Son
más de las doce de la mañana y llevo ya un par de horas mirando la pantalla del
ordenador. Totalmente bloqueada.
Anoche acabé de corregir el poemario. Una vez
más. Se llamará Piel y contiene un recorrido por toda mi vida, por las
diferentes fases en las que la tangente de las vueltas de la esquina clava su
punto y aparte. Un poema para cada cruce de caminos. Me gusta bastante el
resultado y lo quiero publicar para la primavera próxima. Pero el trabajo de
corrección es tremendamente tedioso y cambiante. Una mañana, al leerlo, no veo
ni una coma fuera de su sitio, otras, esa misma coma no encuentra su lugar, el
final de algún poema me parece inadecuado y la obra, en su casi totalidad, no creo
que amerite su publicación.
He añadido, al final del poemario, un
capítulo que no estaba previsto. Lo he titulado Noches de lunas menguantes y
son cinco poemas dedicados a mi madre, cinco recorridos por el proceso de su
enfermedad y muerte. Un anexo que no me hubiera gustado incluir, pero que lo he
creído necesario, porque mi orfandad daba un rumbo diferente al trayecto de ese
poemario, un giro inesperado que me dejaba, como digo en uno de esos poemas, al
frente, en primera línea de combate.
Mi
madre ha muerto. / Ha dejado su silla vacía/ y suelto el timón de la nave. / Yo
he tenido que dar un paso al frente/ para ocupar su lugar. / Ahora soy ella, /
la mano que cierra las puertas con sigilo/ y mantiene la cama limpia/ para el
cansado. / La que vigila el lazo, tan frágil, / que anuda las miradas/ y las
manos extendidas. / La que oculta un desaire/ y realza el valor de su tropa. /
La que finge fortaleza/ y espera algún beso rezagado, / un abrazo caliente y espontáneo.
/ Tomo el timón con temor de novata, / recordando las instrucciones de ruta, /
dónde están los escollos y las aguas bravas, / para que la nave surque los
mares en calma, / capeando, achicando, / guardando, sin que se note, / en la
sentina, / las mañanas frías y las noches de tormenta, / la barquita heredada.
/ Mi madre ha muerto. / He dado un paso al frente. / Ahora soy la primera en la
línea. / Detrás, todos los que somos, / los que vendrán, / los que fueron, /
todos. / El viento se cuela entre las velas/ de todos los jueves, / y, aunque
la vida sigue, ajena a los bandazos, / el timón está firme. / La cama limpia. /
La puerta abierta. / Otra travesía comienza. / Todos a sus puestos. / Sin
perder de vista el faro/ ni el horizonte.
Dejo
el borrador sobre la mesa, aliviando el pellizco de dolor que no se acaba de
alejar del pecho con caricias de mis manos abiertas, consolándome a mí misma.
Enciendo una de las velas que siempre me esperan sobre la mesa y me dedico a la
novela que tengo en mente, esperando que cuando lo retome tenga las ideas más
claras. Que confíe más en mí.
Mi librero, Fernando, insiste desde hace
tiempo en que tengo que meterme de lleno en la escritura de una novela. Le digo
que soy más de poesía y de relato corto. Cada uno es cada uno. Y le recuerdo el
éxito de Galería de trampantojos, mi libro de relatos.
Una
novela, una novela ahora, vamos ponte con ello, me dice.
Y en ello estoy. Bloqueada. Metida hasta la
cintura en un terreno de arenas movedizas, de las que no tengo ni idea de cómo
salir.
Ya
tenía, antes de que él me dijera nada, un pequeño borrador, unas cuartillas,
muchas, escritas a mano; un par de cuadernos llenos, sin orden ni concierto, de
esbozos, sentimientos e historias que fui anotando durante las prolongadas
estancias en el hospital, durante los largos y repetidos ingresos de mi madre,
las notas que escribí al poco tiempo de morir y las que estaba escribiendo cuando
visitaba su casa, para desalojarla y ponerla en venta.
Le había puesto incluso un título a todo ese
batiburrillo de ideas y confusiones, a ese germen de novela inexistente.
Siempre, en todos mis libros, el título es lo primero que me viene a la cabeza,
como si, sin este requisito, no pudiera comenzar a desarrollarla.
El
ruido del silencio, será el título y, como todos los títulos de mis libros, se
configuró, de repente, en lo alto de la pantalla, allí en medio de la hoja en
blanco, presuntuoso y ofrecido, y ya no soy capaz de encontrar otro mejor. Ni
hago nada por cambiarlo.
La llevo muy adelantada, mentí a mi amigo
librero. Y ahora, tenía que ver cómo salía del atolladero.
