domingo, 12 de enero de 2025

Mi bisabuela Eloísa

 Me acuerdo mucho, a menudo, de mi bisabuela Eloísa. Ella me ofreció su nombre y su forma de ver la vida. Llevo su nombre con orgullo, pero no he conseguido navegar por el mundo como lo hizo ella. Fue la madre de mi abuelo sabio. Solo quiso tener un hijo. En aquella época de proles numerosas. Lo decidió así para poder ocuparse de él en cuerpo y alma. Sin más interferencias. Como también se ocupó más tarde, de su nuera y de los siete hijos de la pareja.

Mi bisabuela, vendía, allí, en aquel pueblo manchego, todo lo que pudiera venderse, componía oraciones para curar el cuerpo y el alma, plantaba hierbas desconocidas en un rincón del patio o inventaba trueques. Era maga. Cuando volvía de sus escapadas, traía el cesto lleno de libros para su hijo, mi abuelo sabio. Ella fue la que cerró la casa del pueblo, Los Abedules y se trajo a toda la familia a Madrid. Yo dormía con ella. Y, todas las noches, me hacía leer en voz alta largo rato, para asegurarse de que mi pasión por las letras estaba bien arraigada. Y, una tarde de diciembre, me echó de su cuarto, diciéndome, con voz rotunda y dulce, que tanto dormir con una vieja me haría arrugas prematuras alrededor de los ojos.
Un día, sentadas en aquel salón octogonal de mis recuerdos, me pidió que, cuando muriera, le pusiera dentro de la faltriquera unas monedas, para seguir siendo, allá donde fuera, una mujer independiente y libre. Así lo hice.
Ayer me llamaron de la editorial para pedirme una foto para la solapa del poemario que se publicará en breve. Les he enviado ésta. Se me ve alegre. Agarrada, con las dos manos, al vértigo y al desconcierto. A la inevitable nostalgia.
Y es que, a veces, la infancia es más larga que la vida, como decía mi querida Ana María Matute.



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