viernes, 3 de octubre de 2014

En un Madrid principioso.






     Me sacudo los restos de gusto de la milhoja que me acabo de tomar y recuerdo.
  
   Los primeros nueve años de mi infancia transcurrieron en una casa enorme y esquinada, con un pasillo largo y misterioso adonde desembocaban siete habitaciones con las puertas siempre abiertas, como bocas hambrientas de niñas con coletas.
    Era el camino obligado entre la cocina y el salón y yo lo recorría deprisa, sin mirar a los lados y con el corazón galopando de terror.
    Toda la familia vivía allí, entre ellos mi bisabuela y mi abuelo sabio.
    Mi abuelo siempre al final del pasillo, de pie ante la biblioteca inmensa y colmada.      Eso es lo que más recuerdo, los dos sentados en sillas repujadas de caras antiguas con un libro en la mano y el sol abrazándonos desde la calle.
   El salón, octogonal, con las ventanas ofrecidas a los ocho puntos cardinales.
   Y un reloj antiguo y caliente en la pared, agujeando imparable el tiempo.
   Y el sabor oscuro de las juanolas.
  Y el Relicario que me cantaba mi abuelo mientras me señalaba, con sus dedos hermosos, estampas de lugares lejanos en un libro de viajes que aún conservo.
  
Esta foto fue el punto final de una tarde por un Madrid principioso, la visita a un fotógrafo amigo y una milhoja compartida que dejaría restos de polvo mágico entre los pliegues de mi vestido rosa.
  
 Pisa morena,/ pisa con garbo...

4 comentarios:

  1. Esto ya lo había leído yo. ¿O estoy equivocado?

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  2. Claro que lo has leído ya. Figura en una esquina de mi blog, explicando mi infancia en la casa grande. Es que, esta mañana, he descubierto esta foto en el cajón de los recuerdos especiales y he querido darle aire.
    Tú nunca te equivocas amigo. Un abrazo con restos de milhoja.

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  3. Sigue compartiendo escritos y milhojas. dulces besos.
    MC

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    Respuestas
    1. Y paseos contigo. Y cervecitas. Y brindis al sol. Besotes.

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