domingo, 19 de abril de 2020

Querida poeta, capítulo dos.



...son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece.



Querida amiga:
     “Nadie es más solitario que aquel que no ha recibido nunca una carta”, eso es lo que dijo Elías Canetti, y a mí, que aquí estoy sin haber recibido ninguna, se me quedó la frase vagando por los rincones del pensamiento.
    A veces esa carencia epistolar se perdía por algún recodo de la memoria, pero volvía de nuevo a instalarse entre mis ojos, cuando alguien mencionaba la propiedad de la sempiterna caja llena de misivas antiguas de algún amor o de un amigo lejano, envueltas todas ellas en el obligado también lazo de colores imposibles.
    Te lo comenté un día a poco de conocernos y nos miramos un instante, pensando las dos cómo se podría remediar esa orfandad, solucionar ese vacío tan simple pero que tan obstinado y terco rondaba por mi cabeza.
   Comenzamos, de ese modo, un intercambio epistolar, sin ninguna meta prefijada, sólo para remediar esa carencia que me tenía algo obsesionada.
    Tus cartas llenarían esa caja que guardaba, vacía y expectante, en el último estante del armario de madera oscura que trajo mi tía Ana Luisa de Venezuela, como regalo de boda con mi tío Sebastián y que yo conservo.
    ¿Recuerdas?, andábamos las dos buscándonos a través de las redes sociales, siguiendo el duro trabajo de colocar las palabras en el hueco preciso que ambas amamos tanto hasta que, con motivo de la presentación de tu novela en el centro donde tengo mis talleres de escritura, nos pudimos abrazar.
    Nos intercambiamos nuestros libros publicados como las parejas intercambian los anillos de   compromiso.
     Y eso fue lo que adquirimos esa tarde de lluvia y otoño, una alianza para siempre. Dos mujeres manchegas, contadoras de historias, con un largo recorrido vital posado en los hombros, con flores de muchas mañanas tatuadas en el dorso de las manos, con los dedos manchados de tinta y el olor del fuego en las esquinas de la boca.
    Y aquí estamos, intercambiando vida desde estas cartas que nos enviamos con la regularidad que podemos, llenas de historias y de miedos, de proyectos e ilusiones, de deseos y de trampas para engañar al tiempo, para estirarlo y disfrutar más de los cuentos, de la lluvia y de la poesía.
     Cuando bajamos Chewie y yo a pasear la mañana, miro con disimulo la ventanita del buzón para encontrarte; mi perro también se ha hecho eco de mi espera y ladra al cartero cuando lo ve pasar de largo ante la puerta.
¿Me contarás en tu carta cómo va la nueva novela?
¿Nos encontraremos en la próxima presentación?
Dime cómo estás.
Un abrazo amiga.
Ya es primavera.

10 de abril



Todo esto escribí en aquella primera carta. Tergiversando un poquito la realidad, como corresponde al oficio.
   A partir del día siguiente, ya abría el buzón con los nervios de una quinceañera. A partir del día siguiente, lo habéis leído bien, ya esperaba encontrar la respuesta. O sea, que mi carta ni siquiera debía haber llegado a su destino. Mis nervios, digo.
   Abrí el buzón por la tarde. Por si acaso, pensé.
   Me hice la dura y no lo volví a abrir hasta el mediodía del día siguiente. Creo que era sábado y seguía lloviendo.
   Bajaba al perro cuatro o cinco veces nada más que para abrir el buzón y meter medio cuerpo dentro por si el sobre se hubiera enganchado en algún sitio.

   Y pasaron quince días.
   Quince días de pena y ansiedad. No sabéis lo que es eso. No se lo deseo a nadie.

   Y por fin...

2 comentarios:

  1. Sí, la espera desespera, pero todo llega. Buena tarde

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    1. Ya ha llegado. Tengo la caja llena de cartas de amigas especiales. Un abrazo, amiga.

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