sábado, 12 de abril de 2025

Eso que llamamos vida.

Esta mañana, temprano, con el susurro de Leonard Cohen bailando entre mis dedos y mi garganta, he estado colocando el desorden de mi biblioteca. Hojeando y ojeando. En la gloria. Me detenía de vez en cuando para darle un pequeño sorbo al café y admirar tanta vida entre las estanterías. En una de esas caricias, se me ha caído mi poemario Piel y ha quedado abierto, como sorprendido, abrazado a un montón de libros que esperan, pacientes, su acomodo. Y lo recojo, con mimo, como al hijo que tropezaba nervioso en sus primeros pasos. Y leo. Y vuelvo a recordar: que era una niña solitaria, que me gustaba pasarme las tardes viajando sola por mi imaginación, mirar por las noches la línea del horizonte, con aquel cordel de luces chiquititas y nerviosas que me encelaba a pensar otros mundos, o sentarme, junto a mi abuelo, a leer los libros que me ofrecía.

Que me gustaba hablar con las hormigas.
Que tuve una amiga especial. La hija del dueño de un circo que se desplegaba al lado de mi casa cada año, a comienzos de septiembre. Que nos hicimos amigas, que éramos las dos de silencios y miradas perdidas. De sentarnos en la escalera de su carromato, y comernos la merienda contemplando las tercas vueltas del tiovivo iluminado; los osos gigantes de peluche y las muñecas rubias, mecidos por el viento, como premio a la puntería en las dianas engañosas de la tómbola, ofrecidos al niño afortunado que los abrazara; y la velocidad con que aquella mujer gorda, con un moño enorme y una rosa de plástico plantada en él, enredaba, alrededor de un palo, el rosado y goloso cardado del algodón de azúcar.
Que mi amiga sin nombre murió una tarde larga. Antes del anochecer.
Que su madre, cuando se dio cuenta de mi presencia, esperando al pie de la escalera metálica del carromato, con un trozo de pan, ya duro, en la mano, me dio un beso entre mis trenzas deshechas y me señaló, con su dedo de luto, el camino hacia mi casa.
Y, que les hice un poema, a ella y a las hormigas, muchos años después. A mi abuelo sabio y a las tardes mojadas de los domingos, al vértigo del carrusel y al olor de mi padre. Al amor de aquel verano y a los sueños rotos.
Es este poemario que tiembla ahora entre mis piernas. Lo titulé Piel, recordando que la piel es de quien la eriza, y en él me abrí el pecho con las dos manos, para intentar mirarme los recovecos. Para no olvidar.
Cohen ha terminado, se ha quedado el café frío, Chewie, mi pomerania, asoma el hociquillo para recordarme que hay que salir al desahogo, y yo me levanto, coloco el poemario en el hueco que le corresponde y salgo a la mañana de este abril que duda, como yo, detrás de mi perro, que va dejando su impronta y su dicha al pie de todos los álamos que bordean la avenida. Y miro al pico del ciprés más alto y le pregunto si él tiene, desde allí arriba, la explicación a esto que llamamos vida.




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