Se llamaba Paco. Me veía pasar con libros en la mano por delante de la gasolinera que había cerca del instituto donde yo estudiaba. Él era el gasolinero. Moreno y guapo. Un día me estaba esperando a la salida de clase y se ofreció a llevarme la pesada mochila. Así estuvo durante todo lo que quedaba de curso. Mi bello y silencioso porteador. Más tarde, durante los meses de verano, yo iba a casa de un primo de mi padre a practicar con la máquina de escribir. Estudiaba también taquigrafía y mecanografía. Y, aún no tenía máquina propia. Paco me esperaba en la esquina de mi casa, me acompañaba por toda la calle Marcelo Usera hasta principio de Legazpi, donde vivía el primo Gregorio. Se sentaba en un escalón del portal y esperaba paciente una hora hasta que yo bajaba, hartica y gozosa de aporrear las teclas. Y volvíamos a mi casa en silencio.
domingo, 30 de marzo de 2025
Hay sábanas tendidas
Una mañana de domingo mi madre miraba con insistencia por la ventana de la cocina.
-¿Qué miras, mamá?
-Ahí, que hay un muchacho mirando mucho a las sábanas tendidas, a ver si me las quiere robar.
Vivíamos en un primero y mi madre había tendido al sol de agosto unas maravillosas sábanas blancas con un encaje grande y orgulloso, eran las sábanas de su noche de bodas. Una joya para ella.
Y me asomé.
-Mamá, es Paco, el chico que me acompaña cuando voy a casa del primo Gregorio.
Yo tendría unos catorce o quince años.
No recuerdo cuánto más duró el acompañamiento ni cuando dejamos de vernos. Pero pasaron unos seis años hasta que le ví de nuevo.
Yo salía de trabajar y ahí estaba, esperándome, como en aquellos tiempos remotos. Como si, de un momento a otro, fuera a extender sus manos para llevarme la mochila llena de libros.
-Me he enterado que te vas a casar. (Teníamos una amiga en común, ella se lo habría dicho)
-Sí.
Dudó, miró al suelo, seguía siendo de pocas palabras.
-Yo pensaba... bueno... pensaba que te casarías conmigo.
Ha pasado medio siglo. Que se dice pronto. Y, a veces, cuando tiendo las sábanas para que ondeen libres al viento de mi piso trece, para que sepan del goce de volar, miro a la calle por si Paco está mirando, por si, en su línea, en su forma de entender una relación, se acerque a mí una mañana, cuando baje a pasear a Chewie, mi querido pomerania, y me diga, bajando los ojos al hormigón rosa de la acera, que él pensaba que celebraría conmigo las bodas de oro.
Todo esto se lo voy contando a Chewie mientras recorremos, a paso lento y gozando de este último domingo de marzo, las calles de mi Leganés.
Luego, le cojo en brazos, le señalo el final del paseo y le digo, mira, Chewie, ¿ves allí, a lo lejos, detrás de aquel ciprés altivo y loco?
Es la vida.
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