148. Se llamaba Clara.
Aquella mujer no
sabía que tras ella bailaba el viento y reían las nubes.
Aquella mujer dejó
una huella que aún perdura. Aquella mujer era dulce y serena y os voy a contar
su historia.
Nadie sabía su
nombre, en el pueblo la nombraban con un gesto de cabeza, con un adelanto de
las bocas malignas, con las manos ocultando mentiras, tabicando injusticias.
Contaban que el
marido la dejó una tarde, que nunca pudo doblegar su temperamento libre, como de corcel salvaje y traidor, contaban que
no quiso tener hijos porque por sus venas no circulaba sangre de mujer buena,
contaban que tenía mil amantes.
Yo, cuando la veía
cruzar las calles del pueblo, despacio, silenciosa, casi etérea, con los ojos
un poco entornados, como si quisiera dosificar las mañanas, me detenía para
poder mirarla mejor, para respirar, por un instante, el mismo aire.
Ella me saludaba
con un ligero titubeo, como una reverencia disimulada, como si firmara un
acuerdo entre las dos, como si me hiciera cómplice de su felicidad, de esa algazara que desprendían sus labios entreabiertos y su melena inquieta y oscura.
Yo sonreía
también, admirando el giro que hacía su falda al dibujar la esquina.
Aquella mujer no
sabía que tras ella bailaba el viento y reían las nubes.
Cuando aquel
soldado guapo y mentiroso huyó con mi honor enredado en sus ojos, cuando el
pueblo entero dirigía su dedo acusador hacia mi cuerpo abultado por la
vergüenza, cuando nació mi hija, mi pequeña Lucía, aquella mujer se acercó a mi
casa con un modesto obsequio escondido entre sus enaguas y permaneció conmigo
durante las largas y cruentas noches de invierno.
Juntas vimos
crecer a mi hija y la educamos en la libertad y en el gozo, juntas recogíamos
flores silvestres para adornar la mesa y dábamos largos paseos por las afueras
del pueblo para evitar las miradas de la gente muerta. Juntas asistimos a la
boda de Lucía y recibimos con manos temblonas a nuestro primer nieto.
Aquella mujer murió
un otoño precoz y amarillo. Sólo mi hija y yo la acompañamos.
Por las barbillas
de cada morada se oían suspiros de satisfacción, de muecas envenenadas. Nunca,
esas pobres gentes, pudieron ver la certeza
de aquella mujer, su sabiduría, su belleza, no supieron disfrutarla. Nunca se dieron cuenta que, tras ella, bailaba el viento y reían las nubes.
Esa mujer dejó una huella, que aún perdura.
Esa mujer dejó una huella, que aún perdura.
Se llamaba Clara.
Me rindo. Dejar huella ha sido el final de algunos de mis escritos, pero.. ¿Cómo se consigue?. Si sigo leyéndote, dejaré de escribir. Un beso.
ResponderEliminarPues claro que has dejado huella, es que no lo has visto en el taller?
EliminarBesotes mil. Hasta pronto.