Los días pasaban despacio, andaban con muletas de miedo y
de tediosa espera, daban vueltas a las semanas, cansinos y decepcionados.
La mujer caminaba por las calles con la mirada huida, el
pelo ocultando la mitad de su futuro y las piernas nerviosas y desesperadas por
detenerse.
Y llegaba a casa y cerraba con rabia la puerta, rubricando
la decisión con varias vueltas de llave, con el abrazo de la cadena de
eslabones temblorosos.
Y, sólo unos minutos más tarde, se acordaba de encender la
luz, acariciaba con el dorso de la mano el interruptor y le llevaba algún
tiempo reconocer los muebles y los libros.
La mujer descubría entonces la ebullición de su pecho, el
botón rebelde que dejaba ver los bucles blancos del encaje del sujetador, el
sudor que entoldaba sus labios.
Los días pasaban perezosos, sin futuro.
La mujer decidió por ellos, les ganó la batalla, tomó las
riendas y se permitió sonreír, alentando el triunfo con los brazos, mientras
volaba hacia la libertad, hacia alguna parte.
El día se detuvo, cobarde, ante los primeros avances de
la lluvia, que duraría hasta la llegada de unas luces de asombro.
Qué comes? que escribes tan bueno, oculto, tan libre, tan bonito. A la mayoría de nuestros males, les pondremos remedio. Hay que vivir. Dale un beso de mi parte, yo añoro cada día a la mía. Abrazos.
ResponderEliminarPues como de todo, querida escritora. Y más que comeremos para seguir en la brecha. Un abrazote.
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