lunes, 7 de abril de 2025

De ansias y sosiegos

 

Hoy me he despertado con todas las ansias del mundo rodeándome, con sus dedos largos y fríos, la garganta, raspándome la piel desnuda y despojándome de las ganas de mirar al futuro.
Susurrándome maldades al oído.
He tomado un café huérfano y he buscado las zapatillas de huir.
Me voy a la calle. Al parque. Sola.
He bajado andando los trece pisos. El ascensor, a estas horas, se pone loco y ya sé que, por supersticioso, le cuesta subir a buscarme.
La mañana, tengo que reconocer, está preciosa, enorme, azul como una naranja. Crece ajena a mi tormento, a mis ansias extraviadas, a mi sinvivir.
Pero la disculpo. Cada cual tiene que luchar por su quietud. Por sus sosiegos. Sálvese quien pueda.
Comienzo a correr, con gafas de sol, para no ver a nadie, con unos diminutos cascos para no escuchar zumbidos de hojas ni sinfonías de pájaros, con los brazos replegados para evitar el roce del aire.
En el parque, algarabía de perros. Me acuerdo del mío. Lo he dejado mirándome desde un rincón del salón, abatido y resentido por no invitarle al paseo. Ya se lo explicaré luego. Pero mi huida era sólo mía.
Me hago daño en la pierna al subir una cuesta sembrada de piedras y conflictos. De eternas dudas.
Casi una hora me demoro recorriendo sendas, buscando el atajo que me lleve. Sorteando malos presagios.
Y poco a poco, lentamente, el sosiego. Lo voy respirando, me va llenando de esperanza los pulmones, diviso chiribitas de días predilectos, de bocas curvadas hacia el cielo.
Me detengo al lado de un árbol cualquiera del parque. Le abrazo, le cuento que voy viendo la luz, le descubro mis miedos, mis desencantos y mis cuitas. Calla discreto. Me escucha atento. No se pronuncia.
Pero me pide que nos hagamos una foto.
Luego, en casa, al mirarla, veo que no ha salido muy favorecido y, por respeto a él, no la pongo.
Me refugio en las palabras y en el dibujo y veo que aún queda algo de rencor en la mirada.
Amigos, gente guapa, os deseo un lunes feriado.




jueves, 3 de abril de 2025

En este momento no le puedo atender.

 "Ha llamado al…, en este momento no le puedo atender, si lo desea puede dejar un mensaje después de oír la señal. Gracias.

-Buenos días, mamá.
En cuanto desayune y baje a Chewie me acercaré a tu casa".
Cuando murió mi madre, sentía cierto alivio en llamar a su teléfono, imaginarla andar por el pasillo, con esa prisa ansiosa que da el temor de no llegar a tiempo a atender la llamada, secándose las manos de alguna labor que estuviera haciendo en la cocina, o levantándose de la mecedora, con dificultad y dejando el mando de la televisión en el brazo del sillón... diga?
-Buenos días, mamá, está lloviendo mucho, no se te ocurra salir hoy a la calle. Mamá, la niña ha aprobado el examen de historia. Mamá, mi último poemario está gustando mucho.
Todo esto lo cuento en mi novela El ruido del silencio. Todo esto y más, cuento todo lo que quedó por decir, todo lo que aconteció después de su partida, aquello que le hubiera gustado saber, transmitirle ese abrazo que se quedó sin dar..., curarme.
Contarle lo que ocurrió con su tronco del Brasil, que murió el mismo día que ella y, poco a poco, desahuciado ya, quiso regalarnos el recuerdo de sus días felices.
"El otro día dejé el balcón abierto para que tu planta se vaya recuperando de la tristeza y de la oscuridad. Para que viva por ti. Una tarde me pareció ver una gota de verdor en el extremo de esa mole de abandono, me subí a una silla para comprobarlo, creí que sería el deseo de verla de nuevo florecer y sí, como si fuera un milagro, un pezoncillo de vida se abría paso entre el capullo de hojas secas. Le he preguntado a Lolo lo que tengo que hacer para intentar recuperarla y, si lo consigo, me la traeré a casa cuando se confirme la venta.
Dejé preparadas todas las fotos enmarcadas que tienes en tres montoncitos, para que mis hermanos se lleven cada uno las suyas, los cuadros que sé que quieren conservar y unos cuantos juegos de sábanas de encaje antiguo que me pidieron mis cuñadas.
Mamá, ayer me volvieron a llamar de la inmobiliaria, tienen un comprador y parece que tiene prisa. Les dije que, por lo menos en unos días, no vamos a estar. No les dimos nunca las llaves para que enseñaran la casa por su cuenta. Mis hermanos y yo, sin necesidad de decirlo con palabras, obviamos ese trámite. Tampoco ellos nos las pidieron, creo que adivinaron nuestra poca disposición, que necesitábamos tiempo y esperarían para pedirlas en el próximo encuentro. Pero no ha habido un nuevo encuentro y todavía no tengo el cuerpo para ello.
No te preocupes, venderemos la casa, está en un buen sitio y tendrá muchos pretendientes, por eso no habrá problema. Pero tenemos que esperar a que vuestra presencia no impida que la habiten otras personas. Aún estáis allí".
Hoy, esta mañana de abril, también llueve y, con el segundo café, he estado leyendo de nuevo la novela. Ya no llamo por teléfono a su recuerdo, ya han pasado más de siete años. Tengo, digo en el capítulo final, los brazos llenos de caricias que ya no sirven, pero sigo escuchando aquel ruido, aquel aullido en medio del silencio de aquella madrugada en el hospital, en que, sin querer abrir lo ojos, adiviné que acababa de quedarme sin la barandilla donde me apoyaba, ya para siempre.
… en este momento no le puedo atender, si lo desea puede dejar un mensaje..., soy yo, mamá, la loca, como me llamabas a veces, decirte que tienes unos nietos preciosos, que tus hijos están bien, que he escrito una novela en que te cuento, que sí que me cuido, que sí que sigo estando un poco loca, que sí que soy feliz... mamá, te quiero.