viernes, 17 de enero de 2025

La muñeca de cartón piedra

 Como fui la princesa del cuento hasta que nació mi hermano, me mimaban, me hacían fotos cada dos por tres, a todas horas, mis tíos, mis tías, sus novios, mi padre. Un día, a comienzos de año, vino a la casa grande un fotógrafo profesional. Me hizo posar encima de la cama, sentada en lo alto de la nevera, en el sillón, con las piernas dobladas y mandando callar a la muñeca que me habían traído los Reyes. Era una muñeca enorme, de cartón piedra, rubia, muy bien vestida y con unos ojos que te seguían allá donde fueres. Tenía la boca demasiado pequeña. Me cayó mal. Nunca llegamos a entendernos.

¿No juegas con tu muñeca?, me decían, cuando me veían sumergida en los tebeos de El Capitán Trueno, del que estaba profundamente enamorada.

La muñeca me seguía mirando, como reprochando mi falta de interés.
Una tarde de frío y lluvia, mientras esperaba a que mi abuela me preparara unos boniatos, me encerré en el baño, desvestí a la muñeca y la bañé. Quedó algo perjudicada la pobre. Unos días más tarde, mi abuelo trajo a casa a Kazán, un precioso perrito color canela. Me gustó, era muy inteligente. Le debí contar algo sobre la muñeca, no sé. Pero una mañana, la muñeca, ya sin pies y con una mano mutilada, desapareció de casa. Kazán fue amonestado, debajo de la mesa me miraba, y yo, con el dedo en los labios, le pedía silencio.

miércoles, 15 de enero de 2025

La reina destronada

Aquel día de verano, en la casa grande, noté murmullos desconocidos, mi abuela me había hecho las coletas con un aire de descuido, mi abuelo dejó a un lado el periódico y se dedicó, toda la mañana, a contarme historias nuevas; mi bisabuela Eloísa, se presentó a mediodía con una bandeja de pasteles.

Ya caía la tarde cuando mi abuelo, desde el salón, me gritó:
-Elo, ven, corre, mira la cigüeña que trae a tu hermanito.
Y yo corrí todo aquel largo pasillo sin darme cuenta del temor que, a veces, me asaltaba, pensando que, desde las puertas abiertas como bocas voraces, saldría alguna mano misteriosa para cogerme de las trenzas.
Cuando llegué, mi abuelo me dijo, con cara de pena, que la cigüeña acababa de torcer por la esquina y ya no podría ver a mi hermanito colgando de una bolsa que llevaba en el pico.
Nos quedamos largo rato los dos, apoyados en la ventana, mirando el pespunteo de lucecitas en el cielo y aspirando el olor a tierra mojada que subía desde la calle, como cada noche que el dueño del bar de debajo de nuestra casa regaba con energía, dejando la tierra fresquita y limpia para que los hombres pudieran jugar la última partida de parchís.
Aquella noche mi abuelo me cantó tres veces el Relicario.
Al día siguiente mi madre volvió con mi hermano. Aquel mismo día, sin saberlo, dejé mi trono de reina absoluta de aquella casa grande que había ostentado durante seis años y todo el poder recayó en él. Nunca me importó. Aquel niño fue el mejor regalo que mi madre pudo hacerme. Me desbancó limpiamente, por méritos propios.
Años después, se repitió la historia, pero yo ya no creía en cigüeñas. Otro hermano completó la dicha. Otro regalo.
Han pasado tantos años que cuesta asimilarlo, pero ellos, quizá para compensarme por mi abdicación voluntaria, me traen una corona cada vez que nos vemos, se ponen a mi lado y me aúpan, con su cariño y su fuerza, a un trono en el que me siento segura y feliz.
Petricor, ahora sé que aquel olor de mi infancia, ese olor de la tierra mojada, de la vida, de la calma y de la nostalgia, se llama petricor.





