viernes, 31 de enero de 2025

Tomelloso. Tiempo de infancia

 Además de mi bisa, la maga; mi abuela Victoria, eterna Penélope y mi abuelo sabio, en el pueblo me esperaba, en los veranos, mi abuela Aureliana, la madre de mi padre.

Era la que sacaba agua del pozo y la echaba en un caldero grande, para que luego me bañara y me tumbara al sol gigante de aquel patio de la Mancha, aunque no comprendiera mi obsesión por ponerme morena, ni que me gustara tanto mirar, durante horas, todos los utensilios de campo colgados de las paredes de aquel cuarto sin ventanas que recuerdo como un auténtico museo. La que me decía, desde cualquier rincón de la casa, que tuviera cuidado con las escaleras, cuando me sentía bajar a la cueva, llena de enormes tinajas, iluminadas apenas por la lumbrera del techo y con aquel olor a uva y a milagro.
Mi abuela tenía siempre el salón y la cocina bendecidos por todas las velas que podía comprar en la tienda mágica de la plaza del pueblo.
Le decía al abuelo Marcelino, ganadero y músico, que dejase de tocar el acordeón, que le gustaba mucho más el silencio,
y se iba al patio para recoger las sábanas tendidas,
que ya se habían llenado de luna y estrellas fugaces. Aquellos veranos de mi infancia se llenaban de pan con vino y azúcar, de la algarabía de primos rompiendo las tediosas siestas y de noches al fresco, contemplando el cielo y con el ladrido de algún perro vagabundo que aparecía de repente por cualquier esquina.
Muchos años después, cuando yo esperaba la llegada de mi segundo hijo, vino a Madrid y, ante la tardanza en parir, se fue a buscar velas para adelantar el parto. Ella iba recogiendo el nombre de aquellas calles desconocidas y metiéndolos en la faltriquera, pero cuando quiso volver, no encontraba la dirección de la casa entre aquel revoltijo de calles y de niebla. Era un mes frío de noviembre. Pero alcanzó a llegar, a prender la docena de velas y a regocijarse porque aquella misma noche nació mi hijo.
Del abuelo conservo el hierro con sus iniciales para marcar los animales y el susurro leve de alguna canción.
He encontrado esta foto, del día en que mi padre fue a buscarla a la estación, era martes, siete de noviembre, la luna estaba en cuarto creciente, y yo la esperaba, en la puerta de casa, para ser la primera en abrazarla y para que ella pusiera su mano en mi tripa y me deseara suerte.
A la semana siguiente, martes catorce, era luna llena y nació mi hijo.
Mi abuela esperó hasta conocer el mar. Cuando se mojó los pies con la espuma de las olas y se llenó los bolsillos de caracolas y cristales azules, se sentó en la arena y se dejó llevar por quince sirenas al otro lado del silencio del océano.



miércoles, 29 de enero de 2025

Cuando una tarde de mayo te traiciona

 Cuando tenía diecisiete años

no sabía que era el tiempo
de cruzar el Mississippi
en ese barco de vapor
que escondía en el pecho.
Que, a golpe de jazz,
podían crecerme las ansias
y las tetas,
que el mundo era ancho,
que tenía la obligación de beberme a morro
la noche;
ir sin bragas,
probar la esquina,
olvidar el paraguas y caminar de espaldas
y con los ojos cerrados,
mancharme los bajos de la falda de nieve
y barro seco.
No sabía que el reloj se había parado
para esperarme,
que la mañana contenía el aliento
vigilando la dirección de mi mirada.
No sabía entonces,
cuando tenía diecisiete años,
que esconderse en un abrazo sin palabras,
iba a enterrar, ya para siempre,
el incipiente futuro,
aún sin divisar,
apenas germinado.
(Poema incluido en "Por donde entra la luz. Adicta al conticinio", el poemario que saldrá en próximas fechas)





lunes, 27 de enero de 2025

Por donde entra la luz

 Así, ya lo conté en su día, me hizo la foto aquel caballero.

-Si no le importa, se disculpó, es que me gustó la estampa. Si quiere se la paso.
Me hizo gracia, parezco un personaje de un cuadro de Hopper. Allí comenzó "Por donde entra la luz", un poemario que ya viene de camino. Y del que estoy satisfecha.
"Me preguntan mis amigos, mis fieles lectores, esas personas que te conocen y saben de tu deambular y de tus ansias.
Me preguntan, digo, qué van a encontrar en este nuevo poemario que ya tienen en las manos.
Quizá me repito en la mirada y en la forma de ver la vida, les digo, no sé si he cambiado o continúo en el proceso.
Hablo, en estas páginas, de un día de agosto, fue jueves, pero podría ser cualquier otro día del año. Hablo del miedo a la noche y sus ruidos, de la falta de ruido, del ruido del silencio, hablo de la muerte, de lo ignorado y del temor al azar caprichoso.
Hablo de amores y recuerdos, de la vida y de lo que pudo haber sido y no fue. Del gozo de vivir.
Hablo de la fragilidad.
Y de la fuerza.
Y de un jueves que pudo ser feriado".








