viernes, 17 de abril de 2020

Querida poeta


“A veces llegan cartas con sabor amargo,
con sabor a lágrimas,
a veces llegan cartas con olor a espinas,
que no son románticas,
son cartas que te dicen que al estar tan lejos,
todo es diferente,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el amor se muere.
A veces llegan cartas que te hieren dentro,
dentro de tu alma.
A veces llegan cartas con sabor a gloria,
llenas de esperanzas,
a veces llegan cartas con olor a rosas, que sí
son fantásticas.
Son cartas que te dicen que regreses pronto,
que desean verte,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece”.




Amable lector, te explico:
   Una noche, en el silencio de mi estudio, cuando me detengo en esa hora loca en la que busco, en la que, casi siempre con una cerveza, me resisto a dejarme caer en el sueño, en la que me entran las prisas por tener prisa, el azogue por recuperar el tiempo perdido, por vencer, me puse a escribir sin orden ni concierto. Sólo para darle gusto a los dedos que hormigueaban sin parar. Tiranos que me obligan, un día sí y otro también, a sentarme y dejarme llevar por sus deseos. Apuré la cerveza y me puse a escribir sin mirar siquiera al teclado. La verdad es que estaba un poco achispada y salió lo que salió.
   Nadie me había escrito nunca una carta en mi juventud. Ningún enamorado, ningún amigo o amiga, un anónimo, nada.
      Esto fue lo que me vino a la memoria aquella noche. 
      En mala hora.
  Cuando surgían conversaciones en los tiempos posteriores, últimamente, o sea ahora, todas, todas, te lo digo amigo, todas las mujeres que conocía, las que compartían los talleres de escritura, o de las clases de todo que dirigía, las vecinas, las amigas íntimas, las conocidas, todas, te vuelvo a repetir, tenían en su casa, al fondo de un armario, una cajita atada con una cinta, casi siempre de color rojo, en la que guardaban, como oro en paño, las cartas que le habían escrito el enamorado de turno, el novio oficial, el marido. O incluso las de alguna amiga de la infancia que emigró a otro lugar, o una maestra con la que mantuvo una relación especial. En fin.
    Yo no tenía una caja así.
   Y no me sentía especialmente desgraciada ni solitaria, tal y como decía Elías Canetti en su famosa frase: “Nadie es más solitario que aquél que nunca ha recibido una carta”. Ni mucho menos.
   Bueno yo era, soy, más bien solitaria, pero de buen rollo, es decir, me gusta mucho la soledad, estar sola, tener mi momento, pero también soy extrovertida y relativamente sociable, alegre, marchosa, pero que no me quiten mis instantes de estar conmigo misma. Mis instantes de introspección.
   Y, bueno, fueron tantas las ocasiones en que tuve que escuchar el tema de la caja con las misivas durmiendo el sueño eterno dentro de su vientre, que me entraron unas ganas urgentes de no ser menos.
   Ni Dios puede cambiar el pasado, dicen. Pues yo lo iba a transformar. En casa tenía una caja, bueno tengo muchas cajas. Elegiría la más hermosa y la preñaría de cartas.  No le iba a poner ningún lazo. Demasiado cursi y fuera de tiempo.
   Mi caja es grandecita, de cartón fuerte, decorada con esos angelitos tan famosos que contemplan a Santa Bárbara en el cuadro de Rafael, la Madonna Sixtina. Esos angelitos pensantes que están hasta en la sopa.
   Y vacía.
   Por poco tiempo, me dije a mí misma.
   Todo esto lo pensé en aquella noche de insomnio. Histérica. Llovía con ganas. Me acosté.
    Casi no pude dormir, como un niño impaciente en la noche de Reyes. Y, al día siguiente, ya estaba pidiendo, en las redes sociales y de palabra, escribidores a diestro y siniestro.
   Y sin ponerme colorada.
   Incluso se me ocurrió un proyecto. Por si tenía pocos.
   Se lo expuse a varios amigos escritores. Todos hombres. Lo veía más normal. No serían, en este caso, cartas de enamorado, pero sí de alta literatura.
   Todos se rajaron. No lo veían. Vamos que se rindieron antes de empezar.
   Me pasé a las mujeres.
   Sólo una respondió, muy ilusionada con la idea que le proponía.
   A saber: un intercambio de cartas. Como escritoras. Una carta a la semana. Decidí que ése era un lapso de tiempo correcto, prudente, sería un buen entrenamiento para el oficio, nos conoceríamos más, luego, si con el tiempo conseguíamos un material importante, podríamos incluso plantearnos la publicación de un epistolario guapo y, sobre todo, mi primer interés, mi meta: que yo llenaría mi caja de los angelitos. A tope.
   En medio de esa voracidad en la que estaba metida, aquella misma noche escribí la primera. Y se la envié a mi amiga al día siguiente.
   Ipso facto. Y creo que me quedó chula. Mirad:

(Del proyecto Querida Poeta) Continuará...

4 comentarios:

  1. Querida Eloísa, a mí me pasó algo parecido hace unos años, para ilustrar mi soledad en Madrid. No sabía si llenaría una caja pero deseaba recuperar esa ilusión por la llegada del cartero, o la cartera, en mi caso. El intento fracasó. Lo más triste: la mayoría de las personas a quienes lo propuse eran escritoras. Dijeron que adoraban la inmediatez de Gmail. Ploff!! :-(

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    1. Pues yo, como digo, he conseguido reunir una docena de cartas de las chicas estupendas del taller. Y ahora, estoy intentando pergeñar alguna historia con este material y con unas cartas que recibo anónimas de algún enamorado. ¡Cómo se ponen las cabezas! Un abrazo sin miedo.

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  2. Eloísa, me encanta lo que escribes. ¡Qué grande eres! Gracias. Un beso.

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    1. Pero qué cosas dices, mi amigo escribidor! Un abrazo y, cuántas cañas van a caer cuando esto acabe?

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