lunes, 23 de septiembre de 2013

Vuelta a la monogamia.





Estaba haciendo un trío.

El hombre duplicado de José Saramago, un libro de poemas de Sagrario Torres y Grandes pechos, amplias caderas de Mo Yan.
Tonteaba entremedias con unos cuentos de Chéjov.

Pero me di cuenta que no podía seguir así.
No me concentraba con el Estremecido verso de la poeta manchega, me bailaban, iguales, los personajes de la dinastía china en la novela de Mo y repetía, distraída, los cuentos.
El hombre duplicado me exigía fidelidad absoluta.
Toda mi atención.

La estructura de la novela, las frases largas, el narrador omnisciente que mueve unos hilos invisibles de los que no se consigue escapar, la falta de los signos conocidos del diálogo que reclama más aplicación de la normal, el dilema humano del ser único, la crisis de identidad ante la evidencia de un sosias que desequilibra la rutina, los miedos del existir.

Pasé por diversas fases. Tomaba, tozuda, uno u otro por ver si podía continuar con el exceso, con la diáspora.
Pero Saramago ganó. No lo dejé. 
Continué con él.  Sólo.
Hasta el final sorprendente.

Fue difícil a ratos, aunque acabó bien. Tanto, que, al cerrar el libro, recomencé a leer las primeras páginas, para comprenderlo mejor, para saborear el idilio.

He dejado pasar unas horas antes de emprender una nueva aventura. No quiero aquellas viejas amistades por ahora.

Me voy un par de días con Plenilunio. Antonio Muñoz Molina tiene la culpa.
Ya os contaré.


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