domingo, 26 de enero de 2025

Cambiar de aires

Me he dado un respiro. Cambiar de aires. Cojo el coche, a Chewie y a mi nieto Eneko y nos vamos a mi Villa Favorita. Llueve. Están las calles hermosas. Vamos a ver a Ana, a su librería, el reino de los sueños, de la magia, de los mil colores del arco iris. Nunca sales de allí igual que entraste.

Volvemos a casa, a mi patio de las seis esquinas, pero antes, nos regalamos otro instante de júbilo y vida en un lugar especial, de música, libros y poemas servidos en copas.
Sigue lloviendo en #villanuevadelosinfantes. Chewie tira de la correa, no le gusta mojarse, mi nieto juega con su paraguas nuevo y yo me demoro un poco más bajo los soportales de la plaza.
Las campanas de la iglesia, su cálido estruendo, nos hace levantar la mirada al cielo.
Y, Chewie, mi nieto y yo, ahora sí, corremos, saltando sobre los charquitos brillantes, que reflejan un cielo de acero y mentira.


Librería Mari, en Villanueva de los Infantes. Un lugar al que ir y correr el riesgo
de querer quedarse para siempre.



Batidos variados en un entorno de música y libros.
Imprescindible.
Buena Letra







viernes, 24 de enero de 2025

Mis abuelos.

 "Por esos años en los que Dios era el abuelo moviéndose en el desván".

El moño de mi abuela era como los otoños nuevos
y, tan grande, como los sueños de los niños traviesos.
Llevaba un delantal de colores imposibles, con un enorme bolsillo
en donde guardaba miles de ovillos de lana, botones de todos los tamaños, almendras garrapiñadas y recetas antiguas.
Era la madre de mi madre.
Se sentaba en un rincón del patio donde se volvía invisible y podía mirarnos a todos y lanzarnos flores silvestres que se nos enredaban en los pies descalzos y en la sonrisa escandalosa.
Una mañana de lluvia, se sentó en su rincón preferido, allí donde brotaban todas las rosas libres de espinas y tenían su escondite los caracoles y las hormigas moradas, y nunca más volvió a aparecer.
Pero, de vez en cuando, vemos alguna labor colgada de las ramas más altas de la higuera.
Mi abuela se llamaba Victoria.
Me enseñó a ser valiente, a amar la soledad, a tener siempre una labor entre las manos y a dejar las puertas abiertas.

Mi abuelo era sabio, sembraba libros por todas las habitaciones
y a veces pasaban meses hasta que se le podía encontrar entre tantas páginas abiertas.
Luego regresaba con los ojos llenos de magia y de historias nuevas
y nos las contaba alrededor de la mesa, llena de higos secos y almendras de Turquía.
Una tarde me llevó con él por toda aquella selva de palabras
y armarios gigantes y, cuando regresamos, yo llevaba tatuado en la frente, ya para siempre, el estigma de las lectoras incansables.
Mi abuelo se llamaba Emilio y tenía los dedos tan largos como las historias del final del verano, los labios temblones de haber visto tanto y los ojos con lluvia de los que viven mil vidas.
Mi abuelo me dejó el desván con todos sus poemas y una cajita de pastillas con sabor a regaliz, un reloj de pared y un relicario antiguo, una colección de novelas del oeste con las esquinas dobladas y una colcha de retales para que nunca me sorprenda el frío.




miércoles, 22 de enero de 2025

Llegan tres poemarios

 Estoy embarazada de trillizos. Así, sin haberlo previsto. Y, de tres padres diferentes.

