69. In memoriam.
Hace tres años que murió mi
marido.
Ni un solo día he dejado de
ir al cementerio.
Ni un solo día, que se dice
pronto.
Hace tres años que ostento
el calificativo de viuda, pero no me siento viuda, como tampoco me sentí nunca
casada, porque tengo que reconocer algo: nunca quise a mi marido.
Quizá por eso no merecí ser feliz,
quizá por eso él, adivinándolo, tampoco me quiso. Seguramente mis ojos al
mirarle, o mis manos, flojas y como a la defensiva en las pocas veces que
hicimos el amor, me delataran e hiciera que, poco a poco, me buscara menos o me
odiara más.
Pero os aseguro que yo no
soy la culpable.
Ni él tampoco.
Fue mi madre la que me
impuso el novio y la boda.
Y fue su madre la que cerró
el trato.
Ninguno de los dos somos
culpables.
Como dote mi madre me dejó
todo el rencor que almacenaba en su alma, tallado en la mía.
Yo, una niña tímida, callada,
invisible, sólo con mi padre me convertía en luz; junto a él las palabras y la
risa me brotaban en cascada, tumultuosas.
Era carpintero, con toda la
noche en su pelo, con la madrugada reflejándose en sus ojos y la armonía del
mundo en su sonrisa. Además era sabio.
Mi madre, celosa, acechaba
como una hiena mis instantes felices en el taller que mi padre tenía en la
parte de atrás de la casa, en donde, como un joven Gepetto, me configuraba
muñecos con vida y disfrutaba configurando, a la par, la mía: su muñeca
preferida.
Y yo me dejaba querer, y
era feliz, hasta que ella llegaba y cerraba sus dedos impíos en torno a mi
brazo, obligándome a salir del paraíso.
Cuando mi padre murió
aquella mañana de esquinas, algo me escoció cruelmente en el pecho, como si me
hubieran echado un puñado de sal en el corazón.
La pena, silenciosa y ocre
se me posó para siempre sobre los hombros, como un sudario perpetuo. Sólo tenía
quince años.
Tres años hace que ostento
el calificativo de viuda.
Y ni un solo día he dejado
de ir al cementerio.
Que se dice pronto.
Voy siempre por las
mañanas, y algunas veces por la tarde, como cuando tengo que llevar a mi madre
al médico porque ya está muy mayor y necesita que la acompañe.
Sólo me tiene a mí.
Voy al cementerio por la
mañana, temprano, y hablo.
Le cuento a Julián, día
tras día, desde hace tres años, las cosas que no hicimos, los sueños que he deseado
y los que, estoy segura, soñó él.
Le cuento la vida que
hubiéramos debido tener, la que yo imaginaba. Una vida. Nuestra vida.
Le recuerdo aquel viaje de
novios, en coche, por el País Vasco,
todo el sur de Francia y la costa
mediterránea hasta Almería, viaje que se
desvaneció en proyecto, por el sensato consejo de nuestras madres; le confieso, con un rubor de acuarela en las
mejillas, el deseo que se me desperezaba en las ingles cuando, de recién
casada, esperaba que volviera del
trabajo, con mi vestido nuevo y un puntito de perfume en las orejas.
Le recuerdo el día de mi cumpleaños,
para que no se le olvide traerme algún regalo envuelto en papel de colores
imposibles.
Le susurro bajito, para que
nadie nos oiga, lo mucho que le echo de
menos durante el día interminable y le dirijo la mano de piel áspera, viril,
hacia la gruta escondida de la que él es dueño absoluto.
Otros días le declamo, en
pie, solemne, nombres de niño o de niña, para que elija el que más le guste y
ponérselo a nuestros hijos, hijos que no tuvimos por acatar el firme e
inapelable dictamen de nuestras madres, que no deseaban que ningún nieto
hiciera añicos el silencio pegajoso y añejo de sus casas.
Siempre le llevo flores por
nuestro aniversario, el día en que
hubiera cumplido años y algún detalle por Navidad.
El año pasado, por San
Valentín, le leí un poema que le hice hace tiempo y que nunca le enseñé. Fue
una noche de verano, larga y altiva, a poco de casarnos, la primera vez que, al
despertarme junto a él, sentí gritos dentro de mi vientre y un alboroto
desconocido entre mis piernas. Iba a tocarle el muslo, desnudo y expugnable,
pero mi mano se desvió cobarde a mitad de camino.
Me levanté y pasé la noche
enjaretando poemas en un cuaderno de niña hasta que la mañana, alta y exigente
me miró, despectiva, a los ojos.
Le conté, hace unos días, a
Julián, todo lo que deseé aquella noche y lo que, estoy segura, deseaba él.
También hay mañanas que
casi no hablo, el silencio también me gusta, como aquellas tardes calientes y
redondas que pasábamos, cómplices y silentes, y la noche nos encontraba
sentados en aquellas mecedoras antiguas,
quizá demasiado separados el uno
del otro.
Hace unos meses, un hombre
que viene a visitar a su mujer, fallecida en un accidente, me espera y salimos
juntos.
Se le ve muy afectado, me
habla mucho de ella, y me agrada que, escucharle, le alivie el dolor.
Se llama Miguel.
El otro día, al salir del
cementerio, me invitó a un café y yo le estuve hablando de Julián todo el rato:
de nuestro viaje de novios; de los detalles que tenía conmigo en mis
cumpleaños; de los nombres que elegimos juntos para los hijos que, aunque lo
intentamos, nunca llegaron; de los poemas que le escribía y que luego le
salmodiaba aupada a su oído; y le digo,
cuando me enseña algunas fotos de su familia, que ya le enseñaré algún día las
fotos de nuestra boda, con mi padre Gepetto de padrino, mi velo impoluto como
emblema de inocencias y todas las esperanzas del mundo apresadas entre los
lirios de mi ramo de novia.
Miguel
me dijo el otro día que deberíamos espaciar nuestras visitas al
cementerio, que sufrimos demasiado y que
hemos tenido mucha suerte porque hemos sido felices.
Ayer no fuimos al cementerio.
Fuimos juntos a ver la ciudad
iluminada.
Es Navidad.
Le he llevado a mi marido un ramo de flores y he estado hablándole mucho, sentada en una esquina de la sepultura, con las piernas recogidas y el corazón saltando travieso y ruidoso en mi pecho.
Le he llevado a mi marido un ramo de flores y he estado hablándole mucho, sentada en una esquina de la sepultura, con las piernas recogidas y el corazón saltando travieso y ruidoso en mi pecho.
Por la tarde he quedado con
Miguel en un restaurante pequeñito que han abierto hace poco a las afueras del
pueblo. Me va a presentar a sus hijos.
Creo que soy feliz.
A mi madre, que postrada en
la cama, me mira con desdén desde sus ojos de antaño, me gustaría hablarle y
que su mano, sólo una vez, sonriera recorriendo mi cara, me gustaría besarla y
contarle cómo se deshilachan las nubes en este atardecer de Marzo, me gustaría
decirle la cantidad de vidas que puede haber en una sola… pero no se lo digo.
Para qué.
(Del libro de relatos Galería de trampantojos)
Escucharán las losas de los cementerios nuestros diálogos?
ResponderEliminarSentirán la pena cuando se la mostramos?
Tendrán celos si nos escuchan reír?
Tal vez, algún día, alguien nos lo descifre? Ahora VIVE. Sé felíz
Preguntas que no sé responder. Y sí, ahora vivo, vivimos. Lo de feliz... a ratos. Un abrazo.
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