“A veces llegan
cartas con sabor amargo,
con sabor a lágrimas,
a veces llegan cartas con olor a espinas,
que no son románticas,
son cartas que te dicen que al estar tan lejos,
todo es diferente,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el amor se muere.
A veces llegan cartas que te hieren dentro,
dentro de tu alma.
con sabor a lágrimas,
a veces llegan cartas con olor a espinas,
que no son románticas,
son cartas que te dicen que al estar tan lejos,
todo es diferente,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el amor se muere.
A veces llegan cartas que te hieren dentro,
dentro de tu alma.
A veces llegan cartas con sabor a gloria,
llenas de esperanzas,
a veces llegan cartas con olor a rosas, que sí
son fantásticas.
Son cartas que te dicen que regreses pronto,
que desean verte,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece”.
llenas de esperanzas,
a veces llegan cartas con olor a rosas, que sí
son fantásticas.
Son cartas que te dicen que regreses pronto,
que desean verte,
son cartas que te hablan de que, en la distancia,
el cariño crece”.
Amable
lector, te explico:
Una noche, en el silencio de mi estudio,
cuando me detengo en esa hora loca en la que busco, en la que, casi siempre con una cerveza, me resisto a dejarme caer en el sueño, en la que me entran las
prisas por tener prisa, el azogue por recuperar el tiempo perdido, por vencer, me puse a
escribir sin orden ni concierto. Sólo para darle gusto a los dedos que
hormigueaban sin parar. Tiranos que me obligan, un día sí y otro también, a
sentarme y dejarme llevar por sus deseos. Apuré la cerveza y me puse a escribir
sin mirar siquiera al teclado. La verdad es que estaba un poco achispada y salió
lo que salió.
Nadie
me había escrito nunca una carta en mi juventud. Ningún enamorado, ningún amigo
o amiga, un anónimo, nada.
Esto fue lo que me vino a la memoria aquella
noche.
En mala hora.
Cuando surgían conversaciones en los tiempos
posteriores, últimamente, o sea ahora, todas, todas, te lo digo amigo, todas
las mujeres que conocía, las que compartían los talleres de escritura, o de las
clases de todo que dirigía, las vecinas, las amigas íntimas, las conocidas,
todas, te vuelvo a repetir, tenían en su casa, al fondo de un armario, una
cajita atada con una cinta, casi siempre de color rojo, en la que guardaban,
como oro en paño, las cartas que le habían escrito el enamorado de turno, el
novio oficial, el marido. O incluso las de alguna amiga de la infancia que
emigró a otro lugar, o una maestra con la que mantuvo una relación especial. En fin.
Yo no tenía una caja así.
Y no me sentía especialmente desgraciada ni
solitaria, tal y como decía Elías Canetti en su famosa frase: “Nadie es más
solitario que aquél que nunca ha recibido una carta”. Ni mucho menos.
Bueno yo era, soy, más bien solitaria, pero
de buen rollo, es decir, me gusta mucho la soledad, estar sola, tener mi
momento, pero también soy extrovertida y relativamente sociable, alegre, marchosa,
pero que no me quiten mis instantes de estar conmigo misma. Mis instantes de
introspección.
Y, bueno, fueron tantas las ocasiones en que
tuve que escuchar el tema de la caja con las misivas durmiendo el sueño eterno
dentro de su vientre, que me entraron unas ganas urgentes de no ser menos.
Ni Dios puede cambiar el pasado, dicen. Pues
yo lo iba a transformar. En casa tenía una caja, bueno tengo muchas cajas. Elegiría
la más hermosa y la preñaría de cartas. No le iba a poner ningún lazo. Demasiado cursi
y fuera de tiempo.
Mi caja es grandecita, de cartón fuerte,
decorada con esos angelitos tan famosos que contemplan a Santa Bárbara en el
cuadro de Rafael, la Madonna Sixtina. Esos angelitos pensantes que están hasta
en la sopa.
Y vacía.
Por poco tiempo, me dije a mí misma.
Todo esto lo pensé en aquella noche de
insomnio. Histérica. Llovía con ganas. Me acosté.
Casi
no pude dormir, como un niño impaciente en la noche de Reyes. Y, al día
siguiente, ya estaba pidiendo, en las redes sociales y de palabra, escribidores
a diestro y siniestro.
Y sin ponerme colorada.
Incluso se me ocurrió un proyecto. Por si
tenía pocos.
Se lo expuse a varios amigos escritores.
Todos hombres. Lo veía más normal. No serían, en este caso, cartas de
enamorado, pero sí de alta literatura.
Todos se rajaron. No lo veían. Vamos que se
rindieron antes de empezar.
Me pasé a las mujeres.
Sólo una respondió, muy ilusionada con la
idea que le proponía.
A saber: un intercambio de cartas. Como
escritoras. Una carta a la semana. Decidí que ése era un lapso de tiempo
correcto, prudente, sería un buen entrenamiento para el oficio, nos
conoceríamos más, luego, si con el tiempo conseguíamos un material importante,
podríamos incluso plantearnos la publicación de un epistolario guapo y, sobre todo, mi primer interés, mi meta: que yo llenaría mi caja de los
angelitos. A tope.
En medio de esa voracidad en la que estaba
metida, aquella misma noche escribí la primera. Y se la envié a mi amiga al día
siguiente.
Ipso facto. Y creo que me quedó chula. Mirad:
(Del proyecto Querida Poeta) Continuará...
(Del proyecto Querida Poeta) Continuará...
Querida Eloísa, a mí me pasó algo parecido hace unos años, para ilustrar mi soledad en Madrid. No sabía si llenaría una caja pero deseaba recuperar esa ilusión por la llegada del cartero, o la cartera, en mi caso. El intento fracasó. Lo más triste: la mayoría de las personas a quienes lo propuse eran escritoras. Dijeron que adoraban la inmediatez de Gmail. Ploff!! :-(
ResponderEliminarPues yo, como digo, he conseguido reunir una docena de cartas de las chicas estupendas del taller. Y ahora, estoy intentando pergeñar alguna historia con este material y con unas cartas que recibo anónimas de algún enamorado. ¡Cómo se ponen las cabezas! Un abrazo sin miedo.
EliminarEloísa, me encanta lo que escribes. ¡Qué grande eres! Gracias. Un beso.
ResponderEliminarPero qué cosas dices, mi amigo escribidor! Un abrazo y, cuántas cañas van a caer cuando esto acabe?
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