martes, 28 de enero de 2020

Los pecios del naufragio



Debajo de mi piel corren miles de hormigas salvajes.
      Se deslizan por mi espalda en las mañanas de lluvia y se detienen, a mediodía, en la cintura.
     Siento su aliento de lucha y su titubeo. Las oigo hablar y decidir el próximo destino.
     Rodean, en loca marabunta, mis caderas y se introducen, ladinas, entre las ingles y la curva cobarde del pubis.
     Algunas descienden por los muslos indecisos, por las piernas vacilantes y cubren de dudas mis pies descalzos. Me paralizan y me hacen temblar en silencio.
     Me obligan a recomponer mis tardes y abandonar la alegría entre los visillos sucios de las ventanas cerradas.
     Me descubren la miseria de tu olvido, me sonsacan la locura que había dejado entre las sábanas frías de aquella alcoba en penumbra.
     Se regodean en la angustia de mi boca apretada. Pugnan por salir a través de mis pechos dormidos y taponan mis oídos para que no te oiga llegar en la noche.
     Cuando clarea, me descubro aún en medio del caos y del tumulto de las vidas expuestas, con el contorno del sofá desdibujado, conmovido y triste, con el ruido pertinaz del pulso en mis venas sin caudal, con la zozobra del comienzo, con la certeza del naufragio.
     Las creía muertas, a las hormigas digo, y es cuando noto el avance de éxodo por mi cuello, por mis hombros y mis dedos contraídos.
     Sigo allí, de pie, cuando llega la noche de nuevo.
    Y las hormigas no duermen bajo mi piel y el reloj ha dejado de latir y sólo el murmullo de tu llegada podría vencer este escándalo de muerte.
     Ya se están acercando hasta mis labios secos.
     Y ya no duele.



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