El 6 de diciembre murió mi madre. Al
día siguiente, después del entierro, en la puerta del cementerio, mi nuera tuvo
dolores de parto.
El día 8 nació mi primer nieto, Eneko.
El 27 del mismo mes, vino al mundo mi nieta, Martina.
Al cabo de pocos días, mi tío Sebastián, revolviendo en un viejo baúl
del desván de su casa, descubrió unos diarios. Tres cuadernos de tapas verdosas
llenos de una letra picuda y apretada. Con la firma de mi bisabuela Eloísa.
Todos creíamos que era analfabeta.
Después de leerlos ha creído que debía tenerlos yo.
Hoy, ya febrero, ha venido a traerlos. Me ha recomendado, con un
cariñoso abrazo, que los lea con calma. Regresa a Caracas en unos días.
Tengo delante una taza de café demasiado caliente. A mi lado, Chewie, mi
pomerania, duerme apoyado en mi pierna. Estoy leyendo los diarios de mi
bisabuela.
Descubriendo.
El café ha dejado de humear, mi perro hace rato que se ha ido a
deambular por los pasillos.
Y yo ando perdida por unos senderos que desconocía que hubieran
existido.
Este es el comienzo de la nueva novela que
Asiole va a escribir.
Andaba últimamente algo perdida, han sido
muchas emociones en poco tiempo y, aunque ella tiene su vida llenita de
contratiempos y épocas oscuras, o sea que está curtida a base de bien, no entiende la extrema sensibilidad que la
envuelve ahora.
Tiene 63 años, tres hijos, un marido, un
perro, tiempo para hacer lo que siempre ha querido y buena salud. Es alegre y
lleva sombrero.
Asiole tiene publicados dos poemarios y un
libro de relatos que están gustando mucho, está relativamente satisfecha, ha
sido abuela, tal y como cuenta un poco más arriba y vive en una ciudad verde y
soleada, que la conoce y quiere.
Está rodeada de amigos sinceros y gente guapa.
Está rodeada de amigos sinceros y gente guapa.
Dirige unos talleres de escritura creativa,
clases de alfabetización a mayores y lee todo lo que pilla. A todas horas.
Camina a diario con sus zapatillas de huir
y abraza todos los árboles que se lo piden.
Asiole duerme mal.
En las largas noches de insomnio pergeña poemas, escucha la radio, dibuja, pasea por el salón como alma en pena, toma un culito de whisky y le cuenta a su perro el comienzo de la novela y versos largos.
En las largas noches de insomnio pergeña poemas, escucha la radio, dibuja, pasea por el salón como alma en pena, toma un culito de whisky y le cuenta a su perro el comienzo de la novela y versos largos.
Podríamos decir que Asiole es feliz.
Pero nuestra amiga ha contraído hace ya casi
un año una doble enfermedad: el miedo y la tristeza.
Vamos a ver tontorrona, se dice nuestra
escritora, mirándose al espejo del cuarto de baño, ¿pero, qué te pasa, a estas
alturas de la película?
Y le pasa, lo sé, porque la conozco bien,
que tiene miedo al paso del tiempo, que cree que se le ha quedado algo, mucho,
en el camino; que no le va a dar la vida que le queda para todo lo que desea; que teme que la novela no avance, que le faltan muchos vinos por probar, libros
que leer, países que recorrer y miradas con las que cruzarse.
Le pasa que ahora, con la madre muerta, es
ella la que ha dado un paso al frente y la que tiene en sus manos el timón del
futuro y de su gente, que ya no le queda nadie detrás para apoyarse. Que les quedaron a las
dos conversaciones pendientes.
Y Asiole, escribe. Escribe esa novela de la
que conocemos el comienzo y que espera acabar antes de cumplir los 64.
Además escribe historias en las que
conversa con su madre, en las que su marido es diplomático y viajan constantemente,
de un paisaje a otro; que se baña en varias aguas, siempre diferentes, tal y
como vaticinó Heráclito; que su marido la hace reír; que le sobreviene una
aventura; que contempla, desde algún porche de alguna cabaña, de algún bosque,
la otra cara de la luna, escribe…
Mira a su marido dormir plácidamente, todos
los días, en el sillón amarillo de la sala, le contempla dormir despreocupado
por las noches durante ocho interminables horas, le ve dormitar antes de la
comida y después del café, a media mañana.
Ella no puede.
Un día, cuando despertó Julio de una de esas
duermevelas, entre cabezada y cabezada, nuestra amiga Asiole le miro y le dijo
muy lentamente: Cuando uno de los dos
muera, yo me voy a ir a Italia.
Esta reflexión le vino de recordar un cuento
breve de la Mastretta y le salió de corrido.
Y fue entonces cuando Asiole se recostó en el sillón de
flores diminutas, se acomodó en la espalda un par de cojines granates, cerró
los ojos y notó, no me lo supo explicar bien, cómo, de repente, se le escapó el
miedo por alguna esquina del salón y le sobrevino la alegría.
*Foto de la poeta y fotógrafa Teresa Sánchez Laguna.
Hola. Acabas de endulzarnos la boca y retirarnos el caramelo.
ResponderEliminarPor favor,dale luz verde ya!! O nos tendràs relamiendonos hasta septiembre. Buen comienzo.
Menos mal que la tristeza da paso a la alegría. Un abrazo con guiño incluido.
"Acabas de endulzarnos la boca y retirarnos el caramelo"... si es que eres una artista! Así te quiero ver, con la sonrisa por delante. Un abrazo.
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