miércoles, 12 de abril de 2017

Una hermosa luna llena.



Eva sopló las trece velas de su tarta de cumpleaños y aguantó estoica pero feliz los aplausos de su madre y amigas.
Había pedido un deseo que, estaba segura, era compartido por todas las compañeras de su clase en el instituto donde cursaba sus estudios: deseó que Adrián, el guapísimo as del balonmano, se fijara en ella.
Una pequeña nube ensombrecía la celebración, hacía cinco meses que había muerto su abuela. Su querida abuela, que la cuidó siempre con tanto mimo mientras Marina, su madre, trabajaba como enfermera en el hospital de Barcelona, y Eva hubiera cambiado de buena gana la atención de Adrián porque su abuela estuviera allí, a su lado, apagando con ella las velas, como en años anteriores.
Había sido una niña feliz. Su madre y su abuela le habían dado mucho amor, se había sentido querida en todo momento, pero Eva no podía dejar de pensar, y mucho más en días como aquel, que le faltaba algo muy importante en su vida.
Desechó la triste idea con un movimiento de cabeza y se dispuso a repartir la tarta entre todas las personas que, en ese momento, la acompañaban en la fiesta que su madre había preparado para ella, en la amplia terraza de su casa.
Las jardineras repletas de flores que la circundaba, estaban ese día más vistosas que nunca, como en un homenaje colorista.
Por la noche, a solas en su habitación y mientras colocaba todos los regalos, no pudo evitar que una lágrima escapara de sus ojos adolescentes, echaba en falta dos: uno de su querida abuela y el otro de su padre.
¡Mi padre!.
Le gustaba decir esa palabra en voz alta cuando se sabía sola, ya que nunca se la había podido decir a él personalmente.
No conoció a su padre, no sabía cómo era, qué aspecto tenía, cómo sonreía ni cómo acariciaba. Nunca pudo ir por la calle de su mano, no pudo hacerse una foto con él el día de su primera comunión y nunca le pudo entregar un regalo en el día del padre, un día que ella odiaba y que, generalmente, pasaba en la cama aduciendo un repentino dolor de cabeza.
Desde que fue consciente de ello y preguntó a su madre, siempre encontró la misma respuesta: que era marino y que, cuando ella era muy pequeña, desapareció un día en el mar y que le dieron por muerto. Su madre le dijo que, por desgracia, no tenía fotografías de él. Por las vagas respuestas que le daban a sus ansiosas preguntas no se había podido hacer más que una ligera idea de su aspecto, su imaginación ponía el resto.
Para ella su padre debió ser simplemente el mejor y en su corazón siempre quedaba un rinconcito para su recuerdo.

*
Un sábado por la tarde estaba dando un último repaso a sus notas para el examen de inglés del lunes siguiente, mientras su madre veía la televisión en la sala contigua. Estaban dando las noticias. Algo vio su madre que la disgustó porque oyó un grito ahogado y apagar con rapidez el aparato.
Salió de su cuarto y encontró a su madre sentada en el sillón, muy pálida y tapándose la boca con las dos manos. Mantenía los ojos cerrados con fuerza.
Sólo tuvo que sentarse a su lado y ponerle la mano en el hombro como para darle apoyo y pedirle una razón. Su madre habló, le contó todo. En las noticias habían comentado la puesta en libertad de Andrés Luján, un pederasta y violador que había ingresado en prisión once años antes.
No tuvo que preguntar, su madre se lo dijo sin vacilación después de tantos años de silencio: Andrés Luján era su padre.