lunes, 13 de enero de 2025

Sin boina

Éramos cuatro amigas: Pilar, Juani, Juli y yo. Íbamos al mismo instituto y vivíamos en el mismo barrio, Usera. Todas con dieciséis años. No íbamos a bailar, ni teníamos pandilla, ni nuestras hormonas estaban en plan revolución. Éramos tranquilas. Eran otros tiempos. Un día decidimos hacernos una foto "de estudio". Algo se nos tenía que ocurrir. Y fuimos a un estudio fotográfico de la calle Marcelo Usera. Yo me puse para la ocasión una falda midi, chaleco de punto y boina color beige, la blusa era marrón oscuro y una corbata color oro viejo que se me ocurrió a última hora. El nudo me lo hizo mi padre. Botas altas de plataforma.

El fotógrafo, cuando llegó mi turno, me aconsejó quitarme la boina, dijo que tenía el pelo muy bonito y que estaría mejor sin ella. No sé porqué le hice caso.
Al salir, nos compramos unas bambas de nata en la pastelería del otro lado de la calle. Y nos fuimos a casa. El día siguiente, domingo, lo dedicaríamos a estudiar, el lunes había examen de latín y geografía. Eso fue todo.
El fotógrafo me preguntó, un poco antes de salir del estudio, que si le daba permiso para poner mi foto en el escaparate. Se lo di.
Fui un par de veces a verme, allí expuesta, a la vista de todos, al lado, me acuerdo, de una foto de Carmen Sevilla. Me hizo ilusión. Pero volví a arrepentirme de haberme fotografiado sin mi boina. Con ella, yo me veía más internacional, con cierto aire parisino. Porque ya, en aquellos años, soñaba con viajar a París. Lo hice en mi viaje de novios. Desde entonces, he vuelto a la ciudad de la luz, una docena de veces. Iré de nuevo en breve.
Pero ahora, miro la foto y pienso en el olor a futuro de aquel día feriado, en la inocencia de las calles y de mis botas de plataforma. En todas las lluvias que me han mojado, en los momentos de gozo y de terror, de pérdida. Pienso en la vida. Tan extraña, tan cruel, tan maravillosa.
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domingo, 12 de enero de 2025

Mi bisabuela Eloísa

 Me acuerdo mucho, a menudo, de mi bisabuela Eloísa. Ella me ofreció su nombre y su forma de ver la vida. Llevo su nombre con orgullo, pero no he conseguido navegar por el mundo como lo hizo ella. Fue la madre de mi abuelo sabio. Solo quiso tener un hijo. En aquella época de proles numerosas. Lo decidió así para poder ocuparse de él en cuerpo y alma. Sin más interferencias. Como también se ocupó más tarde, de su nuera y de los siete hijos de la pareja.

Mi bisabuela, vendía, allí, en aquel pueblo manchego, todo lo que pudiera venderse, componía oraciones para curar el cuerpo y el alma, plantaba hierbas desconocidas en un rincón del patio o inventaba trueques. Era maga. Cuando volvía de sus escapadas, traía el cesto lleno de libros para su hijo, mi abuelo sabio. Ella fue la que cerró la casa del pueblo, Los Abedules y se trajo a toda la familia a Madrid. Yo dormía con ella. Y, todas las noches, me hacía leer en voz alta largo rato, para asegurarse de que mi pasión por las letras estaba bien arraigada. Y, una tarde de diciembre, me echó de su cuarto, diciéndome, con voz rotunda y dulce, que tanto dormir con una vieja me haría arrugas prematuras alrededor de los ojos.
Un día, sentadas en aquel salón octogonal de mis recuerdos, me pidió que, cuando muriera, le pusiera dentro de la faltriquera unas monedas, para seguir siendo, allá donde fuera, una mujer independiente y libre. Así lo hice.
Ayer me llamaron de la editorial para pedirme una foto para la solapa del poemario que se publicará en breve. Les he enviado ésta. Se me ve alegre. Agarrada, con las dos manos, al vértigo y al desconcierto. A la inevitable nostalgia.
Y es que, a veces, la infancia es más larga que la vida, como decía mi querida Ana María Matute.



