Eva sopló las trece velas de su tarta de cumpleaños y
aguantó estoica pero feliz los aplausos de su madre y amigas.
Había
pedido un deseo que, estaba segura, era compartido por todas las compañeras de
su clase en el instituto donde cursaba sus estudios: deseó que Adrián, el
guapísimo as del balonmano, se fijara en ella.
Una pequeña nube ensombrecía la celebración, hacía cinco
meses que había muerto su abuela. Su querida abuela, que la cuidó siempre con
tanto mimo mientras Marina, su madre, trabajaba como enfermera en el hospital
de Barcelona, y Eva hubiera cambiado de buena gana la atención de Adrián porque
su abuela estuviera allí, a su lado, apagando con ella las velas, como en años
anteriores.
Había sido una niña feliz. Su madre y su abuela le
habían dado mucho amor, se había sentido querida en todo momento, pero Eva no
podía dejar de pensar, y mucho más en días como aquel, que le faltaba algo muy
importante en su vida.
Desechó la triste idea con un movimiento de cabeza y se
dispuso a repartir la tarta entre todas las personas que, en ese momento, la
acompañaban en la fiesta que su madre había preparado para ella, en la amplia
terraza de su casa.
Las jardineras repletas de flores que la circundaba,
estaban ese día más vistosas que nunca, como en un homenaje colorista.
Por la noche, a solas en su habitación y mientras
colocaba todos los regalos, no pudo evitar que una lágrima escapara de sus ojos
adolescentes, echaba en falta dos: uno de su querida abuela y el otro de su
padre.
¡Mi padre!.
Le gustaba decir esa palabra en voz alta cuando se sabía
sola, ya que nunca se la había podido decir a él personalmente.
No conoció a su padre, no sabía cómo era, qué aspecto
tenía, cómo sonreía ni cómo acariciaba. Nunca pudo ir por la calle de su mano,
no pudo hacerse una foto con él el día de su primera comunión y nunca le pudo
entregar un regalo en el día del padre, un día que ella odiaba y que,
generalmente, pasaba en la cama aduciendo un repentino dolor de cabeza.
Desde que fue consciente de ello y preguntó a su madre,
siempre encontró la misma respuesta: que era marino y que, cuando ella era muy
pequeña, desapareció un día en el mar y que le dieron por muerto. Su madre le
dijo que, por desgracia, no tenía fotografías de él. Por las vagas respuestas
que le daban a sus ansiosas preguntas no se había podido hacer más que una
ligera idea de su aspecto, su imaginación ponía el resto.
Para ella su padre debió ser simplemente el mejor y en
su corazón siempre quedaba un rinconcito para su recuerdo.
*
Un sábado por la tarde estaba dando un último repaso a
sus notas para el examen de inglés del lunes siguiente, mientras su madre veía
la televisión en la sala contigua. Estaban dando las noticias. Algo vio su
madre que la disgustó porque oyó un grito ahogado y apagar con rapidez el
aparato.
Salió de su cuarto y encontró a su madre sentada en el
sillón, muy pálida y tapándose la boca con las dos manos. Mantenía los ojos
cerrados con fuerza.
Sólo tuvo que sentarse a su lado y ponerle la mano en el
hombro como para darle apoyo y pedirle una razón. Su madre habló, le contó
todo. En las noticias habían comentado la puesta en libertad de Andrés Luján,
un pederasta y violador que había ingresado en prisión once años antes.
No tuvo que preguntar, su madre se lo dijo sin
vacilación después de tantos años de silencio: Andrés Luján era su padre.
A los tres años de casados, le hallaron culpable de
varios intentos de violación a niños y sospechoso del asesinato de uno de
ellos, aunque nunca se pudo demostrar por falta de pruebas.
Fue condenado.
Ella nunca había sospechado nada y se quedó destrozada.
Rompió todas las fotos y se desprendió de todos los
recuerdos que le pudieran relacionar con él.
Pero de ese breve y frustrado matrimonio quedó una niña
de año y medio a la que intentó apartar para siempre del horror que le produjo
saber la verdadera personalidad de su marido. Quiso olvidarse de todo como de
un mal sueño.
