lunes, 5 de agosto de 2013

Matilde tiene un secreto.


     Matilde sale de su casa los martes y los jueves con una bolsa de flores verdes. Es la bolsa que contiene sus útiles de clase, un libro, dos cuadernos, unos lapiceros, goma de borrar y sacapuntas.
     Hoy es jueves y Matilde sonríe.
     Tiene prisa por llegar al local en el que recibe, junto con otras quince mujeres, las clases de alfabetización que imparte el ayuntamiento y a las que asiste desde hace ya casi dos años.
     Ya sabe leer y escribir. Y firma con bastante facilidad y rapidez.
     Como si lo hubiera hecho toda la vida.
     Matilde  empezó a vivir de verdad hace aproximadamente un par de meses.
     Matilde tiene un secreto.
     Hoy invitará, cuando acabe la clase, a unas compañeras y a Lucía, la monitora voluntaria que les enseña tanto y tan pacientemente. Ha ahorrado unos euros y quiere llevarlas a tomar el aperitivo a esa cafetería tan elegante que hay en la esquina de su casa. Quiere llevarlas allí, aunque se exponga a que la vea Rufino.
     Ya tiene algún dinero propio, sabe leer, tiene amigas, se ha atrevido por fin, en la fiesta de fin de curso, a subirse al escenario a recitar un poema, incluso, animada por Lucía, lleva un pequeño diario en donde escribe su vida, sus penas, sus descubrimientos, sus deseos.
     Lo tiene bien guardado en el fondo del cajón de su ropa interior, a salvo de miradas indiscretas.
     Matilde es una mujer diferente desde hace un par de meses.
     Y camina segura por la calle dando alegres bamboleos a su bolsa de flores verdes.
     Matilde tiene 82 años, eso sí, recién cumplidos.
     Tiene tres hijos, tres nueras muy buenas y un marido que le ha salido rana.

     Su vida había sido normal, como la de su abuela o su madre, o sea buena.
     Tres hijos guapos y cariñosos lo demostraban.
     Habían estudiado sin problemas, tenían trabajo y ya vivían con sus novias; no se habían casado y eso le había supuesto unos cuantos disgustos en casa.
     A ella le daba igual, pero su marido no había encajado muy bien esos modernismos y alguna vez le levantó la mano acusándola de haber sido demasiado blanda con los chicos y de ahí la falta de respeto hacia él al no haberse casado ninguno como Dios manda. 
     Por lo demás, Rufino nunca se había metido en nada, le daba dinero cuando se lo pedía para ir al mercado o para comprarse alguna blusa, aunque, la verdad es que ella necesitaba poco, tenía buenas manos y se lo cosía todo, las cortinas, la ropa de los muchachos cuando eran pequeños, sus camisones; su madre la había educado para ahorrar una peseta en casa y ella había hecho bien su trabajo.
     Aunque su marido a veces no lo quería reconocer.
     Era de natural serio y de pocas palabras y aunque ligero de manos, ella sabía que los quería mucho a todos.
     No es que su marido supiera mucho de letras, pero fue a la escuela un poco tiempo y luego su primer jefe en aquella fábrica en la que entró de jovencillo se preocupó de enseñarle algo más, con lo que se defendía bastante bien y le permitía echarle en cara, día si, día también lo poco que sabía ella.
     Pero ella estaba muy orgullosa de tener la casa bien limpia y haber conseguido llevar a sus tres hijos por el buen camino.