sábado, 11 de enero de 2025

Los pecios del naufragio

Estoy frente a los muros del castillo de Manzanares el Real. Al día siguiente era mi cumpleaños y acababa de entrar a trabajar en Michelín. Estaba feliz y me puse chula. Iba a trabajar en una buena empresa y me despedía de mis diecisiete años. Invité a la comida. Brindé por el futuro. Creí que el mundo entero lo llevaba apretado en el bolsillo de ese pantalón de cheviot que recuerdo perfectamente. Y, me puse chula. Fueron buenos los siguientes años. Luego, una tarde, hice un giro extraño. Ahí cambió todo. Tengo esta foto, sujeta con un imán, en la puerta del frigorífico. Para recordar, a diario, los pecios de aquel naufragio.

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viernes, 10 de enero de 2025

De camping

Esta foto me la hizo mi padre. Estamos en el pantano de San Juan, un verano. De camping. Yo tengo ahí veinticinco años y dos hijos. Al pequeño lo acabo de dejar dormido en su cuna. El mayor, de tres años, se ha ido con mi madre a lavar unos baberos al pantano. Teníamos montado un buen chiringuito. Entonces se podía. Un grupo de gente tomando el terreno, delimitando su parcela, su rancho, su Ponderosa particular. La tienda grande la había comprado en París, en las galerías Lafayette, en mi viaje de novios. Amplia y confortable. Añadimos una canadiense para los trastos y montamos una cocina debajo de un amable pino piñonero. Las dos cunas se movían según el momento del día. La piscina infantil, siempre al sol. La felicidad circulaba a sus anchas, libre, danzando como loca por toda la espontánea urbanización. Era el tercer verano que anidábamos en el mismo sitio.

Papá, le dije, cuando estaba guardando la cámara de fotos, el año que viene ya no vendremos aquí. Y me fui a preparar la comida. Ese día, recuerdo, hice una paella mientras mi madre tendía los baberos. No hace mucho tiré la tienda y los recuerdos de aquellos tres veranos. Vinieron otros veranos, muchos más, pero ya nunca volví a escuchar aquel olor, cálido y fresco, del pino piñonero de nuestra parcelita regalada, su mensaje de tregua. La foto la he encontrado buscando otra cosa en una caja antigua. Y me ha devuelto el dolor y el gozo de esto que llamamos vida.
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jueves, 9 de enero de 2025

Ser escritora

Hice la comunión a los nueve años porque, el año anterior, a mi padre le intervinieron de una operación importante de estómago. Fue en la iglesia de San Vicente de Paul, en Oporto, cerca de mi casa. Al salir, mi abuelo se adelantó y me ofreció un paquete. Era el libro de El conde de Montecristo, una de las primeras novelas que yo leí de su enorme biblioteca. Aún lo conservo. Y, antes de reunirnos con toda la familia, que esperaba al pie de las escaleras, para la fiesta que habían preparado en el salón octogonal de la casa grande, me preguntó, agachándose, para ponerse a mi altura: ¿y, qué quieres ser de mayor?

