martes, 29 de octubre de 2013

"El perro sabe, pero no sabe que sabe" Teilhard de Chardin.






Es lo primero que veo cuando despierto por las mañanas.
Abro los ojos y veo los suyos fijos en mí, cariñosos y expectantes.
—¿Qué, dispuesta al paseo?—parece querer decir… y sonrío.
Lo primero que hago al despertar y verle  es sonreír.
Y eso me gusta, eso está bien.
Si dudo, si vuelvo a cerrar los ojos o cojo el libro, me calzo las gafas y me dispongo a leer un rato, él se acomoda, pegadito a mi costado, da un profundo suspiro y se duerme de nuevo.
"Todavía no es la hora", supongo que pensará.
Yo pospongo ese momento, por puro placer.
El vientecillo de primera hora de la mañana pasa sin obstáculos, en línea recta,  y me refresca los pies, leo un par de hojas del libro sin dejar de sentir el contacto de mi chico, su respiración tranquila, regular, con suspiros más largos y victimistas, como recordándome que no me demore demasiado en pamplinas porque necesita levantar la patita y pasear al final de la correa, seguro del control de su amiga, a la que esperará en algún recodo del camino cuando escape a su campo visual, convencido de que ella no le quita ojo durante el paseo, orgullosa y sonriente, hipnotizada ante la dulzura y el poderío de su cuerpo de algodón, plateril, del andar cadencioso y chulesco de sus patitas de perro con pedigrí añejo, del movimiento enloquecedor del rabillo cuando se cruza con alguien que le produce gozo.
—Haro— le llamo de vez en cuando, porque necesito pronunciar su nombre, por ver si se reconoce mío. Y él vuelve la cabecilla como si fuera un resorte programado y yo le regalo un te quiero que asume con total dignidad e indiferencia y prosigue su camino con la cabeza un poco mas erguida, más chispero si cabe, seguro de su poder ante la mujer que sujeta la correa, la que se supone que manda, pero que sólo es la más rendida sierva, agradecida y sumisa ante el que cada mañana, al despertar, le provoca un sonrisa que le ilumina el mundo.









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