Eva comprendió entonces las evasivas de su madre, la
imposibilidad de que, aunque callara la verdad, no pudiera tampoco inventarse
un personaje sólo para hacer feliz a su hija.
Pasaron tres días en casa sin salir. Eva mintió sobre
una gripe y se comprometió a hacer el examen de inglés otro día y su madre
tampoco fue a trabajar.
La niña, porque necesitaba tiempo para asimilar la
identidad del padre que tanto había añorado y la madre, por un temor cerval a
que intentara acercarse a ella o a Eva, a la que su marido nunca volvió a ver, Marina no accedió a llevarla a la prisión a pesar de recibir llamadas para que
le visitara algún día con la niña. Tenía demasiado miedo y demasiada decepción.
*
Acababa perezoso el verano, Eva y su madre habían pasado quince días en una casa rural en plena montaña vasca y volvían con nuevos bríos a la rutina. Marina volvería al trabajo en el hospital y Eva tendría todavía unos días libres hasta que el curso empezara de nuevo; los emplearía para arreglar los papeles que necesitaba y para ir a visitar a las compañeras y contarse las novedades acaecidas durante las vacaciones estivales. También recabaría información solapada sobre Adrián, no había que perder las esperanzas.
La charla con sus amigas en el burguer del centro
comercial donde habían quedado para merendar se había alargado más de lo
previsto y casi anochecía cuando Eva se despidió del grupo y se dirigió a su
casa, respirando agradecida la brisa refrescante de principios de Septiembre.
Iba sonriendo, recordando las graciosas anécdotas
contadas en la reunión y la posibilidad, según sus amigas habían visto en las
listas, aún provisionales, de que el chico de sus sueños estuviera en su misma
clase, cuando se adentró en el pequeño parque que había antes de llegar a su
casa, muy cerca de ella, tanto, que desde la ventana de su habitación podía ver
el coqueto laberinto que formaban sus arbustos, los bancos de negro hierro
forjado que salpicaban el centro y las altivas farolas que daban un aire
bucólico al conjunto.
Se agachó para sacarse una piedrecita que se le había
metido en la sandalia y, de repente, se vio empujada por una fuerza
sobrenatural que la hizo caer de bruces; notó cómo las pequeñas chinitas del
suelo se clavaban en sus mejillas, y la boca, al gritar, se le llenó de arena.
Alguien muy fuerte la mantenía inmóvil, mientras unas manos mojadas la palpaban
con ansiedad y hurgaban debajo de la blusa. Una hoja cayó planeando lentamente
y se posó en su pelo, Eva se preguntó, a pesar del pánico que la paralizaba, si
sería la primera hoja derrotada del incipiente otoño.
Los gritos se ahogaron cuando el hombre selló su boca
violentamente con una enorme mano y Eva pensó, al faltarle el aire y a punto de
perder el sentido, que iba a morir y lo mucho que sufriría su madre cuando lo
supiera.
Sin dejar de taparle la boca con la mano el hombre la
volteó y, con un rápido movimiento sacó una navaja que dirigió a la garganta de
Eva, que miraba los ojos desmesuradamente abiertos de su agresor y el horrible
rictus de su boca jadeante, de donde se descolgaron unas gotas de saliva que
cayeron en el palpitante pecho de la joven.
Con un hilo de voz la niña suplicaba que no la matara,
el filo de la navaja le impedía hablar, notaba su presión y temía que sólo con
su propia respiración la hoja penetrara en su garganta. La mano izquierda del
hombre se afanaba impaciente y nerviosa por la ropa de la chiquilla.
En un momento dado sus miradas se cruzaron, implorante y
desesperada la de la niña, feroz y acuosa la del hombre.
Levantó éste con presteza la mano que empuñaba el
cuchillo, la niña clavó sus ojos en los del hombre, deseando ya simplemente que
su muerte no fuera demasiado dolorosa.
El tiempo se detuvo, el brazo armado quedó suspendido en
el aire y Eva miraba ahora sus dientes, regulares y blancos y un pequeño dragón tatuado en el antebrazo.
