domingo, 30 de marzo de 2014

La coleccionista.

     Teresa admiraba su ropa tendida con la cabeza un poco ladeada, los ojos entornados y los dientes sujetando el labio inferior en clara postura reflexiva. Talmente como si estuviera admirando un Caravaggio.

     Ese día había colocado las pinzas intercalando los colores: primero dos verdes, luego dos amarillas, dos azules, dos rojas, dos blancas y vuelta a empezar en la segunda cuerda.  El conjunto, fotografiado, obtendría fijo  el primer premio en cualquier concurso.
     Se sentía orgullosa del trabajo bien hecho.
     Tenía un buen tendedero, su marido estaba “sembrao” el día que se lo instaló a poco de casarse: en un perfecto rectángulo de hierro pintado de gris azulado, se alojaban cinco cuerdas dobles de color azul grisáceo, que permitían que, con la ayuda inestimable de sus pinzas, la ropa de los seis componentes de la familia ondeara segura al viento. Además tenía la suerte de vivir en el piso doceavo, el último, con lo que no tenía el problema tan temido de que las vecinas de arriba le engorrinasen la ropa con porquerías.
Contempló de nuevo el conjunto y, con un suspiro de satisfacción, cerró la mampara de aluminio blanco impoluto. Recogió la cesta de las pinzas y la guardó en el armario bajo de esquina de su amplia y límpida cocina.
Por la tarde iría a la tienda de todo a cien a comprar más pinzas. En esta ocasión las elegiría de madera, eran mucho menos decorativas  que las de plástico, pero a todas luces más duraderas; se traería cuatro o cinco paquetes, porque además del uso habitual, tenía que reconocer que las sufridas y nunca bien valoradas pinzas eran de lo más útiles, a saber: cerrar paquetes empezados de macarrones, de harina, pipas, pan rallado, magdalenas y así hasta el infinito.
Ni sus cuatro hijos varones ni su marido comprendían su interés, según ellos desmedido e irracional por tales artefactos; claro que tampoco ellos destacaban por su excesiva sensibilidad.
Miró el reloj de la cocina: las once y media. Tenía tiempo de sobra.
Se puso el abrigo y se guardó en el bolsillo una bolsa de plástico de las que le daban en el autoservicio. Hoy recorrería, como cada semana y con disimulo, todos los bloques de alrededor, por la parte de los tendederos y, si tenía suerte, se traería unas cuantas pinzas de las que se les caían a las descuidadas y torpes amas de casa y que, Teresa nunca llegaría a comprender, no bajaban a recoger.
Cuando a ella se le escurría alguna de entre sus generalmente  hábiles dedos, bajaba  presurosa al patio interior a por ella. Hace años que le pidió al presidente de la comunidad una copia de la llave de la puerta de acceso a dicho patio y, de ese modo, al tiempo que recuperaba su pinza se adueñaba de las pérdidas que hubieran sufrido sus vecinas de los pisos inferiores, que, dicho sea de paso, eran bastantes frecuentes.
Aquella mañana, ya en la calle, el corazón le brincaba en el pecho cada vez que divisaba alguna en el suelo, la tomaba con mimo y cuidado, la introducía en la bolsa de plástico y proseguía su recorrido como un concienzudo y paciente paleontólogo.
Escudriñó con ojos de experto oteador el contorno y, cuando ya daba por concluida su prolífica búsqueda, divisó, al pie de un árbol, un espécimen nunca visto: era una pinza de plástico, grande y de un color que no conseguía catalogar. Era de color rosa amanecer, pero con una tonalidad que le recordaba  el rosa chicle bazoka que tanto le gustaba de chica.
La recogió y, separándola un poco, la estudió achinando los ojos, tal como haría un marchante al descubrir un Picasso entre los trastos de un chamarilero.
Con semejante hallazgo dio por terminado el rastreo y abrazando la bolsa contra su pecho, se dirigió a su casa con paso decidido y diligente: todavía tenía que hacer la comida.
A la mañana siguiente, muy temprano, Teresa adelantó manualmente el mando de la lavadora a su última función, el centrifugado. No podía esperar más para tender la ropa; esta  vez realizaría una combinación de colores que había ido madurando durante la larga noche de insomnio producido por la excitación.
Primero pondría toda una fila de pinzas de madera clara, en la otra cuerda utilizaría pinzas de color amarillo ilusión, en la siguiente, de color rojo sangre de toro bravo y una cuarta de color verde pistacho gordo de Israel. Le quedaba la cuerda exterior, y en ella, tal como había pensado o soñado esa noche, tendería toda su ropa interior con una pinza de cada color, como un arco iris doméstico y  sujetando el tanga que le había regalado Luis, su marido, por las bodas de plata, escogería la estrella de la colección: la pinza rosa multitonos que había encontrado la mañana anterior al pie del árbol. 
Teresa temblaba de emoción, como una quinceañera en su primera cita con el guaperas del insti, mientras sujetaba con la mano izquierda la braguita sobre la cuerda y con la derecha hacía palanca en la pinza para amordazar la minúscula  prenda. 
Todo lo que aconteció después fue cuestión de segundos: la pinza se le escurrió a Teresa de entre los dedos, ella se adelantó un poco para recuperarla, la rozó apenas; la pinza siguió indiferente su caída, la mujer no podía permitirlo y, desesperada, estiró el brazo todo lo humanamente posible, sus ojos sólo veían el rosado cuerpo del deseo. La siguió con los ojos y la siguió también con el cuerpo.
Bajó dando tumbos de tendedero en tendedero, como un pelele en bata floreada, y con la mano tercamente  extendida en dirección a su pinza color rosa adversidad. Varias más descendieron junto a ella, arrancadas en su caída, acompañándola como un fiel y póstumo cortejo hasta que Teresa se estrelló finalmente en el áspero suelo del patio comunal. 
El sol, altivo, señero, apareció por la esquina del inmueble iluminando despacio y sin piedad  la cara tranquila y sonriente de Teresa.

Por más que lo intentaron no pudieron quitarle una pinza de color rosa eternidad que Teresa mantenía, ya para siempre, alojada entre sus dedos.

2 comentarios:

  1. Exceso. Dile a la protagonista de tu historia (ay, que ya no puedes) que guarde la desmesura para coleccionar amigos de verdad, bellezas de la naturaleza, literatura maravillosa, abrazos tiernos (que no disimule, que sé que le gustan) en fín... que guarde lo que de verdad merece la pena. Felíz escritura y felices besos.

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  2. La pobre protagonista no tenía una amiga como tú. Otro gallo le hubiera cantado de haber sido así, un día de éstos la resucitamos y cambiamos el final de la historia. Besos alados.

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