Recuerdo que me escapé de sus ojos y contesté, mirando a la alta torre de la Iglesia: escritora.
Luego, aquel deseo quedó como dormitando en algún lugar. Yo escribía y guardaba, casi sin darme cuenta, mientras mi vida iba culebreando de manera natural. Continué caminando al borde del mar: estudios, trabajo, relaciones, pareja, hijos, más trabajo. Y, escribiendo. Hasta que un día me dijeron cáncer, me mostraron el final de aquella playa en la que había caminado descalza y sin miedo.
Y ahí fue cuando recordé el deseo que le confesé a mi abuelo. Y ahí fue cuando, lanzarme al mar, era la única salida.
Han pasado los años, descubrí entonces cientos de páginas escritas en los cajones, descubrí el miedo y la prisa por realizar aquel sueño. Había llegado la hora. Tarde. Siempre he llegado tarde. Por darme prisa.
Me tiré al mar y ahí sigo. Escribiendo, haciendo verdad la respuesta a mi abuelo.
Nunca he sido más feliz.
Ayer me concedieron un título de académica de la ANLMI. En el Ateneo, donde tantas tardes me he refugiado de mis dudas, donde acudía a buscar, aunque no supiera qué.
Sigo braceando, ya en alta mar, incansable. Y, me acabo de acordar, que no le he dedicado a mi abuelo ninguno de mis libros. Pero sé que no es necesario porque él está en todos. Porque aún sigo allí, con su mano en mi hombro y yo diciendo, mirando a las alturas, que lo que quería, más que nada, era ser escritora.






Toda

miércoles, 8 de enero de 2025

Hoy, ocho de enero

 No tengo queja de sus Majestades. Siempre aciertan. Me conocen desde hace muchos años. Tuve la suerte de tener una infancia hermosa. Ya he contado varias veces que transcurrió, hasta los nueve años, en una casa inmensa con toda la familia materna, recién llegados de mi pueblo, #Tomelloso.

Muñecas, coches para llevarlas, cocinas en miniatura, sombreros (desde pequeña los llevé) y cuentos. Mis preciosos cuentos troquelados del comienzo. Los cómics y libros, después.

Mi abuelo sabio y mi tía Pilar se encargaban de ello. De ahí viene todo. De aquel salón octogonal y de aquel olor a paraíso.
Ayer me leí la novela que me dejó este año mi Rey. Inmensa.
Mi madre también tenía los ojos verdes. De tanto mirar el mar.
Esta tarde iré al Ateneo. La Academia Norteamérica de Literatura Moderna Internacional me concede un reconocimiento.
Voy a elegir blusa y sombrero nuevo. Para tanto abrazo.










martes, 7 de enero de 2025

Estando ya mi casa sosegada

He descansado bien. Anoche me acosté, ya amanecida, casi rozando el filo del conticinio. Me propuse dejar la casa ordenada, en su estado original. La mascletá de emociones ya había pasado. Mi hija y su perro Rulo, ya estaban de nuevo en Mallorca; los nietos, hijos y nueras, se habían despedido con las bolsas llenas de la magia de los Reyes. Mi marido, dando un paseo a Chewie. Que sea largo, le dije. Porque yo necesitaba quedarme con el escándalo del silencio. Mirando las cajas de las pizzas en la encimera de la cocina, los helados abandonados; las pinturas camufladas bajo el sillón; la cama deshecha, aún con el dibujo de las huellas de mis tres duendecillos. Mi estudio, con restos de un tsunami.

Todo quedó en orden cuando me fui a la cama. Necesité una ducha caliente y embadurnarme la cara con una crema que disimulara mi asombro. Mi desconcierto.
Todo pasa, pensé. Hasta la alegría del caos.
Antes de acostarme, en un rincón del pasillo, junto al mueble de los recuerdos, me encontré una pieza de puzzle. De Peppa Pig. He dormido toda la noche con ella en la mano.



lunes, 6 de enero de 2025

Comenzamos

Comienzo ya el trajín hermoso de las palabras. De su paseíllo.

Gracias por la acogida de mi poemario Besitos y versitos.

Gracias por tanto.



jueves, 2 de enero de 2025

La primera en la frente

Esperaba más de este año. Ya llevo gastados dos días y no he sido feliz. No me he reído, mi respiración es entrecortada y tímida, no he salido a la calle porque conozco demasiado el empedrado y las hojas que tiemblan, no me he echado colonia allí donde antaño hundías la cabeza, no tengo ganas de escribir ese poema que me confirmaría que soy poeta. Me abrazo a Esperanza y finjo una sonrisa. Finjo siempre. Si vienes, puede que despierte a la vida. Este año será igual a todos.