lunes, 11 de mayo de 2020

El ruido del silencio



“Pedro volvió a reclamarnos. Al mes y medio. Llorando, arrepentido, que no podía vivir sin nosotros, que nos echaba mucho de menos. Que iba a cambiar. Que haríamos un viaje juntos. Los niños querían volver con él, deslumbrados de nuevo por sus promesas. Insistieron, lloraban, me echaban la culpa de no estar con su padre.

    Y de nuevo le perdoné. Y volví.
    Tuvimos un periodo de tranquilidad. Apenas unos meses.
   Hicimos, durante ese tiempo, algunas excursiones. Mis hijos estaban felices. No llegaba bebido a casa. Algunas veces los veía a los tres jugando, peleándose en broma, tirados en el suelo del salón, y pensaba que quizá había merecido la pena esperar, y casi olvidaba a ratos el pasado.
   Los fines de semana, que tenía más tiempo, hacía tartas y fuentes enormes de natillas. Me volvieron las ganas de comer.
   Pero sabía que seguía con su amante.
   Fue estando con ella cuando se encontró mal y tuvieron que llamar a una ambulancia. Me avisaron del hospital. Pancreatitis aguda.
   Todos los días iba a verle, a veces con los niños. Una mañana no fui a trabajar a la tienda de muebles, porque una compañera me pidió cambiarle el turno, y tampoco me tocaba la limpieza de los portales, y después de recoger la casa y dejar preparada la comida para mis hijos me fui al hospital. Esperaba darle una sorpresa y acompañarle en la hora de la comida.
    Cuando entré en la habitación su cama estaba vacía. Tampoco estaba el compañero. Pregunté en el control y una enfermera me dijo que se lo habían llevado para hacerle una placa, y que le acompañaba su mujer. No dije nada.
   Cuando le vi llegar, en una silla de ruedas, al final del pasillo, agarrado a la mano de su amante, supe que había llegado la hora de tomar una decisión. Que ya no podría haber vuelta atrás.
   Comprendí entonces el empeño en saber, cuando iba a visitarle, a qué hora iría al día siguiente, las miradas de asombro y curiosidad del compañero de habitación y comprendí también que no iba a cambiar nunca. Que no me quería. Que no me había querido nunca y que, posiblemente, tampoco la querría a ella.
   Como en una secuencia, allí, agarrada al mostrador del control de enfermería, pasaron por mi cabeza, desfilando, los desprecios, las humillaciones, las llamadas a la amante, incluso delante de mí, y retándome con la mirada, el empeño en ingresarme en un hospital psiquiátrico, su comentario de que estuvo tentado de dejarme tirada en el salón, lo incómodo que le resultaba mi existencia, su deseo de que desapareciera.
   Dejé que se acercaran, que me vieran, antes de emprender el camino de la salida”.

2 comentarios:

  1. Siempre deberíamos tener localizada la escalera de emergencia, y poder escapar cada momento que nos apeteciera.
    Buena tarde

    ResponderEliminar
  2. Sería estupendo. Y, si no es así, la podremos inventar. Un abrazo sin miedo. Nos veremos pronto.

    ResponderEliminar