Matilde sale de su casa los martes y los
jueves con una bolsa de flores verdes. Es la bolsa que contiene sus útiles de
clase, un libro, dos cuadernos, unos lapiceros, goma de borrar y sacapuntas.
Hoy es jueves y Matilde sonríe.
Tiene prisa por llegar al local en el que
recibe, junto con otras quince mujeres, las clases de alfabetización que
imparte el ayuntamiento y a las que asiste desde hace ya casi dos años.
Ya sabe leer y escribir. Y firma con
bastante facilidad y rapidez.
Como si lo hubiera hecho toda la vida.
Matilde
empezó a vivir de verdad hace aproximadamente un par de meses.
Matilde tiene un secreto.
Hoy invitará, cuando acabe la clase, a
unas compañeras y a Lucía, la monitora voluntaria que les enseña tanto y tan
pacientemente. Ha ahorrado unos euros y quiere llevarlas a tomar el aperitivo a
esa cafetería tan elegante que hay en la esquina de su casa. Quiere llevarlas
allí, aunque se exponga a que la vea Rufino.
Ya tiene algún dinero propio, sabe leer,
tiene amigas, se ha atrevido por fin, en la fiesta de fin de curso, a subirse
al escenario a recitar un poema, incluso, animada por Lucía, lleva un pequeño
diario en donde escribe su vida, sus penas, sus descubrimientos, sus deseos.
Lo tiene bien guardado en el fondo del
cajón de su ropa interior, a salvo de miradas indiscretas.
Matilde es una mujer diferente desde hace
un par de meses.
Y camina segura por la calle dando alegres
bamboleos a su bolsa de flores verdes.
Matilde tiene 82 años, eso sí, recién cumplidos.
Tiene tres hijos, tres nueras muy buenas y
un marido que le ha salido rana.
Su vida había sido normal, como la de su
abuela o su madre, o sea buena.
Tres hijos guapos y cariñosos lo
demostraban.
Habían estudiado sin problemas, tenían
trabajo y ya vivían con sus novias; no se habían casado y eso le había supuesto
unos cuantos disgustos en casa.
A ella le daba igual, pero su marido no
había encajado muy bien esos modernismos y alguna vez le levantó la mano
acusándola de haber sido demasiado blanda con los chicos y de ahí la falta de
respeto hacia él al no haberse casado ninguno como Dios manda.
Por lo demás, Rufino nunca se había metido
en nada, le daba dinero cuando se lo pedía para ir al mercado o para comprarse
alguna blusa, aunque, la verdad es que ella necesitaba poco, tenía buenas manos
y se lo cosía todo, las cortinas, la ropa de los muchachos cuando eran
pequeños, sus camisones; su madre la había educado para ahorrar una peseta en
casa y ella había hecho bien su trabajo.
Aunque su marido a veces no lo quería
reconocer.
Era de natural serio y de pocas palabras y
aunque ligero de manos, ella sabía que los quería mucho a todos.
No es que su marido supiera mucho de
letras, pero fue a la escuela un poco tiempo y luego su primer jefe en aquella
fábrica en la que entró de jovencillo se preocupó de enseñarle algo más, con lo
que se defendía bastante bien y le permitía echarle en cara, día si, día
también lo poco que sabía ella.
Pero ella estaba muy orgullosa de tener la
casa bien limpia y haber conseguido llevar a sus tres hijos por el buen camino.
Todavía no se había ido de casa el más
pequeño, Manuel, cuando se enteró de lo de su marido.
Le costó darle crédito.
Cómo iba a creerse ella que su marido se
entendía con aquella vecina del bloque de al lado. Se llamaba Elvira, era
viuda, entradita en carnes y algo espesa.
Cayó entonces en la cuenta de un amago de
sonrisilla de la viuda cuando la saludaba en el mercado, del desvío de ojos de
sus amigas cuando la otra pasaba por su lado, de las salidas de casa de su
marido, después de provocar, ahora recordaba, alguna escena sin venir a cuento.
Y le dijeron que ya llevaba zureando con
ella unos tres años más o menos.
