Estaba
haciendo un trío.
El hombre duplicado de José Saramago, un libro de poemas de Sagrario Torres y Grandes pechos, amplias caderas de Mo
Yan.
Tonteaba
entremedias con unos cuentos de Chéjov.
Pero
me di cuenta que no podía seguir así.
No
me concentraba con el Estremecido verso
de la poeta manchega, me bailaban, iguales, los personajes de la dinastía china
en la novela de Mo y repetía, distraída, los cuentos.
El hombre duplicado me exigía fidelidad absoluta.
Toda
mi atención.
La
estructura de la novela, las frases largas, el narrador omnisciente que mueve
unos hilos invisibles de los que no se consigue escapar, la falta de los signos
conocidos del diálogo que reclama más aplicación de la normal, el dilema humano
del ser único, la crisis de identidad ante la evidencia de un sosias que
desequilibra la rutina, los miedos del existir.
Pasé
por diversas fases. Tomaba, tozuda, uno u otro por ver si podía continuar con
el exceso, con la diáspora.
Pero
Saramago ganó. No lo dejé.
Continué con él. Sólo.
Hasta el final sorprendente.
Continué con él. Sólo.
Hasta el final sorprendente.
Fue
difícil a ratos, aunque acabó bien. Tanto, que, al cerrar el libro, recomencé a
leer las primeras páginas, para comprenderlo mejor, para saborear el idilio.
He
dejado pasar unas horas antes de emprender una nueva aventura. No quiero aquellas viejas
amistades por ahora.
Me
voy un par de días con Plenilunio. Antonio
Muñoz Molina tiene la culpa.
Ya os contaré.
Ya os contaré.
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