No os digo la verdad. Os saludo con una sonrisa todos los días, y los domingos os cuento una historia con final feliz. Me coloco una capa de júbilo para ocultar el neopreno de tristeza que me oprime la cintura. Si me veis, seguidme la corriente. Pero, ya lo sabéis, a veces miento. Este poema se esconde en mi libro "Besos de nitroglicerina en el corazón". Hace diez años que se publicó. Y sigue siendo verdad. Cada mañana tengo que saltar de la cama, con la ansiedad y el miedo estrujando sin piedad mi pecho herido. Abrir ventanas, dejar, bajo la ducha, que la incógnita corra hacia el desagüe, abrazarme al café caliente y apresar un puñado de bolígrafos para que regrese la claridad y el sosiego. Solo eso me salva, la seguridad del bolígrafo en la mano. Y el campo abierto y ofrecido de un cuaderno. Sólo eso. El miedo a la muerte, tan feroz; el hueco de tantas ausencias; la tristeza de un futuro que no será, la fragilidad del instante. Hoy, toca confesión, amigos. Sin pudor. Ya no lo tengo. Y es por eso que vuestro cariño me mantiene en pie; que el abrazo intenso del nieto me hace tambalear de esperanza, a mí, que nunca he sabido abrazar; que un pequeño escrito me ancla al mundo; que la publicación de un nuevo libro me vacuna durante un tiempo de esta enfermedad que ya se ha vuelto crónica, que la edad ha agravado; es por eso que necesito llenar libretas, leer, sentiros cerca, sentarme, durante horas, delante de mi biblioteca para agradecer. Disculpad el brote. Perdonad mi temblor. Si me veis, estaré sonriendo. Seguidme la corriente. A veces, miento.
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