43. El caso de los buscadores de pinzas.
Hace medio siglo ya que:
En la casa se respiraba ese aire lánguido y
sesteante de las tardes de verano. Las persianas bajadas creaban un ambiente
monacal en el salón y el silencio hacía que las horas pasaran más lentas de lo
habitual.
La película había terminado y la niña suspiró
satisfecha.
Siempre que veía esa serie le quedaba el regusto del
caso resuelto, de la investigación, del correcto desenlace que, con tanta
elegancia, los protagonistas llevaban a cabo. Se hacían llamar Los Vengadores y
eran en verdad bastantes estilosos: él tan british, tan aplomado y correcto y ella
tan guapa, tan bien vestida, tan eficiente.
A la niña le entraban, como cada tarde, las premuras
detectivescas y fue a buscar a su ayudante sin pérdida de tiempo.
Su hermano, seis años menor que ella, estaba jugando
con indios y americanos de plástico, que iba sacando de una bolsa del mismo
material y no le hizo demasiada gracia la interrupción de su hermana, momentos
antes de dar la victoria, como siempre, a los indios, que le caían más
simpáticos.
-Angelito, vamos.
Dejó el niño la batalla en periodo de paz momentánea
y siguió a su hermana-detective escaleras abajo.
La asfixiante canícula habría hecho desistir a
cualquiera, pero el espíritu aventurero de la niña era más fuerte que los
rigores del verano y, con su hermanito desempeñando el papel de
ayudante y guardaespaldas, comenzaron el rastreo por el primer bloque de
viviendas.
La imaginación de la niña, (ahora era Emma Peel), no conocía límites,
mientras, andando muy despacio por debajo de los balcones, buscaban en el
suelo, entre la hierba o en los rincones de las vulcanizadas aceras, las pinzas de tender la
ropa que se les caían a las amas de casa.
Angel, aprendiz de detective, pronto se contagiaba
del éxito que, algunas tardes, remataba sus salidas.
Después de dar la vuelta a la manzana, en un
recorrido que duraba una hora más o menos, sudorosos, recabando información
sobre el suelo, con el silencio de la calle desierta que jugaba a su favor,
para la mejor concentración y eficacia del caso, llegaban a casa con las manos y los bolsillos llenos de
pinzas de madera, y alguna que otra de plástico verde, que añadir a la bolsa
donde su madre guardaba las suyas.
Angel, tras la misión cumplida y siempre en silencio, como un auténtico y flemático espía inglés, se arrodillaba de nuevo en el suelo
del pasillo, para continuar la batalla indoamericana interrumpida de forma
tan poco castrense.
Mientras, su hermana, se había tumbado encima de la
cama de su habitación, con la vista fija en el techo, en donde vislumbraba perfectamente un futuro como compañera de
un atractivo señor con bombín, resolviendo los casos que nadie había podía
esclarecer.
Llevaría un traje de color...
La niña cayó en un profundo sopor, con una sonrisa
en los labios, mientras afuera, en el pasillo, su hermano-ayudante daba por
terminada la batalla con la muerte del último americano.
(Basado en hechos reales. Mi hermano Ángel y yo, montándonos la película, en aquellas tardes de vacaciones en las que el tiempo se detenía. No era un verano azul, no había pueblo ni mar. Pero había piscinas, tarteras con tortillas con pimientos y conejo con tomate, aventuras arriesgadas bajo los balcones del barrio, escondite inglés, colección de cromos, tebeos y el grillo Pepe en un bote amarillo).
A veces la infancia me envía una tarjeta postal.
(Basado en hechos reales. Mi hermano Ángel y yo, montándonos la película, en aquellas tardes de vacaciones en las que el tiempo se detenía. No era un verano azul, no había pueblo ni mar. Pero había piscinas, tarteras con tortillas con pimientos y conejo con tomate, aventuras arriesgadas bajo los balcones del barrio, escondite inglés, colección de cromos, tebeos y el grillo Pepe en un bote amarillo).
A veces la infancia me envía una tarjeta postal.
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