"Por donde entra la luz", se llamará el primero. Un poemario gestado en esas noches blancas en las que me sumerjo en la magia del conticinio, escrito un jueves cualquiera, en esos estallidos de silencio. Tan frecuentes:
Se levanta en la oscuridad
porque se le vino al pecho
el comienzo de un verso afortunado.
Encendió la lamparita de la mesa
y allí, en el círculo de aquella claridad tímida
y vacilante,
llenó las hojas de palabras gozosas
y recuerdos amarillos.
Emergían solos, engarzados,
como las cerezas
cuando intentas seleccionar aquella
que pronuncia tu nombre desde la cesta.
En pocos minutos pergeñó un poema
que nada tenía que ver
con su imagen plañidera.
Y, fíjate que sonrió, ante el prodigio
de sentir que aún quedaba
un rastro de esperanza en su camino.
Que todavía figuraban días de color
en el almanaque.
Que el bolígrafo también sabía de lubricanes y plegarias.
Y así la encontró la mañana,
con veinte poemas de amor
y un perfume de naranjas
entre los pechos.
El segundo se llamará, "Ser poeta, mola" y viene a acompañar a su hermano mayor "Besitos y versitos". Para los futuros poetas, para esos gigantes bajitos que tanto me han aportado en estos últimos meses:
¡Vaya memoria que tengo,
no sé si voy o si vengo!
Si estoy contigo o con Marta,
si acierto o meto la pata.
Si he hecho los deberes,
o estamos de vacaciones.
¡Vaya memoria que tengo,
no sé si voy o si vengo!
Y, el tercero, "La mujer del sombrero. Décimas con fiebre", será una colección de décimas de corte erótico:
Y no dejas de escribir
tu fiebre por las paredes,
te adelantas, retrocedes,
te acabas de descubrir,
piensas vivir o morir,
tienes la piel anhelante,
soy tu amante, eres mi amante,
lo llevo escrito en mis venas,
tus manos grandes, morenas,
en mi sexo palpitante.
Espero, amigos, que vengáis a verme. Ha sido un embarazo precioso, en la eco se les ve activos y con buen talante. El parto será en breve. Sin anestesia, viviendo todo el proceso, recogiéndolos con mis propias manos.
En la foto se me ve feliz, os merecéis mi mejor cara, pero ya sabéis que este hermoso oficio de las palabras, también tiene lo suyo.
Os necesitaré para criarlos. Gracias.




martes, 21 de enero de 2025

Milhojas

"Mi bisabuela vestía siempre de negro

y llevaba la música en los brazos,

con veinte pulseras
que contenían todas las canciones
del Universo.
Ofrecía pan y magia. Rezos que curaban
el dolor de barriga y las malas intenciones.
En los meses de verano,
hablaba sin palabras.
Cuando te besaba,
dejaba un reguero de mañanas limpias
y noches valientes.
Y siempre tenía una moneda
escondida entre su pelo gris
para asegurarse un buen pasaje
hacia el país de los sueños.
Murió muy viejita y se fue con las manos llenas de caricias y ramitos de albahaca.
Se llevó también su cesta de mimbre repleta de mojicones, caracolas de mar y remedios para la tos de los perros.
Se llamaba Eloísa.
Fue la que me prestó su nombre y sembró mi infancia de milhojas, miradas azules y olor a lumbre".
Mirando libretas antiguas he encontrado este escrito que hice sobre ella.
Y he recordado aquella mañana en que le dijo a mi madre que me pusiera guapa, que me llevaba de paseo. Era sábado y verano. Era el tiempo de la infancia y de los horizontes infinitos. Era el tiempo de las cerezas.
Me llevó a una cafetería donde nos esperaban sus tres amigas golosas, reparadoras de almas y con las miradas limpias y manos calientes, como ella, como mi bisa. Más tarde, ebrias de historias mal contadas y con relejes de nata de una docena de milhojas, me llevaron a hacerme una foto.
Sonríe, cariño, sonrie siempre, me dijeron todas. Y yo sonreí y aparté con el pie, sin que se diera cuenta el fotógrafo, aquel perro de mentira que me había puesto como decoración.
Mi bisabuela y sus tres amigas se fueron con pocos días de diferencia. Todas, oliendo a olas de mar, todas, con una moneda enredada en el cabello. Empoderadas y traviesas.




viernes, 17 de enero de 2025

La muñeca de cartón piedra

 Como fui la princesa del cuento hasta que nació mi hermano, me mimaban, me hacían fotos cada dos por tres, a todas horas, mis tíos, mis tías, sus novios, mi padre. Un día, a comienzos de año, vino a la casa grande un fotógrafo profesional. Me hizo posar encima de la cama, sentada en lo alto de la nevera, en el sillón, con las piernas dobladas y mandando callar a la muñeca que me habían traído los Reyes. Era una muñeca enorme, de cartón piedra, rubia, muy bien vestida y con unos ojos que te seguían allá donde fueres. Tenía la boca demasiado pequeña. Me cayó mal. Nunca llegamos a entendernos.

¿No juegas con tu muñeca?, me decían, cuando me veían sumergida en los tebeos de El Capitán Trueno, del que estaba profundamente enamorada.

