98. Algo de mí.
El último día de Marzo, en la cita quincenal con la música, le tocó el turno a Albert Hammond y os comenté que os contaría algún día mi encuentro con él.
Así lo dejé escrito una tarde.
"Estaba tumbada, arrebujada en una manta gozosa de color púrpura, leyendo
un libro que me regalaron el día anterior y con la televisión conectada, pero
callada, gesticulante sólo.
Daban un programa de recuerdos, de tiempos felices, nostálgico.
Una de las veces que miré a la pantalla, quizá porque el libro no conseguía captar toda mi atención, te vi.
Una de las veces que miré a la pantalla, quizá porque el libro no conseguía captar toda mi atención, te vi.
Has cambiado mucho, como yo tal vez, pero el hombre que yo recordaba,
los ojos que tenía archivados en algún lugar de mi armarito de la vida, han
regresado de nuevo.
¿Qué año fue?, ayúdame, tuvo que
ser el 73 ó 74. Y Mayo, eso sí lo recuerdo.
—Dentro de unos días es mi cumpleaños— me dijiste, para que te dejara
invitarme al café con porras que me estaba tomando.
No sé de dónde saliste, el bar en aquella mañana lluviosa estaba casi
desierto; entré empapada, no amenazaba lluvia cuando salí de casa y no tuve la
precaución de coger un paraguas. Desde la parada del autobús hasta la cafetería
me cayó toda la lluvia del mundo y me decidí a entrar, incapaz de continuar
hasta la oficina, dos calles más arriba.
Yo era entonces una chica de 19
años y trabajaba como secretaria en una empresa aeronaútica, tenía novio, era
muy delgada y con una melena morena y lisa.
Tú, por seguir con las descripciones, eras alto, delgado, de manos finas
y dedos interminables, con un pellizco de Dios en la barbilla y una melena
morena y de rizos apretados.
Sentí un calor de vergüenza en la cara, porque imaginé mi pelo ensopado
por la lluvia, el rímmel desparramado por las esquinas de los ojos y mi vestido
bautizado por lugares inconvenientes.
Pero sonreías, tenías unos labios perfectos y una risa blanca y buena,
recuerdo que ésa fue la palabra que me
vino a la mente cuando te reías: “es un hombre bueno”.
Lo único que me inquietaba eran tus cejas, se elevaban en los extremos y
componían un trazo algo diabólico.
Venga déjame que te invite por mi cumpleaños, estoy de paso en Madrid y
no tengo con quién celebrarlo.
Y nos sentamos.
Acogiéndome, por
primera vez, a la flexibilidad horaria en mi trabajo, me concedí unos minutos.
No te conocía entonces. Te presentaste como cantante, hiciste un esbozo
de tu biografía, que estabas alojado en un hotel cercano, en la misma plaza de
Conde de Casal, que tu representante había tenido un problema personal y tenías
unas horas libres y vacías… “hasta que te he encontrado”,— eso me dijiste en
aquel español preñado de cadencias extranjeras y fascinantes.
Fui al lavabo una vez a ahuecarme mi pobre melena, a alisarme los
tablones de la falda y a revisar que los dientes no estuvieran mancillados por
algún rastro miserable y, cuando señalando el reloj te dije que tenía que irme,
me cantaste, susurrando, un trocito de una canción que, con la magia del
momento, olvidé. Me dí cuenta cuando llegué a la oficina; me senté con las
piernas temblonas, dejé el bolso en el suelo y fui incapaz de recordar la
melodía, la busqué en la memoria durante todo el día, como quien intenta
recordar dónde ha dejado las llaves de la casa, o el monedero con todos los
documentos importantes, pero no lo conseguí.
Meses más tarde
la oí en unos grandes almacenes y me quedé parada, con unos pantalones en la
mano, el corazón galopando y el olor de
la lluvia en todos los rincones de la boca.
Me acompañaste hasta la puerta de la cafetería, había dejado de llover.
No quise que me siguieras hasta la oficina y allí mismo nos despedimos.
Al día siguiente me llamaste al trabajo y al descolgar el teléfono, una
compañera me pasó la llamada, sólo me cantaste una canción “Algo de mí” antes
de despedirte para siempre.
La canción era de Camilo Sexto y nunca, nunca la he olvidado, como
tampoco he conseguido olvidar, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces,
tus ojos alegres y buenos tan cerca de los míos cuando, al separarnos, nos
besamos, en aquella acera mojada por la lluvia de la calle Doctor Esquerdo, de
Madrid, una mañana mágica del mes de Mayo.
No he podido ver el programa entero, he escuchado un par de canciones de
tu próximo disco, lo compraré, lo escucharé y lo guardaré con todos los discos
tuyos que he ido comprando a lo largo de los años, pero no he tenido fuerzas
para seguir mirándote, comprender lo lejos que queda aquella mañana, y adivinar cuántas gotas de lluvia han mojado
nuestros labios desde entonces".
(Para A. H. por los lazos eternos que
genera una mirada en un cruce de caminos).
Pues ahí os dejo mi historia.
Lo prometido es deuda.
Así, cualquiera. Sentir todavía los temblores en las piernas, y escuchar su música, rejuvenece. Buen día.
ResponderEliminarPues sí, hay recuerdos que nunca se borran del todo, permanecen intactos en el alma y en la retina. Abrazos sin temblores.
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