, como cuando tengo que llevar a mi madre al médico porque ya está muy mayor y necesita que la acompañe.
Sólo me tiene a mí.
Voy al cementerio por la mañana, temprano, y hablo.

Le cuento a Julián, día tras día, desde hace tres años, las cosas que no hicimos, los sueños que he deseado y los que, estoy segura, soñó él.
Le cuento la vida que hubiéramos debido tener, la que yo imaginaba. Una vida. Nuestra vida.

Le recuerdo aquel viaje de novios, en coche, por el País Vasco,  todo el sur de Francia y  la costa mediterránea  hasta Almería, viaje que se desvaneció en proyecto, por el sensato consejo de nuestras madres;  le confieso, con un rubor de acuarela en las mejillas, el deseo que se me desperezaba en las ingles cuando, de recién casada,  esperaba que volviera del trabajo, con mi vestido nuevo y un puntito de perfume en las orejas.
Le recuerdo el día de mi cumpleaños, para que no se le olvide traerme algún regalo envuelto en papel de colores imposibles.
Le susurro bajito, para que nadie nos oiga, lo  mucho que le echo de menos durante el día interminable y le dirijo la mano de piel áspera, viril, hacia la gruta escondida de la que él es dueño absoluto.
Otros días le declamo, en pie, solemne, nombres de niño o de niña, para que elija el que más le guste y ponérselo a nuestros hijos, hijos que no tuvimos por acatar el firme e inapelable dictamen de nuestras madres, que no deseaban que ningún nieto hiciera añicos el silencio pegajoso y añejo de sus casas.

Siempre le llevo flores por nuestro aniversario,  el día en que hubiera cumplido años y algún detalle por Navidad.
El año pasado, por San Valentín, le leí un poema que le hice hace tiempo y que nunca le enseñé. Fue una noche de verano, larga y altiva, a poco de casarnos, la primera vez que, al despertarme junto a él, sentí gritos dentro de mi vientre y un alboroto desconocido entre mis piernas. Iba a tocarle el muslo, desnudo y expugnable, pero mi mano se desvió cobarde a mitad de camino.
Me levanté y pasé la noche enjaretando poemas en un cuaderno de niña hasta que la mañana, alta y exigente me miró, despectiva, a los ojos.
Le conté, hace unos días, a Julián, todo lo que deseé aquella noche y lo que, estoy segura, deseaba él.
También hay mañanas que casi no hablo, el silencio también me gusta, como aquellas tardes calientes y redondas que pasábamos, cómplices y silentes, y la noche nos encontraba sentados en aquellas mecedoras antiguas,  quizá demasiado separados el  uno del otro.

Hace unos meses, un hombre que viene a visitar a su mujer, fallecida en un accidente, me espera y salimos juntos.
Se le ve muy afectado, me habla mucho de ella, y me agrada que, escucharle, le alivie el dolor.
Se llama Miguel.
El otro día, al salir del cementerio, me invitó a un café y yo le estuve hablando de Julián todo el rato: de nuestro viaje de novios; de los detalles que tenía conmigo en mis cumpleaños; de los nombres que elegimos juntos para los hijos que, aunque lo intentamos, nunca llegaron; de los poemas que le escribía y que luego le salmodiaba aupada a su  oído; y le digo, cuando me enseña algunas fotos de su familia, que ya le enseñaré algún día las fotos de nuestra boda, con mi padre Gepetto de padrino, mi velo impoluto como emblema de inocencias y todas las esperanzas del mundo apresadas entre los lirios de mi ramo de novia.
Miguel  me dijo el otro día que deberíamos espaciar nuestras visitas al cementerio,  que sufrimos demasiado y que hemos tenido mucha suerte porque hemos sido felices.
Ayer no fuimos al cementerio.
Fuimos juntos a ver la ciudad iluminada.
Es Navidad.



     Le he llevado a mi marido un  ramo de flores y he estado hablándole mucho, sentada en una esquina de la sepultura, con las piernas recogidas y el corazón saltando travieso y ruidoso en mi pecho.
Por la tarde he quedado con Miguel en un restaurante pequeñito que han abierto hace poco a las afueras del pueblo. Me va a presentar a sus hijos.

Creo que soy feliz.

A mi madre, que postrada en la cama, me mira con desdén desde sus ojos de antaño, me gustaría hablarle y que su mano, sólo una vez, sonriera recorriendo mi cara, me gustaría besarla y contarle cómo se deshilachan las nubes en este atardecer de Marzo, me gustaría decirle la cantidad de vidas que puede haber en una sola… pero no se lo digo.
Para qué.


(Del libro de relatos Galería de trampantojos)















2 comentarios:

  1. Escucharán las losas de los cementerios nuestros diálogos?
    Sentirán la pena cuando se la mostramos?
    Tendrán celos si nos escuchan reír?
    Tal vez, algún día, alguien nos lo descifre? Ahora VIVE. Sé felíz

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    1. Preguntas que no sé responder. Y sí, ahora vivo, vivimos. Lo de feliz... a ratos. Un abrazo.

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