La muñeca me seguía mirando, como reprochando mi falta de interés.
Una tarde de frío y lluvia, mientras esperaba a que mi abuela me preparara unos boniatos, me encerré en el baño, desvestí a la muñeca y la bañé. Quedó algo perjudicada la pobre. Unos días más tarde, mi abuelo trajo a casa a Kazán, un precioso perrito color canela. Me gustó, era muy inteligente. Le debí contar algo sobre la muñeca, no sé. Pero una mañana, la muñeca, ya sin pies y con una mano mutilada, desapareció de casa. Kazán fue amonestado, debajo de la mesa me miraba, y yo, con el dedo en los labios, le pedía silencio.

miércoles, 15 de enero de 2025

La reina destronada

Aquel día de verano, en la casa grande, noté murmullos desconocidos, mi abuela me había hecho las coletas con un aire de descuido, mi abuelo dejó a un lado el periódico y se dedicó, toda la mañana, a contarme historias nuevas; mi bisabuela Eloísa, se presentó a mediodía con una bandeja de pasteles.

Ya caía la tarde cuando mi abuelo, desde el salón, me gritó:
-Elo, ven, corre, mira la cigüeña que trae a tu hermanito.
Y yo corrí todo aquel largo pasillo sin darme cuenta del temor que, a veces, me asaltaba, pensando que, desde las puertas abiertas como bocas voraces, saldría alguna mano misteriosa para cogerme de las trenzas.
Cuando llegué, mi abuelo me dijo, con cara de pena, que la cigüeña acababa de torcer por la esquina y ya no podría ver a mi hermanito colgando de una bolsa que llevaba en el pico.
Nos quedamos largo rato los dos, apoyados en la ventana, mirando el pespunteo de lucecitas en el cielo y aspirando el olor a tierra mojada que subía desde la calle, como cada noche que el dueño del bar de debajo de nuestra casa regaba con energía, dejando la tierra fresquita y limpia para que los hombres pudieran jugar la última partida de parchís.
Aquella noche mi abuelo me cantó tres veces el Relicario.
Al día siguiente mi madre volvió con mi hermano. Aquel mismo día, sin saberlo, dejé mi trono de reina absoluta de aquella casa grande que había ostentado durante seis años y todo el poder recayó en él. Nunca me importó. Aquel niño fue el mejor regalo que mi madre pudo hacerme. Me desbancó limpiamente, por méritos propios.
Años después, se repitió la historia, pero yo ya no creía en cigüeñas. Otro hermano completó la dicha. Otro regalo.
Han pasado tantos años que cuesta asimilarlo, pero ellos, quizá para compensarme por mi abdicación voluntaria, me traen una corona cada vez que nos vemos, se ponen a mi lado y me aúpan, con su cariño y su fuerza, a un trono en el que me siento segura y feliz.
Petricor, ahora sé que aquel olor de mi infancia, ese olor de la tierra mojada, de la vida, de la calma y de la nostalgia, se llama petricor.





lunes, 13 de enero de 2025

Sin boina

Éramos cuatro amigas: Pilar, Juani, Juli y yo. Íbamos al mismo instituto y vivíamos en el mismo barrio, Usera. Todas con dieciséis años. No íbamos a bailar, ni teníamos pandilla, ni nuestras hormonas estaban en plan revolución. Éramos tranquilas. Eran otros tiempos. Un día decidimos hacernos una foto "de estudio". Algo se nos tenía que ocurrir. Y fuimos a un estudio fotográfico de la calle Marcelo Usera. Yo me puse para la ocasión una falda midi, chaleco de punto y boina color beige, la blusa era marrón oscuro y una corbata color oro viejo que se me ocurrió a última hora. El nudo me lo hizo mi padre. Botas altas de plataforma.

El fotógrafo, cuando llegó mi turno, me aconsejó quitarme la boina, dijo que tenía el pelo muy bonito y que estaría mejor sin ella. No sé porqué le hice caso.
Al salir, nos compramos unas bambas de nata en la pastelería del otro lado de la calle. Y nos fuimos a casa. El día siguiente, domingo, lo dedicaríamos a estudiar, el lunes había examen de latín y geografía. Eso fue todo.
El fotógrafo me preguntó, un poco antes de salir del estudio, que si le daba permiso para poner mi foto en el escaparate. Se lo di.
Fui un par de veces a verme, allí expuesta, a la vista de todos, al lado, me acuerdo, de una foto de Carmen Sevilla. Me hizo ilusión. Pero volví a arrepentirme de haberme fotografiado sin mi boina. Con ella, yo me veía más internacional, con cierto aire parisino. Porque ya, en aquellos años, soñaba con viajar a París. Lo hice en mi viaje de novios. Desde entonces, he vuelto a la ciudad de la luz, una docena de veces. Iré de nuevo en breve.
Pero ahora, miro la foto y pienso en el olor a futuro de aquel día feriado, en la inocencia de las calles y de mis botas de plataforma. En todas las lluvias que me han mojado, en los momentos de gozo y de terror, de pérdida. Pienso en la vida. Tan extraña, tan cruel, tan maravillosa.







Puede ser una imagen de una persona y sonriendo

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