Primero le pidió explicaciones a él una
tarde cuando le llevó un café al cuarto de estar y le vio tranquilo.
Se levantó como si un terremoto zarandeara
el edificio y pegó un puñetazo a la mesa. Salió de casa dado un portazo y ella
se quedó recogiendo el café tirado y poniendo a lavar la falda de la mesa
camilla que no había por donde cogerla.
Unos días más tarde, todavía pasmada por
la noticia, se lo dijo a su hijo pequeño y le contestó que ésas eran tonterías
de vecinas desocupadas y que no hiciera el menor caso.
Los hijos a veces no quieren problemas,
pensó Matilde.
No se lo comentó a los dos mayores.
Y continuó su vida.
Y su vida era pura angustia.
Ella se preguntaba en qué había fallado.
No era una mujer gastosa, tenía la casa bien atendida, a su marido no le
faltaba nunca una camisa limpia, no replicaba cuando se le iba la mano, callaba
y nunca, nunca, se lo dijo ni a su familia ni a sus amigas.
Su madre también pasó por lo mismo y luego, con el tiempo, a su padre se
le fue la fuerza y se quedó en nada. Ella estaba esperando que a Rufino le
llegara también el tiempo de la tranquilidad y del sosiego.
Pero ahora le venía con esto.
Y con la Elvira, una mujer callejera y
guarra donde las haya.
Y Matilde empezó, en silencio y poco a
poco, a odiar a su marido.
Unas vecinas del bajo y del primero le
dijeron una mañana que iban a aprender las letras a un local cercano y que la
maestra era muy simpática y que no se pasaba vergüenza. Y le enseñaron
orgullosas sus cuadernos.
Y aquella misma noche se lo dijo a Rufino
después de retirar de la mesa el plato de la sopa por si acaso.
Pero no se enfadó, se puso a reír
diciéndole que a buenas horas mangas verdes, que si había sido tonta toda la
vida qué creía que iba aprender ahora, que se quedase metida en casa que era lo
mejor que podía hacer.
Pero ella fue a enterarse, lo hizo un poco
por venganza, por curiosidad y porque sus hijos le dijeron que sí cuando lo
comentó un domingo que fueron todos a comer.
Y Matilde lleva ya casi dos años, y ha
aprendido muy deprisa le dice Lucía y a ella le gusta mucho, mucho, tanto, que
espera con un ansía de niña los martes y jueves y, los demás días no se cansa
de escribir cosas en su cuaderno, a pesar de las burlas continuas de Rufino que
le dice “ a ver si ahora vas a ganar premios con las poesías y nos salimos de
pobres” y lo dice sujetándose la barriga con las dos manos para reírse más a
gusto.
Y ya no disimula que anda con la viuda.
Y ella casi tampoco puede ya disimular su
odio y reza por las noches y le pide a la Madre Maravillas que se muera él
antes para no darle la satisfacción de arrejuntarse con la Elvira.
Lo sabe ya todo el barrio, menos los
chicos, que no lo saben porque los hijos no quieren problemas, piensa Matilde.
En clase aprendió un día lo pequeñica que
es España y lo grande, lo inmensa que es África, no se lo podía creer y hasta
le dio un poco de coraje. En un mapa vio
todos los mares del mundo y los ríos.
En clase leían todas un poquito y hacían
cuentas, los euros ya no eran tan antipáticos y escribían poesías que les
hacían llorar de lo bonitas que les salían.
Y una tarde, hace unos dos meses, cuando
todas se fueron y ella se había quedado aposta la última, Lucía le preguntó
por qué tenía los ojos tristes, y ella, harta de su vida y harta de callarse la
hartura, se lo soltó todo.
Que su marido tenía la conversación en la
mano, que no era cariñoso, que tenía una amiga, que era un poco roñoso con el
dinero, que no valoró nunca lo que ella hacía y que llegaba tarde a clase todos
los martes y jueves porque, a mala leche, Rufino se hacía el dormido esos días
para que ella, tardara más en hacer la cama y llegara la última a clase.
Y que estaba pensando dejar de estudiar
para evitar las continuas chuflas que le hacía su marido.
