“Lo que uno ama en la infancia se queda en el
corazón para siempre”
Jean-Jacques
Rousseau
Ayer viajé a Tomelloso, mi pueblo natal. Nos comunicaron
el día anterior el fallecimiento de mi tío Félix, hermano de mi padre y, por
comodidad, ya sabes que no me gusta conducir, nos fuimos, mi madre y yo, en el
autobús de línea.
Y conforme nos
íbamos acercando al pueblo donde, ya te lo he dicho, vive toda la familia de mi
padre, una especie de psicofonía en el aire me recordaba otra vida.
De repente, mi
madre estira un brazo hacia la ventanilla, hacia la pradera manchega y me
indica algo, —mira, allí, en aquel caserío, pasaste de pequeña un verano con
los abuelos, qué lástima, mira cómo está, casi no queda piedra en pie.
Y yo, al seguir
la dirección de su dedo, visualizo de pronto, por arte de magia, el guión de
aquel tiempo: el pan con chocolate de la merienda, unas tardes; otras, una
hogaza bien mojada de vino con azúcar; aquel chico del caserío cercano, no
recuerdo ya su nombre, o no lo supe nunca, que me enseñó a tejer, con lana de
colores, una bufanda para el invierno,
desafiando, ya entonces, el qué dirán; los manojos mastodónticos de gavillas;
las sombras alargadas de mis abuelos, Marcelino y Aureliana, que el candil
reflejaba en la pared y en el techo en las noches, al acostarnos, y que me
hacían esconder la cabeza, horrorizada y muerta de miedo, entre las sábanas húmedas
y desdeñosas.
Las tardes
descoloridas, largas, amenizadas con la música del acordeón de mi abuelo que, a
regañadientes y jaleado por la abuela, sacaba del fondo del arcón, lo
acariciaba largo rato y luego, con la mirada lanzada al horizonte, a algún
sueño antiguo y pendiente, nos regalaba un par de canciones antes de que la
noche cayera sin piedad sobre el tejado de la casa, y los montones de gavillas,
en la sombra del corral, me parecieran monstruos amenazantes de los que sólo el
rebujo de las sábanas me podría salvar.
Todo eso me
ocupó la memoria y todo eso ocurrió en aquella casa, ocurrió en otro siglo,
hace tanto, tanto, que si mi madre no hubiera levantado el trapo que lo
ocultaba: —mira allí, no hubiera sabido nunca si fue verdad o producto de mi
fantasía.
O cuando
pienso en mi otro abuelo, Emilio, el padre de mi madre, mi abuelo sabio, en la
biblioteca desmesurada, aturdida de libros, tras las puertas colosales del salón de mi
infancia, con esas aves del paraíso dibujadas a fuego en las cristaleras; en
aquel reloj antiguo, (que hoy preside mi salón) y al que mi abuelo daba cuerda,
con esos dedos largos y bellos que no he encontrado nunca en ningún hombre; la
lengua del anochecer que entraba por los ventanales de aquel salón inmenso y
octogonal; la canción de El Relicario que me cantaba, bajito, con el aliento
mentolado de sus sempiternas pastillas juanolas.
En mi abuela
Victoria y sus eternas y minuciosas
labores o en mi bisabuela Eloísa, de la que hablo en otro capítulo de
estas historias, porque amerita un espacio para ella sola.
Lo cierto es
que, desde ese momento, y hasta que el autocar nos dejó de vuelta en Madrid, no
hubo un instante perdido: los familiares, tíos y tías, primos, las calles
recordadas, los portalones de madera henchidos de llegadas, todo, sin excepción,
era una pura evocación, un racimo de nostalgias y olores recuperados que me
colmaban. Cuando mi tía Antonia, apoyada en su bastón, acobardada por los años,
me preguntaba por mis hijos, si ya tenía nietos, yo lo que oía era el eco de lo
que, en tiempos remotos, me decía: —Anda hija, come, que estás mu delgá, que en
Madrid no se debe de comer bien, anda come, a ver si cuando llegues a la
capital vas más repuesta. Que vea tu madre que te hemos cuidao bien.
Mis primos, ahora
cincuentones, me contaban de las bodas de sus hijos, de una jubilación
anticipada, del lugar de las vacaciones, de algún problema de salud, pero yo
miraba sus labios moverse y sólo escuchaba nuestros gritos cuando, casi ayer,
se rebelaban, como yo, a detenernos en esa siesta obligada y antipática, a
perder el tesoro de unas horas, tumbados a lo fresco y panza arriba, en el
zaguán de la entrada, en esa chicharrera manchega, cuando las calles,
solitarias y abiertas, nos ofrecían tantas aventuras y misterios.
No les
pregunté si se acordaban de aquello, sólo respondí a sus curiosidades de
adultos, de personas responsables, jugué ese día a la corrección, a la madurez:
–Mis hijos bien, con su trabajo, sus parejas, tienen salud, que es lo más importante,
mi marido trabajando y yo también estoy bien, lo normal, y sí, claro que me
hace ilusión que me hagan abuela.
