He tenido un sueño. Era verano, como ahora. Me levantaba de la cama y, procurando no despertar a mi bisa Eloísa, con la que compartía habitación, hasta que, poco después, me echara con dulzura de su alcoba diciendo que si dormía con viejas me saldrían arrugas prematuras en la cara, salí al pasillo oscuro y largo de mi infancia. No tenía miedo porque al fondo, en el salón, una tímida luz me esperaba, como un faro seguro y familiar. Y allí estaba mi abuelo, sentado en el sofá de madera oscura y estampado de pájaros exóticos. Con un libro en la mano. No se enfadó ni me envió de nuevo a la cama, me invitó a sentarme y me leyó un trocito de El conde de Montecristo. Yo me apoyé en su hombro y aspiré el olor de sus pastillas Juanola, de la joven madrugada y del sabor gustoso de sus palabras.
Soñé que el sol de la mañana se deslizaba perezoso por las figuras geométricas de aquel suelo hidráulico, por la puntilla de mi camisón rosa y por mis pies descalzos. Soñé que mi abuela, mis tíos y mis padres, todos, dormían aún en aquella casa grande.
Soñé que los lazos de mis coletas se habían deshecho con aquel viento tibio del recuerdo. Hoy, al despertar, he tardado largo rato en ubicar mis ansias, en regresar.
He buscado despacio mis cuentos de antaño. Para volver de nuevo al sueño. Para seguir siendo niña y para darle tiempo a mi madre, cuando se despertara, a hacerme bien el lazo de las trenzas.
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