     Todavía no se había ido de casa el más pequeño, Manuel, cuando se enteró de lo de su marido.
     Le costó darle crédito.
     Cómo iba a creerse ella que su marido se entendía con aquella vecina del bloque de al lado. Se llamaba Elvira, era viuda, entradita en carnes y algo espesa.
     Cayó entonces en la cuenta de un amago de sonrisilla de la viuda cuando la saludaba en el mercado, del desvío de ojos de sus amigas cuando la otra pasaba por su lado, de las salidas de casa de su marido, después de provocar, ahora recordaba, alguna escena sin venir a cuento.
     Y le dijeron que ya llevaba zureando con ella unos tres años más o menos.
     Primero le pidió explicaciones a él una tarde cuando le llevó un café al cuarto de estar y le vio tranquilo.
     Se levantó como si un terremoto zarandeara el edificio y pegó un puñetazo a la mesa. Salió de casa dado un portazo y ella se quedó recogiendo el café tirado y poniendo a lavar la falda de la mesa camilla que no había por donde cogerla.
     Unos días más tarde, todavía pasmada por la noticia, se lo dijo a su hijo pequeño y le contestó que ésas eran tonterías de vecinas desocupadas y que no hiciera el menor caso.
     Los hijos a veces no quieren problemas, pensó Matilde.
     No se lo comentó a los dos mayores.
     Y continuó su vida.
     Y su vida era pura angustia.
     Ella se preguntaba en qué había fallado. No era una mujer gastosa, tenía la casa bien atendida, a su marido no le faltaba nunca una camisa limpia, no replicaba cuando se le iba la mano, callaba y nunca, nunca, se lo dijo ni a su familia ni a sus amigas.
     Su madre también pasó por lo  mismo y luego, con el tiempo, a su padre se le fue la fuerza y se quedó en nada. Ella estaba esperando que a Rufino le llegara también el tiempo de la tranquilidad y del sosiego.
     Pero ahora le venía con esto.
     Y con la Elvira, una mujer callejera y guarra donde las haya.
     
     Y Matilde empezó, en silencio y poco a poco, a odiar a su marido.


     Unas vecinas del bajo y del primero le dijeron una mañana que iban a aprender las letras a un local cercano y que la maestra era muy simpática y que no se pasaba vergüenza. Y le enseñaron orgullosas sus cuadernos.
     Y aquella misma noche se lo dijo a Rufino después de retirar de la mesa el plato de la sopa por si acaso.
     Pero no se enfadó, se puso a reír diciéndole que a buenas horas mangas verdes, que si había sido tonta toda la vida qué creía que iba aprender ahora, que se quedase metida en casa que era lo mejor que podía hacer.
     Pero ella fue a enterarse, lo hizo un poco por venganza, por curiosidad y porque sus hijos le dijeron que sí cuando lo comentó un domingo que fueron todos a comer.

     Y Matilde lleva ya casi dos años, y ha aprendido muy deprisa le dice Lucía y a ella le gusta mucho, mucho, tanto, que espera con un ansía de niña los martes y jueves y, los demás días no se cansa de escribir cosas en su cuaderno, a pesar de las burlas continuas de Rufino que le dice “ a ver si ahora vas a ganar premios con las poesías y nos salimos de pobres” y lo dice sujetándose la barriga con las dos manos para reírse más a gusto.
     Y ya no disimula que anda con la viuda.
     Y ella casi tampoco puede ya disimular su odio y reza por las noches y le pide a la Madre Maravillas que se muera él antes para no darle la satisfacción de arrejuntarse con la Elvira.
     Lo sabe ya todo el barrio, menos los chicos, que no lo saben porque los hijos no quieren problemas, piensa Matilde.

     En clase aprendió un día lo pequeñica que es España y lo grande, lo inmensa que es África, no se lo podía creer y hasta le dio un poco de coraje.  En un mapa vio todos los mares del mundo y los ríos.
     En clase leían todas un poquito y hacían cuentas, los euros ya no eran tan antipáticos y escribían poesías que les hacían llorar de lo bonitas que les salían.

     Y una tarde, hace unos dos meses, cuando todas se fueron y ella se había quedado aposta la última, Lucía le preguntó por qué tenía los ojos tristes, y ella, harta de su vida y harta de callarse la hartura, se lo soltó todo.
     Que su marido tenía la conversación en la mano, que no era cariñoso, que tenía una amiga, que era un poco roñoso con el dinero, que no valoró nunca lo que ella hacía y que llegaba tarde a clase todos los martes y jueves porque, a mala leche, Rufino se hacía el dormido esos días para que ella, tardara más en hacer la cama y llegara  la última a clase.
     Y que estaba pensando dejar de estudiar para evitar las continuas chuflas que le hacía su marido.

