miércoles, 16 de octubre de 2013

El secreto de mi madre.



Imagen tomada de la red.

Volví a casa por Navidad.
Tras dos años trabajando en Ámsterdam ya me apetecía oler el aroma del jardín de la casa de mi madre, sentir la suavidad de sus sábanas y el gusto de sus guisos.
Mi hermano me había avisado que no se encontraba bien, que había empeorado bastante desde la última vez que la vi, aunque por teléfono, en nuestras largas conversaciones, disfrazara sus cuitas con el engaño de la sonrisa.
Empujé la puertecita verde de madera antigua y me sorprendió el caos del jardín. El moral, siempre el moral.
—Mamá—me anuncié. Y la vi esperándome tras la mosquitera de la puerta de entrada.
Mi hermano tenía razón.
        —Mamá cuando vas a querer deshacerte del árbol, es tan sucio y te da tanto trabajo.
        —Calla y entra hija. Y me besó.
Después de instalarme y cuando estábamos recogiendo la cocina, insistí.
        —El árbol no se toca—, dijo con la firmeza de otras veces. Lo plantó tu bisabuelo, me gustan las moras, da una buena sombra y no da tanto trabajo como crees.
          —Pero mamá, el suelo está siempre lleno de manchas y de hojas, y tu espalda…
        —Hija, cuéntame, ¿vienes para mucho tiempo?— Venga, vamos a ver a tu hermano, Laura está a punto de dar a luz y estamos todos muy nerviosos.
Y ahí acababa la discusión.

Pasaron las fiestas, nació Alberto, me convertí en tía y mi madre en abuela y a mi hermano y a mí nos enternecía verla con el bebé en brazos contándole historias pasadas.
Le hablaba de nuestra infancia, del pueblo, de nuestro padre, de lo bueno y trabajador que era y de la pena que supuso su inesperada desaparición, le hablaba del mar…
Mi hermano y yo nos mirábamos y se nos dibujaba en la cara una sonrisa condescendiente y escéptica. ¿Es posible que no recordara las palizas, las borracheras, las ausencias de meses, las patadas?
Nunca habíamos hablado de ello desde que se fue aquel día lluvioso de últimos de Noviembre, nunca, pero nosotros habíamos visto a nuestra madre desfallecer, flojear con el trabajo, con las secuelas de los malos tratos, con la pena tragada y asumida.

Mi madre murió a mediados de Marzo, perdió las fuerzas y la razón y nos parecía, de repente, una niña frágil y desorientada.
La tarde de su muerte se aferró al brazo de mi hermano y con los ojos fijos en la lejanía y secándose una lágrima inútil con la huesuda mano, musitó con cierta obstinación: —No, el moral no se corta, el moral no, es mío.

Hace ya una eternidad, me parece, que mi hermano, a la vuelta del cementerio y ciego de dolor, sin respetar el deseo de madre, comenzó a levantar las raíces del árbol, escarbaba con cólera y rabia. Yo me fui a esconder mis lágrimas en la pequeña cocina hasta que apareció en la puerta instantes después: —Ven, tienes que ver esto.

Reconocimos los restos de una vieja colcha floreada, reconocimos una chaqueta de pana de color desvaído, un zapato, una piedra. Recordamos, de repente, escenas de miedo, de lluvia, de silencio prolongado.

No vendimos la casa, venimos de vez en cuando. A la vuelta de mis viajes celebramos, bajo el moral, alguna comida con mi hermano y su familia. Ya tienen tres niños.

El moral nos regala una buena sombra, dulces moras y se levanta, contundente y silencioso, guardando el frescor del pequeño patio y el secreto eterno y lejano de nuestra madre.



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