Abuela.
Pero si todavía,
me gustaría poder gritarles, si todavía me quedan muchos libros por leer de la
enorme biblioteca de mi abuelo, si aún tengo, entre los dientes, migas de pan
con sabor a catas de aceite, o vino con azúcar; si me faltan varios cuentos
troquelados para acabar mi preciada colección; si, en mi caja de zapatos,
faltan muchos recortables; si todavía no he pasado por la universidad; si tengo
la mochila de los suspiros sin estrenar; si no he bailado lo suficiente bajo la lluvia; si sigo esperando
al compañero de mi vida; si a mi padre, muerto ya hace años, todavía no le he
dicho que le quiero…
Haro, he
regresado con los huecos de mi cuerpo llenos de risas, de palabras, de olores
de vendimias, de humo de gavillas de incendio, de las miradas de las vecinas de
mis abuelos, que contemplaban antaño a la forastera que venía de Madrid,
como si fuera un habitante de otro
planeta; de las palabras y gestos propios de esa toponimia que creía desdeñar y
que ahora utilizo con orgullo; incluso del recuerdo, cruel en su día, de aquel
ratoncillo muerto que mi primo José Mari, hoy ya abuelo, me tiró, como castigo
y rebeldía a los privilegios que la prima madrileña ostentaba.
Yo le perdono
aquella impiedad conmigo, asumo, desamparada, que el tiempo haya pasado tan rápido,
añoro a mi abuelo, “pisa morena, pisa con
garbo…”, anoto en mi biografía, ya segura, frescos los recuerdos, aquellas
vacaciones de leña y lana en el caserío, y, aunque transformados en otros,
comparto, con una sonrisa en los labios, las preocupaciones de mis primos, las
actuales, el ahora, el hoy, cuando ya vamos llegando al presente de mi vida en
Leganés.
Mi compañero
nos espera en la estación de autobuses, yo le pregunto por ti, si te has
portado bien, si te ha sacado a pasear durante mi ausencia; él me pregunta qué
tal el viaje y la familia, y yo le digo que todo bien mientras me resisto, sin
resistirme, a tus saltitos de bienvenida, porque sería muy largo explicarle la
cantidad de cosas que me han pasado, lo colmadas que llegan mis pupilas, los
restos de azúcar que se esconden en mi bolso.
Tú lo
intuiste enseguida y, cuando llegamos a casa, me mirabas con insistencia
cómplice y me lamías las manos para ayudarme.
A ti sí te lo
expliqué todo cuando bajamos a dar un paseo largo, mirando la luna, la misma
luna que dejé allí, en mi pueblo natal, la misma que estará alumbrando con su
velo de languidez la sepultura reciente de mi tío fallecido y la higuera de la
casa de mi abuela, aquella bajo la que, sentada en una silla de anea, le contaba,
en aquellos veranos, lo grande que era mi casa de la capital; le explicaba la
última película que vimos mi padre y yo en nuestra escapada semanal al cine,
los dos solos, los pajaritos fritos que luego nos comíamos en el bar, antes de
regresar a casa y donde le recitaba, aupada a esa misma silla y, muy tiesa, los
poemas que me sabía de memoria y que a ella le gustaba, para presumir, que
recitara después delante de las vecinas.
También te
conté, desbordado ya el cántaro de los recuerdos, la frase con la que me
recibía siempre mi tío Luis: Elo que te
pego, anticipándose, risueño, a mis travesuras, y todas las fotos de
estudio que nos hacíamos cada verano y que luego enseñaba a las clientas de su
tienda de ultramarinos; las bromas de mi tía Eugenia, la soñadora, la que, una
mañana de marzo, poco antes de la primavera, se hizo un hatillo y se fue a
masticar la vida a algún país de Sudamérica. Nunca volvió al pueblo, pero cada
año enviaba una postal como una fe de vida y una foto de ella, de espaldas y mirando
hacia el horizonte, hacia algún sueño que aún le quedara por realizar. Murió de
mala manera. Algún día recuperaré todos los recuerdos y contaré su historia.
Las noches que
pasé mirando al cielo, escudriñando con atención las explicaciones de mi tío
José María que, con el dedo como puntero láser, me iba nombrando las
constelaciones más brillantes, enseñándome trucos para ubicarme con las
estrellas por si me perdía algún día en el camino de la vida.
Todo, todo
esto te lo conté a ti, Haro, mientas paseábamos por la avenida, con el silencio
cómplice de la noche en Leganés y con las vedejas de luna colgando entre las
ramas de los olmos.
Tú sabes
escuchar.
Y luego
subimos, despacio, los nueve pisos, sin coger el ascensor, para que nos durara
más el sabor de los recuerdos, y aún nos tomamos un tiempo más, antes de irnos
a dormir y, al apagar la luz, yo deje mi brazo descubierto para tener, durante
el sueño, un punto de apoyo en tu frente dormida.
(Del libro de relatos Haro y yo)
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