sábado, 18 de agosto de 2018

Historias de una abuela de verano. Y llegó Martina.





   Y, como os dije ayer, a los diecinueve días de la llegada de Eneko, llegó mi nieta Martina, también en aquel diciembre particular, que ya olía a mayo y a brisas pendientes.
   Martina, la de los ojos de luna.
   La del cabello oscuro y perfumado. 
  Es tranquila, como si supiera más de lo que le pertenece, sonríe despacio en las tardes redondas, como esperando el momento de contarnos.
   Y, como os decía, en este verano especial, diferente y quieto, tengo en el salón de mi casa el misterio de la vida.
   Mientras felicito y gozo con las fotos de mis amigos y compañeras en playas lejanas y calentitas, tomando esa copa de ambrosía, fresquita y merecida, mientras disfruto con sus deseos cumplidos, yo asisto, maravillada, al avance del día a día.
    Con mis nietos.
   Contemplo ese piececito, que ya se apoya con fuerza en los cojines bordados del sofá, esa boca que pronuncia el nombre que me han asignado, esos ojos que ya miran, con curiosidad, los cuadros que tengo en las paredes de la sala, que escuchan atentos la música que prefiero.
   Las horas de la comida, la siesta. El silencio cómplice. El cansancio dichoso.
   Hoy, le he puesto a Martina para dormir, la nana que mi amigo Diego Ojeda, ha compuesto para su hija.

 //www.youtube.com/watch?v=5vHG4y3DJs4

   Y ella, con sus ojos de luna, me sonríe y ya sé que me reconoce en su vida, que vamos a vivir juntas muchos misterios, que responderemos a preguntas, que abrazaremos árboles y llenaremos libros de hojas caídas en el sendero de nuestra vida en común. Sé que voy a ganar, que ya he ganado. Sé que la tengo y me tiene. Que el futuro está asegurado. Que no tengo miedo.



   Sé que esperará a que yo crezca, para llevarme de su mano hacia el horizonte cercano, que me ayudará a entender, que me hará fácil la travesía.
  Mientras tanto, anoto este verano primero en el cuaderno de los momentos mágicos, este verano distinto y azul en el que soy abuela de guardia.
   

jueves, 9 de agosto de 2018

Historias de una abuela de verano. Y llegó Eneko.


   Y, como os decía, después del tsunami y el desconsuelo, apenas con tiempo para secar las lágrimas de la pérdida y la orfandad, nos tocó gozar con lágrimas de risa y de bienvenida.
   Llegó Eneko.
   Mi primer nieto.
  Un desconocido sabor en la boca y una presión, como de regocijo y algazara, en el pecho.
   Un título, a partir de ese día, que exhibo orgullosa.


   Y tomas su diminuto pie en la mano y sabes que ya no estarás sola jamás.
   Y aspiras un olor a ternura y a futuro.
   A trabajo pendiente.
   Largo recorrido.



   Y le susurras, acercando tu boca a la perfecta oreja, que le vas a querer siempre y que será un placer caminar a su lado por esa travesía  maravillosa que le espera.
   Y ya te impacientas por comenzar a contarle cómo es el techo parpadeante de las noches, el sonido mullidito del agua, todos los amaneceres, la danza de los otoños y los ojos pacientes de nuestro perro. Mostrarle el mundo y sus prodigios.
    Y te olvidas de escribir o deseas hacerle cien poemas y dejas a sus padres que contesten las preguntas o eres tú la que te adelantas convencida que es tuyo. Sólo tuyo. 
    Tu única responsabilidad. 
    Tu único dueño.

    Han pasado, como os decía ayer, ocho meses.
    Ocho meses de descubrimientos. De reconocernos.

   Y ahora, este verano, se ha convertido en mis vacaciones. Las mejores de mi vida.
    Eneko y mi nieta Martina, nacida diecinueve días después, dentro de aquel diciembre insólito y tumultuoso.
   Y Ana María y Teodora, hermanas de Eneko y que han hecho que el título del que os hablaba unas líneas más arriba quede enmarcado con  marco dorado y regio en la mejor pared de mi salón ocupado.
    Y aquí, con mis cuatro nietos, después de consumir juntos el mes de julio, nos aupamos a este agosto único para continuar mirándonos, para pintar el aire y rellenar de instantes hermosos el cuaderno interminable que hemos comenzado a dibujar con nuestras risas y con las huellas de nuestras manos sedientas.

De Martina y de sus ojos de luna os hablaré otro día.
Os deseo lo mejor.

Carpe diem.










lunes, 6 de agosto de 2018

Historias de una abuela de verano. La drácena.

     


     Mis nietos duermen. Suena en la casa, susurrante apenas, música de Mozart. 


     Os quiero contar algo. 


   El 6 de diciembre del año pasado murió mi madre. Al día siguiente, después del entierro, en la puerta del cementerio, mi nuera tuvo los primeros dolores de parto.
   El día 8 nació mi primer nieto, Eneko.

   El 27 del mismo mes, vino al mundo mi nieta, Martina.

   Hoy, ocho meses ya.

  Ocho meses de todo. Del derrumbe, del rugido de catarata del que os hablaba ayer, del dolor de la ausencia y de la explosión de gozo de la llegada de los nietos.
  Y os voy a contar la historia de la drácena.

  Mi madre tenía una drácena, una variedad de tronco de Brasil. Desde hacía casi treinta años.

