jueves, 1 de agosto de 2013

El caso de los buscadores de pinzas.


En la casa se respiraba ese aire lánguido y sesteante de las tardes de verano. Las persianas bajadas creaban un ambiente monacal en el salón y el silencio hacía que las horas andaran  más lentas de lo habitual.
La película había terminado y la niña suspiró satisfecha.
Siempre que veía esa serie le quedaba el regusto del caso resuelto, de la investigación, del correcto desenlace que, con tanta elegancia, los protagonistas llevaban a cabo. Se hacían llamar Los Vengadores y eran en verdad bastantes estilosos: él tan inglés, tan frío y correcto y ella tan guapa, tan bien vestida, tan eficiente.
A la niña le entraban, como cada tarde, las premuras detectivescas y fue a buscar a su ayudante sin pérdida de tiempo.
Su hermano, seis años menor que ella, estaba jugando con indios y americanos de plástico que iba sacando de una bolsa del mismo material y no le hizo demasiada gracia la interrupción de su hermana, momentos antes de dar la victoria, como siempre, a los indios, que le caían más simpáticos.
-Angelito, vamos a buscar pinzas.
Dejó el niño la batalla en periodo de tregua y siguió a su hermana-detective escaleras abajo.
La asfixiante canícula habría hecho desistir a cualquiera, pero el espíritu aventurero de la niña era más fuerte que los rigores del verano en cuestión y, con su hermanito desempeñando el papel de ayudante y guardaespaldas, comenzaron el rastreo por el primer bloque de viviendas.
La imaginación de la niña no conocía límites, mientras, andando muy despacio por debajo de los balcones, buscaban en el suelo, entre la hierba o en las vulcanizadas aceras, las pinzas de tender la ropa que se les caían a las amas de casa.
Angel, aprendiz de detective, pronto se contagiaba del éxito que, algunas tardes, remataba sus salidas.
Después de dar la vuelta a la manzana, en un recorrido que duraba una hora más o menos, sudorosos, recabando información sobre el suelo, con el sosiego de la calle desierta que jugaba a su favor, para la mejor concentración y eficacia del caso, llegaban a casa  con las manos y los bolsillos llenos de pinzas de madera y alguna que otra de plástico verde que añadir a la bolsa donde su madre guardaba las suyas.
Angel, tras la misión cumplida y siempre impasible como un auténtico y flemático espía inglés, se arrodillaba de nuevo en el suelo del pasillo, para continuar la batalla indio-americana interrumpida de forma tan poco castrense.
Mientras, su hermana, se había tumbado encima de la cama de su habitación, con la vista fija en el techo, en donde  veía perfectamente un futuro de compañera-socia de un atractivo señor con bombín, resolviendo complejos casos que nadie había podía esclarecer.
Llevaría un traje de color...
La niña cayó en un profundo sopor, con una sonrisa en los labios, mientras afuera, en el pasillo, su hermano-ayudante daba por terminada la batalla con la muerte del último americano.


Nota: En la foto los hermanos detectives años después, con el sueño de antaño cumplido, con algunos casos resueltos, inmersos siempre en nuevos retos, caminando.

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