domingo, 20 de abril de 2014

Mi tienda china de ultramarinos.






Hace unos meses al lado de la cafetería donde a veces desayuno, abrieron una tienda de alimentación, aunque a mí me gusta más llamarla de ultramarinos, es una palabra que me lleva en volandas por mi infancia y me llena la nariz de olores olvidados.
La tiendecita la llevan un matrimonio joven. Son agradables, educados, simpáticos y tienen una niña pequeña, muy despierta y alegre, que, a veces, se sienta en un rincón del local para dibujar. Son chinos.
Algunos días, en la cafetería, cuando tengo mi momento con un café y el periódico, al lado de un ventanal en primera línea de sol, llegan “el chino” y su hija a desayunar. La pequeña se acerca y me llena de preguntas y sonrisas. El padre cabecea levemente, disculpando a la niña y se van los dos con el café y el cruasán para tomarlo en la tienda.
Bajo de vez en cuando a comprarles alguna caja de leche, la barra de pan que falta o un par de latas de cerveza para alargar la noche.
Hace unos días, cuando paseaba con mi perro, vi mucha gente alrededor de la tienda, una ambulancia esperando y al dueño de la cafetería explicando algo a la policía.
Se habían confirmado mis temores. Siempre pensé, cuando se hicieron evidentes su cortesía y amabilidad, que sufrirían algún robo. No falla. La vida es así. El toro no contempla si al que embiste con fiereza es vegetariano, si es alguien al que disgustan las corridas. La vida no espulga hasta ese punto.
Le vi con el labio partido, dos dientes rotos y una mirada de incomprensión dirigida al suelo. Tomaron datos, buscaron huellas, ensuciaron aún más la tienda. Puro trámite.
Al día siguiente la mujer intentaba recomponer el destrozo. Dejé a mi perro vigilando en la puerta y la ayudé a archivar bolsitas de patatas y la lluvia de chucherías que alfombraban el suelo.
Ella lloraba e intentaba describirme el sinsentido del atraco. Que un par de chicos llegaron y, sin mediar palabra, golpearon a su marido con una piedra en la cara y que, aprovechando su estupor, consiguieron llevarse algo de dinero y botellas de licor. Pero que, antes de irse, tiraron la caja registradora al suelo y el contenido de algunas estanterías. Me preguntaba por qué. Pero yo no tenía las respuestas.

Ya ha regresado el chino a su tienda. Cuando voy, siempre me encuentro con la misma sonrisa y amabilidad en su saludo, pero una sombra muy sutil en el fondo de sus ojos, en la pequeña cicatriz del labio, refleja que aún no ha resuelto la incógnita.
Desde entonces, tres veces al día, cuando bajo a pasear con Haro, doy vueltas y vueltas alrededor de mi tienda de ultramarinos. Vigilando. Si vuelven, si osan arrojar su odio y su mezquindad sobre este hombre discreto y bueno, mi perro y yo nos lanzaremos, como ávidos justicieros, sobre sus huecas cabezas.

Esta mañana, al pasar por la tienda en mi ronda habitual, han salido los dos, el padre y la niña, sonriendo. Mientras la pequeña acariciaba a mi perro, él me ha dado un papel.
- Es su nombre en chino- me dice, “escritura china complicada, no sé hacer bien, pero más o menos es así”, continúa tímido.

Yo, sin saber leer chino, lo he visto perfecto.

Y me he sentido pagada por las jornadas de vigilancia.
Y ahí sigo.

Abril de 2014 en Leganés.



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