Llevaba ya más de dos horas y un par de cafés,
leyendo, una y otra vez, el comienzo que había escrito meses atrás:
“El 6 de diciembre murió mi madre. Al día siguiente, después del
entierro, en la puerta del cementerio, mi nuera tuvo los primeros dolores de
parto.
El día
8 nació mi primer nieto, Eneko.
El 27
del mismo mes, vino al mundo mi nieta, Martina.
Unas
semanas después, mi tío Sebastián, revolviendo en un viejo baúl del desván de
su casa, descubrió unos diarios. Tres cuadernos de tapas verdosas llenos de una
letra picuda y apretada. Con la firma de mi bisabuela Eloísa.
Todos creíamos que era analfabeta.
Después de leerlos ha creído que debía
tenerlos yo.
Hoy,
ya febrero, ha venido a traerlos. Me ha recomendado, con un cariñoso abrazo,
que los lea con calma. Regresa a Caracas en unos días.
Tengo delante una taza de café demasiado
caliente. A mi lado, Chewie, mi pomerania, duerme apoyado en mi pierna. Estoy
leyendo los diarios de mi bisabuela.
Descubriendo.
El café ha dejado de
humear, mi perro hace rato que se ha ido a deambular por los pasillos.
Y yo ando perdida por unos
senderos que desconocía que hubieran existido”.
Tal y
como me pasa siempre cuando releo lo escrito, paso por momentos de euforia y de
desasosiego e impotencia. Ayer me gustaba este comienzo. Un comienzo como otro
cualquiera. Ahora me parecía flojo y sin sustancia.
Siempre la misma angustia, la cara
escurridiza de la escritura. La inseguridad constante.
Para airearme un poco, bajé con Chewie a
pasear y a comprar el pan. El cielo estaba tan oscuro como mi lucidez y, cada
poco, se descolgaba una gota de lluvia, primero, tímidamente, pero cuando dimos
la segunda vuelta a la manzana, la lluvia se había desprendido de su vergüenza
y caía con fluidez y descaro. Me refugié en la panadería.
Encontré a Silvia limpiando los cristales
del mostrador.
— ¿Cuál probamos hoy? —, fue su saludo.
—–No tengo ganas de pensar—, dame una
chapata.
Hace unos meses hizo una pequeña reforma en el
establecimiento: pintura de colores cálidos, con una cenefa a media altura y
unas lámparas de techo de hierro negro que dan al local la sensación y la
alegría de una sala de baile. Me quedé
maravillada ante el expositor de madera que puso para colocar el pan, con aquella
enorme variedad, y me propuse probarlos todos. Llevo incluso un cuaderno con
los apuntes y características de cada uno de ellos: pan gallego, rústico, de
centeno, las hogazas de espelta, sarraceno o bregado. Una locura.
El local tiene ahora un aire parisino que
me tiene enamorada; siempre me han gustado las boulangeries-patisseries de
París, suelo comprar las baguettes, cuando voy allí, en Le Grenier à Pain, en Montmartre,
y, cuando Silvia abrió de nuevo la panadería después de la reforma y entré, me recordó
aquel olor y aquella belleza. Silvia también es una enamorada de París, ha
viajado allí en múltiples ocasiones, y ahora está planificando un viaje en
familia a la India, su otro amor.
Es
una mujer menuda, decidida, muy morena, con una coleta alta y bailona, casada y
con dos hijos que la ayudan en el negocio cuando tienen tiempo libre o en
vacaciones. Ahora está estudiando chino. Tiene debajo del mostrador los apuntes
para repasarlos entre cliente y cliente y cada vez que voy, si no hay nadie, me
descubre las diferentes maneras de saludar en ese idioma, juntando las manos y
con una ligera inclinación de cabeza. Su marido trabaja en un ministerio, no me
preguntéis cual.
Hablamos un poco de mi novela y de la
película que pusieron anoche en la televisión, Cisne negro, estuvimos de
acuerdo las dos en la maravillosa interpretación de Natalie_Portman, su
entrenamiento previo sobre ballet, la preciosa banda sonora y los laberintos
que se pueden ocultar en la mente humana.
Le pregunto por su madre y me contesta que su
hermano la traerá por la tarde. Me gusta, cuando voy a por el pan, ver a doña
Pura sentada al fondo de la tienda, en su sillón de mimbre y rodeada de media
docena de aspidistras.
Dejo a mi panadera sacando al mostrador
unas bandejas de pastas de té y pequeños croissants y donuts de diferentes
sabores, saluda con la mano a mi perro que asoma la cabeza por la puerta
esperando algún regalo y me desea suerte con la novela.
Me ofrece un paraguas, pero mi casa está
cerca y no me importa mojarme. A Chewie no le gusta tanto, pero luego disfruta
revolcándose en la toalla que extiendo en el pasillo para que se seque.
¿He notado a Silvia algo ausente, o es fruto
del caos que revolotea por mi cabeza?
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