No quiero malentendidos.
Presido la
entrada de esta granja blanca y tranquila desde que los padres de los actuales
dueños eran unos niños, ¡que ya son años! Les he visto crecer, reír, llorar,
enamorarse, casarse, tener hijos... Me sé el nombre de todos, aunque esto no
tiene mucho mérito, ya que todos, sin excepción, han heredado la costumbre de
grabarlo con una navajita en mi sufrido y tolerante cuerpo. Tengo una verdadera
colección: nombres dentro de un corazón,
encerrados en un círculo, subrayados, y hasta unidos con signos aritméticos, un
ejemplo: Laura + Andrés = María.
Cualquier excusa vale
para que, sin asomo de piedad, me cubran de cicatrices. Bueno, en honor a la
verdad, también recibo besos y abrazos, esto por parte de la señora actual de
la casa, que tiene la mañanera costumbre de abrazarme antes de recoger las
dulces bellotas que les regalo desinteresadamente a los cerdos de la granja
que, en la pocilga, se regodean ociosos en su propio hedor.
Les he acompañado, como
digo, a lo largo de los años.
He sobrevivido a un
terremoto, a un año de bravas y tozudas tormentas y a los destrozos que me
causó un rayo que se encaprichó de mí y casi me mata.
Ahora me encuentro en lo
mejor de mi vida, cargada de recuerdos, de tatuajes y de bellotas.
Espera, que oigo la
puerta.
—¡Luisito, ven ahora
mismo, y recoge tus juguetes!
Esa que grita es Aurora,
la que me abraza por las mañanas, y Luisito es su hijo y el último componente
de la familia y que, en estos momentos, está escondido detrás de mí para que su
madre no le vea. Es un travieso y gracioso niño de cinco años, de piernas
delgadas y manos sucias, de ojos grandes y curiosos y con el pelo color
zanahoria.
Ha empezado a llover.
—¡Luisito, voy a contar
hasta tres,.. uno, dos...!
El niño sale rápidamente
de su escondite y echa a correr hacia la casa. A través de la lluvia alcanzo a
ver el azote simbólico que Aurora le da al pequeño.
Es mi obligación
recordaros que soy una encina.
De todos los que han
vivido en esta casa y han grabado sus vidas en mi tronco, Aurora y Luisito son
mis preferidos. Ella, ya sabéis por qué: los abrazos y todo eso y el más
pequeño, porque es, a pesar de su corta edad, o quizás por ello, el que más me
ha querido.
Desde que pudo andar y
me descubrió, a mi lado es donde juega, bajo mi sombra duerme la siesta, en mi
cuerpo apoya el suyo cuando mira las estrellas y a mi vera acude a llorar
cuando su inocente corazón se siente triste. Hoy, por ejemplo, ha hecho un
pequeño agujero a mis pies y ha escondido en él sus mejores canicas, las más brillantes.
Su tesoro. Confía en mí y sabe que aquí está a salvo.
Sigue lloviendo.
Veo apagarse, una a una,
las luces de la casa. La noche ha llegado.
Mi familia se ha ido a
dormir.
—Buenas noches, cariño!
—¡Buenas noches, mamá!
—¡Que descanses, Aurora!
El silencio es absoluto.
La última luz del día
acaba de desaparecer. La fachada apaisada de la granja ha dejado aparcada su
blancura hasta que el lubricán la ilumine de nuevo.
—¡Buenas noches, encina!
—¿Habéis oído?... Es
Luisito. Todas las noches me regala una despedida. Nunca se le olvida. Su
vocecita es lo último que oigo cada anochecer.
El viento se marcha a
otros cerros, a otros encuentros, la lluvia está amainando, y a mí se me queda
un “hasta mañana, pequeño”, atorado entre las hojas.
No puedo gritarle mi
cariño a Luisito, porque, como espero no hayáis olvidado, sólo soy una encina.
Una encina amada y
feliz.
Ha dejado de llover.
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