Me enamoré, me enamoré, me enamoré.
De Burt Lancaster. A los siete años.
Algunos sábados, mi padre y yo nos íbamos al cine. Generalmente era el cine Florida, allá por la calle de General Ricardos. Mi madre se quedaba en casa con mi hermano, que ya tenía un año y era un experto descubridor de peligros. Yo era entonces una reina en el exilio, gracias a mi hermano que, al nacer, me usurpó el trono. Y creo que, para compensarme, me llevaban al cine los sábados.
Aquel día, fuimos a ver la película Trapecio. Y quedé deslumbrada. Por aquel ambiente de circo, por la música y por las cabriolas que hacía aquel actor, embutido en una impoluta malla blanca. Tan bello. Yo iba todos los años por Navidad al circo Price con mis tíos, estaba acostumbrada, pero lo que ví aquel día era otra cosa.
Me enamoré.
Siempre, después del cine, mi padre y yo íbamos a un bar cercano a comer pajaritos fritos. Eran típicos en los años 60. Me encantaban, aunque aquel sábado mi mente anduviera en la imagen del Burt, besando en el aire a la Gina, en su triple salto mortal, mientras daba cuenta de aquellos sabrosos pajarillos.
He ido viendo, a lo largo de los años, todas sus películas: impresionante en El Gatopardo, genial en El nadador, en la espectacular escena del beso en la playa en De aquí a la eternidad...
Mis enamoramientos, ya os lo contaré algún día, suelen durar de 24 a 48 horas, pero el de aquel hombre aún perdura. Supe más tarde de su vida como actor y como persona. Supe de su generosidad y de su valentía, de su enfermedad, de su pundonor. De aquello que le dijo por teléfono a una amiga que quería visitarlo cuando ya se encontraba bastante incapacitado: "Deseo que me recuerdes como tú me conociste y no que veas en lo que me he convertido".
Elegante, cariño. También eras elegante.
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