Volvió a sus ojos y notó una
metamorfosis en la mirada del hombre, al tiempo que dejaba caer lentamente la
mano y depositaba el cuchillo en el suelo.
-¿Cómo te llamas?-
La voz de su atacante era suave, moderada, en franco
contraste con el gesto desabrido de su boca.
Con la suya llena de tierra y saliva le dijo
su nombre, los años que tenía y el nombre de su madre, respondiendo a todas las
preguntas que el hombre le hizo, como si estuviera interesado en hacerle una
completa ficha antes de acabar con ella.
-¿Y tu padre?-
-Murió, pero se llamaba Andrés- no se le ocurrió otra
respuesta.
La niña notó una agradable liberación cuando el hombre
se levantó cansinamente con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, el
cuchillo olvidado en el suelo y boqueando a intervalos, como un pez demasiado
tiempo fuera del agua.
El estridente ruido de un tren que se acercaba a la
estación del otro lado del parque, ahogó las palabras que el hombre decía
moviendo la cabeza en rítmicos movimientos de negación. Giró, como si
despertara de pronto, en dirección al
sonido del emergente tren y, como si obedeciera a una orden tajante e
invisible, se agachó y, cogiendo a la niña como si tomara su chaqueta del
respaldo de una silla, echó a correr hacia
aquel ruido.
El hombre corría torpemente, apretándola exageradamente
contra su pecho; llegó a las alambradas que separaban el parque con las vías
del tren y por un hueco en que el alambre había sido arrancado, entró,
agachándose un poco y sin soltar su cargamento. Eva sintió un dolor en la
pierna al arañarse y una de sus sandalias quedó allí enganchada.
El rugido creciente el tren ocupaba toda la noche.
*
Lo
primero que vio cuando despertó fueron los ojos enrojecidos de su madre, le
explicó, antes de formular ninguna pregunta, que se encontraba en el hospital,
que estaba bien, sólo unas pequeñas magulladuras y que se irían a casa en
cuanto la doctora volviera con el parte de alta.
Se lo contaron todo con mucho tacto, le procuraron la
ayuda necesaria para que asimilara la noticia lo mejor posible, para que no
sufriera daños, para que comprendiera.
El hombre que la atacó había muerto arrollado por el
tren, a ella la encontraron inconsciente al lado de las vías. Se llamaba Andrés
Luján y hacia apenas unos meses que había salido de la cárcel.
*
Eva sonrió con dulzura al hombre que la miraba desde la
fotografía enmarcada que tenía en su mesilla de noche. Su padre.
La había recortado de uno de los periódicos que dieron
la noticia. Buscó la foto en que se le veía mejor, y, a pesar las protestas de
su madre, la colocó en su vida.
Aquella noche conoció el pánico, olió la cercanía de la
muerte, pero también recordaba aquel instante en que los ojos de su padre
reconocieron los suyos, recordaba aquellas manos que la abrazaban en la huida
incierta y, sobre todo, recordaría siempre el beso que le dio antes dejarla en el
suelo.
Su padre.
Tomó la fotografía y apretándola contra su pecho, se
acercó a la ventana desde donde, después de mirar el silencioso parque que,
como una nocturna acuarela, se extendía a sus pies, se fijó en el oscuro cielo
de Septiembre donde se dibujaba, solitaria, una hermosa luna llena.
(Relato olvidado. Apareció, allá, al fondo de un cajón. Sin fecha. Lo cuelgo en esta percha, esperando ver si merece o no un planchado).
* Imágenes tomadas de la red.
* Imágenes tomadas de la red.
Planchado, aireado, sacar su brillo. ¡Por dios! lo he leído en un minuto, lo he releído con calma. ¡Sácalo a la luz! no puedes dejarlo en un cajón olvidado, porque, esa luna llena de Septiembre, en algún momento querrá escapar. Un abrazo inmenso.
ResponderEliminarUn abrazo cariño. Te esperamos en el taller y lo hablamos. Y trae tus trabajos.
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