lunes, 6 de agosto de 2018

Historias de una abuela de verano. La drácena.

     


     Mis nietos duermen. Suena en la casa, susurrante apenas, música de Mozart. 


     Os quiero contar algo. 


   El 6 de diciembre del año pasado murió mi madre. Al día siguiente, después del entierro, en la puerta del cementerio, mi nuera tuvo los primeros dolores de parto.
   El día 8 nació mi primer nieto, Eneko.

   El 27 del mismo mes, vino al mundo mi nieta, Martina.

   Hoy, ocho meses ya.

  Ocho meses de todo. Del derrumbe, del rugido de catarata del que os hablaba ayer, del dolor de la ausencia y de la explosión de gozo de la llegada de los nietos.
  Y os voy a contar la historia de la drácena.

  Mi madre tenía una drácena, una variedad de tronco de Brasil. Desde hacía casi treinta años.

   Apenas una semana antes de su muerte habíamos ido a su casa y el tronco de Brasil, un árbol ya y cuyas últimas hojas se agachaban dóciles para no tocar el techo del salón, se encontraba frondoso y espléndido en su rincón.
   Mi madre lo primero que hizo al llegar, ya muy débil, muy despacio y con ayuda, fue ir a acariciar sus hojas, ver si le faltaba agua, hablarle.    Recuerdo que le dijo que parecía que se encontraba mejor, que las heridas producidas por tanto tiempo encamada en el hospital iban curando, que aún vivía en mi casa, que parecía que tenía más fuerza y que siguiera así de hermoso.
   –Cuando vuelva vamos a tener que cortarte algunas hojas o hacer un agujero en el techo para que no tengas que encogerte. Total, no vive nadie arriba, ni se van a enterar. No te preocupes, ten paciencia, vuelvo pronto.
    Y le contó que iba a ser bisabuela.

  Y una semana después de su muerte, al llegar a su casa, contemplamos, mis hermanos y yo, atónitos y boquiabiertos, un esqueleto marrón y lacio, unas hojas totalmente marchitas y secas. Un tronco escuálido y vencido.

   Yo no podía dejar de mirar aquella planta, consumida y derrotada.

 Nunca había creído en esas historias que se cuentan, esos episodios paranormales que acarrean las ausencias, pero ahí estaba la planta, sobreviviente de tantos años y cambios de lugar, de semanas en las que mi madre estaba con alguno de sus hijos, tiempos prolongados, sin apenas luz, mantenida fuerte y erguida por sus palabras, susurradas mientras le acariciaba las hojas. Le contaba sus planes y sus ansias, se confesaba con aquel árbol que presidía el rincón más bonito del salón, al lado de la mecedora antigua y la colección de bolas de nieve, ahí estaba, muerta, como ella.
   La planta tuvo que morir más o menos en el mismo instante que mi madre, ¿acaso hay otra explicación?
   Quizá intuyó que, sin ella, no habría nadie que la cuidara. Se dejó morir en un acto de rendición, de suicidio.
   Y ahora, ocho meses después, abandonada, sin agua ya, sin luz, allí, en el rincón del salón de una casa en venta, emergen unos brotes nuevos y vigorosos, vivos...

  Como mis nietos, como esos bisnietos tan esperados que ella, mi madre, por unos días, no llegó a conocer.






    Mañana os presentaré a Eneko.




  


2 comentarios:

  1. Hay misterios en la vida difíciles de resolver pero que realmente te hacen pensar y mucho.
    He vuelto a retrasarme pero dejé el ordenador descansando y ya en casa, vuelvo a saludarte, he encontrado los bolígrafos que había perdido y he desempolvado los cuadernos. Un beso a la cuadrilla.

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  2. La verdad es que es todo un misterio. Ahora la tengo en mi casa, esperando otro milagro. Un abrazo y escribe.

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