Pero Matilde no ha dejado de ir a la
escuela.
Desde aquella tarde y por sugerencia de su
profesora va guardando unos euros cada día cuando va al mercado. Eso no es
robar, le dijo Lucía, no te preocupes, es para algún imprevisto, tu marido te
coacciona con el dinero, coacciona, eso le dijo, y tú tienes que tener algo que
te respalde y no te veas desvalida algún día, te lo has ganado.
Y Matilde, con una astucia recién estrenada,
le retrae algo a las monedas que le da su marido cuando va a la compra y ya
tiene un bote casi lleno en el fondo del armario, detrás de su abrigo de paño
marrón.
Pero sigue llegando tarde los martes y los
jueves, a pesar de que cada vez hace la cama más deprisa y casi no le da tiempo
a alisar bien las sábanas ni a ventilar la almohada como es debido.
Hasta que el martes pasado, en un aparte,
Lucía le propuso que los días de clase, no hiciera la cama hasta que volviera
de nuevo a casa, o que la hiciera su marido cuando se levantara.
Matilde no podía dar crédito a lo que oía,
su marido no haría la cama ni aunque le fuera la vida en ello y, por otra
parte, cómo pretendía la buena de Lucía que ella saliera de su casa con la cama
sin hacer. Por Dios, y si pasaba algo, y si subía en ese rato alguna vecina, y
si…
Lucía, dejó que se santiguara del espanto
de imaginarse la proposición indecente
que acababa de sugerirle, dejó que enumerara situaciones espantosas con
el hecho de salir de casa con las sábanas revueltas, y cuando calló Matilde, le
acarició el brazo con todo el cariño y la autoridad que pudo imprimir en el
acto, sonrió con todo el respeto y naturalidad que supo y le susurró bajito
pero segura: —Matilde el jueves me vas a hacer el favor de venir a tu hora y
con la cama sin hacer, verás como no pasa nada. Hazme caso, cariño, ya verás
como no pasa nada.
Lucía aquella noche cuando cerró el libro
que estaba leyendo y apagó la luz, pensó en lo inútil de su consejo a la pobre
Matilde, toda la vida con ciertas convicciones arraigadas profundamente en su
mente no podrían cambiar de la noche a la mañana, y con ese pensamiento se
quedó dormida.
Y Matilde llega al local que tiene el
ayuntamiento para las clases de alfabetización de personas mayores, bamboleando
la bolsa de flores verdes en donde guarda su cuaderno de contar historias, sus
lapiceros, su goma de borrar y el sacapuntas. Toca con disimulo el bolsillo de
la chaqueta donde lleva un pequeño monedero con los euros suficientes para
invitar a sus amigas y empuja la puerta metálica de entrada saludando al
conserje y sonriendo.
Lucia está preparando la pizarra y los
rotuladores, el mapa ya está abierto enseñando al que quiera verlo la grandeza
de nuestro mundo, los hilillos azules serpenteando entre montañas de tonos
marrones, las grandes manchas verdes y los océanos inmensos.
Matilde se acerca lentamente a su maestra,
le da un beso y tiene tiempo para decirle bajito, antes de que empiecen a
llegar sus compañeras: —Lucía ¿has visto?, hoy vengo a mi hora, Lucía hoy… hoy
no he hecho la cama.
Esta historia está basada en un hecho real, como las películas de Antena 3 y me siento muy orgullosa del logro conseguido. Una mujer mayor que, por fin, se revela contra las costumbres de toda una vida. Que se libera de esos actos cotidianos y castrantes en lo que ni siquiera se piensa y que estrangulan el crecimiento. Va por ella.
ResponderEliminarEs una historia bonita y triste a la vez. Ya lo creo que existen esas mujeres y hay que luchar porque se rebelen y no hagan tantas camas desechas por esos burros que les tocó en suerte aguantar...
ResponderEliminarFelicidades Eloisa, sigue ayudando a estas pobres. Un beso
En esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.
ResponderEliminarEn esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.
ResponderEliminarEn esas estamos amigo ayudándonos mutuamente. Saludos.
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