Hice la comunión a los nueve años porque, el año anterior, a mi padre le intervinieron de una operación importante de estómago. Fue en la iglesia de San Vicente de Paul, en Oporto, cerca de mi casa. Al salir, mi abuelo se adelantó y me ofreció un paquete. Era el libro de El conde de Montecristo, una de las primeras novelas que yo leí de su enorme biblioteca. Aún lo conservo. Y, antes de reunirnos con toda la familia, que esperaba al pie de las escaleras, para la fiesta que habían preparado en el salón octogonal de la casa grande, me preguntó, agachándose, para ponerse a mi altura: ¿y, qué quieres ser de mayor?
Recuerdo que me escapé de sus ojos y contesté, mirando a la alta torre de la Iglesia: escritora.
Luego, aquel deseo quedó como dormitando en algún lugar. Yo escribía y guardaba, casi sin darme cuenta, mientras mi vida iba culebreando de manera natural. Continué caminando al borde del mar: estudios, trabajo, relaciones, pareja, hijos, más trabajo. Y, escribiendo. Hasta que un día me dijeron cáncer, me mostraron el final de aquella playa en la que había caminado descalza y sin miedo.
Y ahí fue cuando recordé el deseo que le confesé a mi abuelo. Y ahí fue cuando, lanzarme al mar, era la única salida.
Han pasado los años, descubrí entonces cientos de páginas escritas en los cajones, descubrí el miedo y la prisa por realizar aquel sueño. Había llegado la hora. Tarde. Siempre he llegado tarde. Por darme prisa.
Me tiré al mar y ahí sigo. Escribiendo, haciendo verdad la respuesta a mi abuelo.
Nunca he sido más feliz.
Ayer me concedieron un título de académica de la ANLMI. En el Ateneo, donde tantas tardes me he refugiado de mis dudas, donde acudía a buscar, aunque no supiera qué.
Sigo braceando, ya en alta mar, incansable. Y, me acabo de acordar, que no le he dedicado a mi abuelo ninguno de mis libros. Pero sé que no es necesario porque él está en todos. Porque aún sigo allí, con su mano en mi hombro y yo diciendo, mirando a las alturas, que lo que quería, más que nada, era ser escritora.
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