   Apenas una semana antes de su muerte habíamos ido a su casa y el tronco de Brasil, un árbol ya y cuyas últimas hojas se agachaban dóciles para no tocar el techo del salón, se encontraba frondoso y espléndido en su rincón.
   Mi madre lo primero que hizo al llegar, ya muy débil, muy despacio y con ayuda, fue ir a acariciar sus hojas, ver si le faltaba agua, hablarle.    Recuerdo que le dijo que parecía que se encontraba mejor, que las heridas producidas por tanto tiempo encamada en el hospital iban curando, que aún vivía en mi casa, que parecía que tenía más fuerza y que siguiera así de hermoso.
   –Cuando vuelva vamos a tener que cortarte algunas hojas o hacer un agujero en el techo para que no tengas que encogerte. Total, no vive nadie arriba, ni se van a enterar. No te preocupes, ten paciencia, vuelvo pronto.
    Y le contó que iba a ser bisabuela.

  Y una semana después de su muerte, al llegar a su casa, contemplamos, mis hermanos y yo, atónitos y boquiabiertos, un esqueleto marrón y lacio, unas hojas totalmente marchitas y secas. Un tronco escuálido y vencido.

   Yo no podía dejar de mirar aquella planta, consumida y derrotada.

 Nunca había creído en esas historias que se cuentan, esos episodios paranormales que acarrean las ausencias, pero ahí estaba la planta, sobreviviente de tantos años y cambios de lugar, de semanas en las que mi madre estaba con alguno de sus hijos, tiempos prolongados, sin apenas luz, mantenida fuerte y erguida por sus palabras, susurradas mientras le acariciaba las hojas. Le contaba sus planes y sus ansias, se confesaba con aquel árbol que presidía el rincón más bonito del salón, al lado de la mecedora antigua y la colección de bolas de nieve, ahí estaba, muerta, como ella.
   La planta tuvo que morir más o menos en el mismo instante que mi madre, ¿acaso hay otra explicación?
   Quizá intuyó que, sin ella, no habría nadie que la cuidara. Se dejó morir en un acto de rendición, de suicidio.
   Y ahora, ocho meses después, abandonada, sin agua ya, sin luz, allí, en el rincón del salón de una casa en venta, emergen unos brotes nuevos y vigorosos, vivos...

  Como mis nietos, como esos bisnietos tan esperados que ella, mi madre, por unos días, no llegó a conocer.






    Mañana os presentaré a Eneko.




  


domingo, 5 de agosto de 2018

Historias de una abuela de verano.





   Ahora, todavía, es sábado 4 de agosto, me estoy tomando una cerveza y una latita de sardinas. Tengo la ventana de mi estudio abierta de par en par, para que algún vientecillo despistado se cuele, levante las cortinas azules y me relaje la espalda y los brazos cansados. 
   Hace un par de horas mis hijos se han llevado a los niños. Han estado conmigo unos días. Mis nietos, digo.
   Desde hace un mes, y ante un cambio inesperado en el trabajo de sus padres, me quedo con ellos.
   Carpe diem es una máxima que tengo siempre presente en mi vida y este verano la he tenido que poner en práctica.

   Una vez que terminara mis clases y los talleres de escritura creativa que dirijo, las presentaciones y demás compromisos literarios, pensábamos irnos, mi compañero y yo, a recorrer el sur de Francia, la región de Occitania.   
     Un capricho que tengo pendiente desde hace algún tiempo. 

    Hay otra máxima que me gusta, la de que, a partir de los cincuenta un deseo es una urgencia, pero este viaje había sido pospuesto muchas veces, demasiadas.
   El año pasado tampoco fue posible. Las entradas y salidas del hospital con mi madre nos ocuparon todo el verano y parte del otoño. Fue un verano sin ventanas. Pero, ahora lo veo, bonito. Nadamos juntas el curso del río, aguardábamos, sentadas en la orilla y mirándonos, novedades que se nos habían prometido, salimos victoriosas de demasiadas batallas. 
   Puede que cuente otro día cómo desembocó ese río en el mar con una velocidad que no esperábamos. Con rugido de catarata.

   Este verano, el destino me ha cambiado paisajes y viñedos por olores nuevos, castillos medievales por noches vigilantes, nuevos cielos por caricias y miradas que te devuelven la risa y la esperanza.
    Este es mi verano. Mi verano especial. Mi carpe diem.
  Mi casa ahora es un déjà vu. Un regreso al paraíso. Un horizonte amigo. Un proyecto fin de carrera.

   Amigos, he cambiado mi contraseña. Sabéis que era poeta de guardia.
Coged papel y lápiz. Apuntad. Ahora soy abuela de guardia. Veinticuatro horas.
    Y esto es lo que escribo cuando mis chicos duermen.
    Las pequeñas historias de una abuela de verano.


miércoles, 1 de agosto de 2018

Poema impar






Me agarró por la espalda
y en silencio.
No la oí llegar.
Fuimos amigas, viejas conocidas,
pero ahora viajábamos por senderos
paralelos.
Nos evitábamos.

No sé cómo pudo encontrarme,
ni sé por qué me odia.
Llegó, me abrazó por la espalda,
se me enredó, terca, entre las piernas,
me susurró al oído su oscura letanía
y se quedó.
No se aparta de mí en las mañanas
recientes,
ni en las noches de desierto,
no me deja mirar de frente,
ni permite a mis labios bailar bajo la lluvia.
Mantiene mis brazos lacios y vacíos.
Mi sonrisa, cobarde y antigua.

La tristeza es un vicio,
me dijiste un día.

Y, aquí estoy, rendida y ausente,
esperando,
   deseándote,
      esperándote,
    
       por ver si vencemos.



*Pintura de Oswaldo Guayasamín