jueves, 3 de octubre de 2013

Acoso.



Foto tomada de la red.


Viajo bastante. Por trabajo y por placer.
Me gusta moverme, pisar, patear el suelo.
Recorridos cortos o largos. Todo me vale. Acumulo paisajes y sensaciones.
Tomo el coche y enfilo el primer callejón que encuentro y me dejo conducir donde me lleve el camino.
Descubrimientos. Árboles de otros colores y formas. Nuevas aguas.

Hace unos meses me regalaron un GPS. Yo no soy partidaria de nuevas tecnologías, impaciente y nerviosa, no me pliego a las exigencias de esas excitantes, para muchos, novedades.

Fue en un viaje a Córdoba.
La voz metálica y cansina de la mujer me indicaba cuándo “tomar la tercera salida a la derecha en la próxima rotonda” o “seguir la ruta durante 60 Km”.
Muy atenta, me advertía de un “posible radar móvil”.
En el viaje de vuelta ignoré sus indicaciones y tomé otra ruta que creía mejor, la de siempre, soy mujer de costumbres a pesar de todo.
Me pareció que, con voz irritada, me corregía y en una curva noté en mi antebrazo derecho el impacto de una pequeña lluvia de salivilla. Como si me hubieran escupido.
Hasta llegar a mi destino me escupió tres veces más.

Seguí fielmente sus órdenes en el próximo viaje que tuve que hacer a Santander por motivos laborales. La encontré atenta, paciente y hasta cariñosa. Cuando dijo “ha llegado a su destino” intuí incluso una sonrisa amistosa y cordial.

Y no volvió a escupirme más.

Este verano fui a Lisboa a la boda de unos amigos. Me confundí varias veces a pesar de sus indicaciones y, poco antes de llegar, ya de noche, me reprendió. Juro que cuando dijo “ha llegado a su destino” el tono de su voz,  más pausada de lo habitual, era de recriminación, de desaliento, como una madre ante la evidencia de la inutilidad de su hijo.

Me acosa.

Cuando quiere humillarme, hacer patente su superioridad, baja mucho el tono de voz, condescendiente, como disculpando mi torpeza, me susurra la ruta con retranca y hasta creo escuchar al fondo de no sé dónde una risita solapada.

Hay veces que pierdo los estribos y grito y es entonces cuando ella calla, no habla, no habla durante días, me deja hacer, me ignora, pero yo oigo, de vez en cuando, un suspiro de resignación.

Y es entonces cuando siento estos remordimientos que no me dejan vivir.



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