La llamaban La Chata.
No hacía referencia el mote a su persona.
Le venía heredado de sus mayores.
Se fue una temporada a la capital y regresó con una hija.
Desde entonces vivió algo recluida y escarniada con
miradas oblicuas en cuanto pisaba las calles.
Un día llegó al pueblo un grupo de hombres para trabajar
el verano.
Y la Chata se enamoró de uno de ellos cuando se
encontraron una tarde en la fuente de piedra de la plaza.
Y se veían a diario cuando las primeras sombras de la
noche encubrían sus ansias.
Dicen que ella le propuso quedarse y formalizar la
relación.
Dicen que a él la niña, un poco retrasada y algo huraña, le frenaba la decisión.
Cuentan que la Chata estaba loca por el hombre.
Y se santiguan cuando recuerdan la tarde que vieron alejarse por el camino de las huertas a madre e hija y cómo volvió la Chata con la mirada huida y los bajos de su falda culpables de sangre.
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