48. Al Machu-Picchu. A la locura.
El
sábado estuvo todo el día lloviendo, como desahogándose. Ella pensó, aliviada,
que los caprichos climáticos decidirían su destino.
Pero el domingo de Carnaval se vistió con su mejor
traje. El del sol. El de la vida. El de los deseos.
Acudió al desfile con una amiga. Como todos los años. Y
ocuparon su lugar en la tribuna de las personas destacadas de la localidad.
Como siempre.
Fueron desfilando las comparsas. Ella esperaba, oteando
con ojos ansiosos el horizonte, al final de la calle, la número 38.
Había participado, por casualidad, en la preparación del
carnaval de la agrupación peruana de su ciudad.
Allí le conoció una tarde. Aquella tranquila tarde de hace dos meses en que la garganta le ardió con saliva caliente y peregrina. Y aquel desconocido galopar del corazón, batiéndose descontrolado contra sus costillas.
Allí le conoció una tarde. Aquella tranquila tarde de hace dos meses en que la garganta le ardió con saliva caliente y peregrina. Y aquel desconocido galopar del corazón, batiéndose descontrolado contra sus costillas.
-¿Conoces
el Machu-Picchu?—, le preguntó días
antes de acabar el costureo y el ensayo.
Era el capataz o el virrey de la comparsa; el ala del
sombrero caído sobre sus ojos indígenas, la mandolina descuidada sobre la
espalda.
-¿Te
atreverías? — continuó, en otra ocasión en que, acabado el trabajo, se
reunieron todos en un bar cercano a tomar un vino.
—Te haré una señal— le dijo la víspera— A las cinco de
la tarde, cuando acabe el desfile. Si es
que quieres conocer el Machu-Picchu. Si es que quieres.
Su amiga aplaudía la vistosidad, la cadencia y la música
de la comparsa del Perú.
Ella buscaba una contraseña.
Ella buscaba una contraseña.
Las mujeres daban vueltas, dejando ver las enaguas y las
polleras bordadas. Los hombres danzaban, haciendo sonar los gruesos cascabeles
de sus botas, cimbreando los hombros, mostrando el látigo enrollado y la
sonrisa.
Él cerraba la comitiva, esgrimiendo en el aire una
carraca antigua. Grandes plumas adornaban su sombrero de ala atípicamente ancha
y un rosario de pequeños cascabeles abrazaban sus tobillos. Iba descalzo. Sus
pies desnudos. La señal.
Se disculpó con su amiga. No, no quería tomar nada.
Sólo tuvo que recoger una pequeña maleta que ya tenía
preparada desde hacía días. Rozó, antes de salir, con dedos ávidos, las fotos
de su familia. Despidiéndose.
Luego acudió al encuentro de su futuro, de la locura.
Al Machu-Picchu, a entregarse, a danzar con ese hombre
de piel dorada, a respirar el almizcle de sus axilas y dormir con música de
cascabeles en los tobillos.
A emborracharse de pisco, de desiertos llenos, de desmesuras.
A vivir.
A emborracharse de pisco, de desiertos llenos, de desmesuras.
A vivir.
"El amor de carnaval, muere en la cuaresma".
Proverbio toscano.
¡Y que ojos tenía! ¿Te acuerdas?
ResponderEliminarMC
No me voy a acordar, si lo tengo delante. Un abrazo desde Perú.
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