martes, 21 de enero de 2025

Milhojas

"Mi bisabuela vestía siempre de negro

y llevaba la música en los brazos,

con veinte pulseras
que contenían todas las canciones
del Universo.
Ofrecía pan y magia. Rezos que curaban
el dolor de barriga y las malas intenciones.
En los meses de verano,
hablaba sin palabras.
Cuando te besaba,
dejaba un reguero de mañanas limpias
y noches valientes.
Y siempre tenía una moneda
escondida entre su pelo gris
para asegurarse un buen pasaje
hacia el país de los sueños.
Murió muy viejita y se fue con las manos llenas de caricias y ramitos de albahaca.
Se llevó también su cesta de mimbre repleta de mojicones, caracolas de mar y remedios para la tos de los perros.
Se llamaba Eloísa.
Fue la que me prestó su nombre y sembró mi infancia de milhojas, miradas azules y olor a lumbre".
Mirando libretas antiguas he encontrado este escrito que hice sobre ella.
Y he recordado aquella mañana en que le dijo a mi madre que me pusiera guapa, que me llevaba de paseo. Era sábado y verano. Era el tiempo de la infancia y de los horizontes infinitos. Era el tiempo de las cerezas.
Me llevó a una cafetería donde nos esperaban sus tres amigas golosas, reparadoras de almas y con las miradas limpias y manos calientes, como ella, como mi bisa. Más tarde, ebrias de historias mal contadas y con relejes de nata de una docena de milhojas, me llevaron a hacerme una foto.
Sonríe, cariño, sonrie siempre, me dijeron todas. Y yo sonreí y aparté con el pie, sin que se diera cuenta el fotógrafo, aquel perro de mentira que me había puesto como decoración.
Mi bisabuela y sus tres amigas se fueron con pocos días de diferencia. Todas, oliendo a olas de mar, todas, con una moneda enredada en el cabello. Empoderadas y traviesas.




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