lunes, 20 de enero de 2014

Cuento para dormir a mi perro.




Imagen tomada de la red.

Hay un pequeño parque enfrente de mi casa y, en medio,  una placita redonda con columpios y toboganes para los niños y unos bancos de madera oscura alrededor. Son siete.
Los miro a veces desde mi ventana, mientras tomo una taza de café o té y observo la disposición de los bancos. Se agrupan de dos en dos,  dentro de los cuatro arcos iguales que forman el círculo de la placita, entre las correspondientes salidas, pero en uno de ellos sólo han colocado un banco.  Nunca, que yo recuerde, tuvo un compañero.
Y a mí me da pena su soledad.
En los días bonitos, a la hora de la merienda, la plaza se llena de madres con sus niños. Y  mientras los pequeños se dejan resbalar  por el tobogán o se elevan al cielo en los columpios, las mujeres charlan entre ellas u hojean alguna revista.
Se ocupan los bancos contiguos y, rara vez, mi solitario amigo goza de compañía alguna.
Por eso yo le tengo piedad a mi banco.
El pobre, parece tan triste que yo, algunas veces me bajo y, sentada en sus brazos de pino, le murmuro, apacible, bonitas palabras.
Si él escucha, si comprende el idioma en que hablo, ¡qué dulzura tan honda hará nido en su alma sensible de árbol!
Y, tal vez, a la noche, cuando el viento se enrede en sus patas, embriagado de gozo le cuente: ¡Hoy a mi me dijeron hermoso!*



*Idea final y versos tomados del poema La higuera de Juana de Ibarbourou.

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