A los tres años de casados, le hallaron culpable de varios intentos de violación a niños y sospechoso del asesinato de uno de ellos, aunque nunca se pudo demostrar por falta de pruebas.
Fue condenado.
Ella nunca había sospechado nada y se quedó destrozada.
Rompió todas las fotos y se desprendió de todos los recuerdos que le pudieran relacionar con él.
Pero de ese breve y frustrado matrimonio quedó una niña de año y medio a la que intentó apartar para siempre del horror que le produjo saber la verdadera personalidad de su marido. Quiso olvidarse de todo como de un mal sueño.
Eva comprendió entonces las evasivas de su madre, la imposibilidad de que, aunque callara la verdad, no pudiera tampoco inventarse un personaje sólo para hacer feliz a su hija.
Pasaron tres días en casa sin salir. Eva mintió sobre una gripe y se comprometió a hacer el examen de inglés otro día y su madre tampoco fue a trabajar.
La niña, porque necesitaba tiempo para asimilar la identidad del padre que tanto había añorado y la madre, por un temor cerval a que intentara acercarse a ella o a Eva, a la que su marido nunca volvió a ver, Marina no accedió a llevarla a la prisión a pesar de recibir llamadas para que le visitara algún día con la niña. Tenía demasiado miedo y demasiada decepción.

*

     Acababa perezoso el verano, Eva y su madre habían pasado quince días en una casa rural en plena montaña vasca y volvían con nuevos bríos a la rutina. Marina volvería al trabajo en el hospital y Eva tendría todavía unos días libres hasta que el curso empezara de nuevo; los emplearía para arreglar los papeles que necesitaba y para ir a visitar a las compañeras y contarse las novedades acaecidas durante las vacaciones estivales. También  recabaría información solapada sobre Adrián, no había que perder las esperanzas.
La charla con sus amigas en el burguer del centro comercial donde habían quedado para merendar se había alargado más de lo previsto y casi anochecía cuando Eva se despidió del grupo y se dirigió a su casa, respirando agradecida la brisa refrescante de principios de Septiembre.
Iba sonriendo, recordando las graciosas anécdotas contadas en la reunión y la posibilidad, según sus amigas habían visto en las listas, aún provisionales, de que el chico de sus sueños estuviera en su misma clase, cuando se adentró en el pequeño parque que había antes de llegar a su casa, muy cerca de ella, tanto, que desde la ventana de su habitación podía ver el coqueto laberinto que formaban sus arbustos, los bancos de negro hierro forjado que salpicaban el centro y las altivas farolas que daban un aire bucólico al conjunto.
Se agachó para sacarse una piedrecita que se le había metido en la sandalia y, de repente, se vio empujada por una fuerza sobrenatural que la hizo caer de bruces; notó cómo las pequeñas chinitas del suelo se clavaban en sus mejillas, y la boca, al gritar, se le llenó de arena. Alguien muy fuerte la mantenía inmóvil, mientras unas manos mojadas la palpaban con ansiedad y hurgaban debajo de la blusa. Una hoja cayó planeando lentamente y se posó en su pelo, Eva se preguntó, a pesar del pánico que la paralizaba, si sería la primera hoja derrotada del incipiente otoño.
Los gritos se ahogaron cuando el hombre selló su boca violentamente con una enorme mano y Eva pensó, al faltarle el aire y a punto de perder el sentido, que iba a morir y lo mucho que sufriría su madre cuando lo supiera.
Sin dejar de taparle la boca con la mano el hombre la volteó y, con un rápido movimiento sacó una navaja que dirigió a la garganta de Eva, que miraba los ojos desmesuradamente abiertos de su agresor y el horrible rictus de su boca jadeante, de donde se descolgaron unas gotas de saliva que cayeron en el palpitante pecho de la joven.
Con un hilo de voz la niña suplicaba que no la matara, el filo de la navaja le impedía hablar, notaba su presión y temía que sólo con su propia respiración la hoja penetrara en su garganta. La mano izquierda del hombre se afanaba impaciente y nerviosa por la ropa de la chiquilla.
En un momento dado sus miradas se cruzaron, implorante y desesperada la de la niña, feroz y acuosa la del hombre.
Levantó éste con presteza la mano que empuñaba el cuchillo, la niña clavó sus ojos en los del hombre, deseando ya simplemente que su muerte no fuera demasiado dolorosa.
El tiempo se detuvo, el brazo armado quedó suspendido en el aire y Eva miraba ahora sus dientes, regulares y blancos  y un pequeño dragón tatuado en el antebrazo. Volvió a sus ojos  y notó una metamorfosis en la mirada del hombre, al tiempo que dejaba caer lentamente la mano y depositaba el cuchillo en el suelo.
-¿Cómo te llamas?-
La voz de su atacante era suave, moderada, en franco contraste con el gesto desabrido de su boca.
Con la suya llena de tierra y saliva le dijo su nombre, los años que tenía y el nombre de su madre, respondiendo a todas las preguntas que el hombre le hizo, como si estuviera interesado en hacerle una completa ficha antes de acabar con ella.
-¿Y tu padre?-
-Murió, pero se llamaba Andrés- no se le ocurrió otra respuesta.
La niña notó una agradable liberación cuando el hombre se levantó cansinamente con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, el cuchillo olvidado en el suelo y boqueando a intervalos, como un pez demasiado tiempo  fuera del agua.
El estridente ruido de un tren que se acercaba a la estación del otro lado del parque, ahogó las palabras que el hombre decía moviendo la cabeza en rítmicos movimientos de negación. Giró, como si despertara de pronto,  en dirección al sonido del emergente tren y, como si obedeciera a una orden tajante e invisible, se agachó y, cogiendo a la niña como si tomara su chaqueta del respaldo de una silla, echó a correr hacia  aquel ruido.
Todo ocurrió tan rápido que Eva no pudo entender nada.


