Hoy me he despertado con todas las ansias del mundo rodeándome, con sus dedos largos y fríos, la garganta, raspándome la piel desnuda y despojándome de las ganas de mirar al futuro.
Susurrándome maldades al oído.
He tomado un café huérfano y he buscado las zapatillas de huir.
Me voy a la calle. Al parque. Sola.
He bajado andando los trece pisos. El ascensor, a estas horas, se pone loco y ya sé que, por supersticioso, le cuesta subir a buscarme.
La mañana, tengo que reconocer, está preciosa, enorme, azul como una naranja. Crece ajena a mi tormento, a mis ansias extraviadas, a mi sinvivir.
Pero la disculpo. Cada cual tiene que luchar por su quietud. Por sus sosiegos. Sálvese quien pueda.
Comienzo a correr, con gafas de sol, para no ver a nadie, con unos diminutos cascos para no escuchar zumbidos de hojas ni sinfonías de pájaros, con los brazos replegados para evitar el roce del aire.
En el parque, algarabía de perros. Me acuerdo del mío. Lo he dejado mirándome desde un rincón del salón, abatido y resentido por no invitarle al paseo. Ya se lo explicaré luego. Pero mi huida era sólo mía.
Me hago daño en la pierna al subir una cuesta sembrada de piedras y conflictos. De eternas dudas.
Casi una hora me demoro recorriendo sendas, buscando el atajo que me lleve. Sorteando malos presagios.
Y poco a poco, lentamente, el sosiego. Lo voy respirando, me va llenando de esperanza los pulmones, diviso chiribitas de días predilectos, de bocas curvadas hacia el cielo.
Me detengo al lado de un árbol cualquiera del parque. Le abrazo, le cuento que voy viendo la luz, le descubro mis miedos, mis desencantos y mis cuitas. Calla discreto. Me escucha atento. No se pronuncia.
Pero me pide que nos hagamos una foto.
Luego, en casa, al mirarla, veo que no ha salido muy favorecido y, por respeto a él, no la pongo.
Me refugio en las palabras y en el dibujo y veo que aún queda algo de rencor en la mirada.
Amigos, gente guapa, os deseo un lunes feriado.