     Pero Matilde no ha dejado de ir a la escuela.

     Desde aquella tarde y por sugerencia de su profesora va guardando unos euros cada día cuando va al mercado. Eso no es robar, le dijo Lucía, no te preocupes, es para algún imprevisto, tu marido te coacciona con el dinero, coacciona, eso le dijo, y tú tienes que tener algo que te respalde y no te veas desvalida algún día, te lo has ganado.
     Y Matilde, con una astucia recién estrenada, le retrae algo a las monedas que le da su marido cuando va a la compra y ya tiene un bote casi lleno en el fondo del armario, detrás de su abrigo de paño marrón.
     Pero sigue llegando tarde los martes y los jueves, a pesar de que cada vez hace la cama más deprisa y casi no le da tiempo a alisar bien las sábanas ni a ventilar la almohada como es debido.
     Hasta que el martes pasado, en un aparte, Lucía le propuso que los días de clase, no hiciera la cama hasta que volviera de nuevo a casa, o que la hiciera su marido cuando se levantara.
     Matilde no podía dar crédito a lo que oía, su marido no haría la cama ni aunque le fuera la vida en ello y, por otra parte, cómo pretendía la buena de Lucía que ella saliera de su casa con la cama sin hacer. Por Dios, y si pasaba algo, y si subía en ese rato alguna vecina, y si…
     Lucía, dejó que se santiguara del espanto de imaginarse la proposición indecente  que acababa de sugerirle, dejó que enumerara situaciones espantosas con el hecho de salir de casa con las sábanas revueltas, y cuando calló Matilde, le acarició el brazo con todo el cariño y la autoridad que pudo imprimir en el acto, sonrió con todo el respeto y naturalidad que supo y le susurró bajito pero segura: —Matilde el jueves me vas a hacer el favor de venir a tu hora y con la cama sin hacer, verás como no pasa nada. Hazme caso, cariño, ya verás como no pasa nada.

     Lucía aquella noche cuando cerró el libro que estaba leyendo y apagó la luz, pensó en lo inútil de su consejo a la pobre Matilde, toda la vida con ciertas convicciones arraigadas profundamente en su mente no podrían cambiar de la noche a la mañana, y con ese pensamiento se quedó dormida.

     Y Matilde llega al local que tiene el ayuntamiento para las clases de alfabetización de personas mayores, bamboleando la bolsa de flores verdes en donde guarda su cuaderno de contar historias, sus lapiceros, su goma de borrar y el sacapuntas. Toca con disimulo el bolsillo de la chaqueta donde lleva un pequeño monedero con los euros suficientes para invitar a sus amigas y empuja la puerta metálica de entrada saludando al conserje y sonriendo.

     Lucia está preparando la pizarra y los rotuladores, el mapa ya está abierto enseñando al que quiera verlo la grandeza de nuestro mundo, los hilillos azules serpenteando entre montañas de tonos marrones, las grandes manchas verdes y los océanos inmensos. 

     Matilde se acerca lentamente a su maestra, le da un beso y tiene tiempo para decirle bajito, antes de que empiecen a llegar sus compañeras: —Lucía ¿has visto?, hoy vengo a mi hora, Lucía hoy… hoy no he hecho la cama.
















5 comentarios:

  1. Esta historia está basada en un hecho real, como las películas de Antena 3 y me siento muy orgullosa del logro conseguido. Una mujer mayor que, por fin, se revela contra las costumbres de toda una vida. Que se libera de esos actos cotidianos y castrantes en lo que ni siquiera se piensa y que estrangulan el crecimiento. Va por ella.

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  2. Es una historia bonita y triste a la vez. Ya lo creo que existen esas mujeres y hay que luchar porque se rebelen y no hagan tantas camas desechas por esos burros que les tocó en suerte aguantar...
    Felicidades Eloisa, sigue ayudando a estas pobres. Un beso

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  3. En esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.

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  4. En esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.

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  5. En esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.

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