El hombre corría torpemente, apretándola exageradamente contra su pecho; llegó a las alambradas que separaban el parque con las vías del tren y por un hueco en que el alambre había sido arrancado, entró, agachándose un poco y sin soltar su cargamento. Eva sintió un dolor en la pierna al arañarse y una de sus sandalias quedó allí enganchada.
El rugido creciente el tren ocupaba toda la noche.

*

     Lo primero que vio cuando despertó fueron los ojos enrojecidos de su madre, le explicó, antes de formular ninguna pregunta, que se encontraba en el hospital, que estaba bien, sólo unas pequeñas magulladuras y que se irían a casa en cuanto la doctora volviera con el parte de alta.
Se lo contaron todo con mucho tacto, le procuraron la ayuda necesaria para que asimilara la noticia lo mejor posible, para que no sufriera daños, para que comprendiera.
El hombre que la atacó había muerto arrollado por el tren, a ella la encontraron inconsciente al lado de las vías. Se llamaba Andrés Luján y hacia apenas unos meses que había salido de la cárcel.

*

Eva sonrió con dulzura al hombre que la miraba desde la fotografía enmarcada que tenía en su mesilla de noche. Su padre.
La había recortado de uno de los periódicos que dieron la noticia. Buscó la foto en que se le veía mejor, y, a pesar las protestas de su madre, la colocó en su vida.
Aquella noche conoció el pánico, olió la cercanía de la muerte, pero también recordaba aquel instante en que los ojos de su padre reconocieron los suyos, recordaba aquellas manos que la abrazaban en la huida incierta y, sobre todo, recordaría siempre el beso que le dio antes dejarla en el suelo.
Su padre.
Tomó la fotografía y apretándola contra su pecho, se acercó a la ventana desde donde, después de mirar el silencioso parque que, como una nocturna acuarela, se extendía a sus pies, se fijó en el oscuro cielo de Septiembre donde se dibujaba, solitaria, una hermosa luna llena.


(Relato olvidado. Apareció, allá, al fondo de un cajón. Sin fecha. Lo cuelgo en esta percha, esperando ver si merece o no un planchado).


* Imágenes tomadas de la red.



2 comentarios:

  1. Planchado, aireado, sacar su brillo. ¡Por dios! lo he leído en un minuto, lo he releído con calma. ¡Sácalo a la luz! no puedes dejarlo en un cajón olvidado, porque, esa luna llena de Septiembre, en algún momento querrá escapar. Un abrazo inmenso.

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    1. Un abrazo cariño. Te esperamos en el taller y lo hablamos. Y trae tus trabajos.

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